Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

Reseñas de Ángeles de Vidrio

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Ángeles y Predicadores
Por Fernando Murat
Página 12
Suplemento Radar, 1999

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En Ángeles de Vidrio una muchacha, Leonor, deja a su familia paterna y viaja a la ciudad, donde conoce a Iván, un “loco” que se hace cargo de ella y del hijo futuro cuando la echan del bar donde trabajaba. En un tiempo anterior, es la virgen que mira cómo su amiga Raquel atiende el placer de sus clientes. El tesoro lábil de la virginidad es la moneda de su dote. Y es la primera figura fronteriza que trabaja la novela: la virgen-prostituta que cobra por mirar y luego por leer párrafos de la Biblia a un falso cura, O’Connor, la segunda figura que explora el relato.

En primer lugar, la novela de Liliana Heer no se deleita con "trabajos de campo", no seduce con mieles del chisme histórico ni se ufana de lo previsible: elige el riesgo de horadar el espacio de la escritura y esquivar las almohadas de la certeza. "Desaprende" las lecciones que le garantizaban un destino sereno.

En la secuencia que une la partida, el rechazo de la sangre (la familia paterna) y la generación de la nueva sangre que renueva la militancia de ese rechazo (Kevin, el hijo sin padre), se define el lugar de Leonor. “Quería estar lejos de la familia para desaprender enseñanzas”, dice la novela, y demarca en ese movimiento tres zonas: el viaje, la disolución de los regímenes clásicos de parentesco y el escepticismo en la progresión positiva de una pedagogía que disfraza el origen violento y político de su hegemonía.

La novela de  Heer confía en el movimiento negativo de "desandar" la geología de los sa­beres para desmontar el mecanismo de un orden que baña de naturaleza la ilusión del co­nocimiento. Por eso explora las figuras fronterizas de la contradicción y la paradoja, debate con rigor el espacio lógico de la exclusión y permite que la táctica de un relato que experimenta la fragmentación no se desvanezca en un fuego de artificio.

No se trata, desde ya, de un sistema de oposiciones. La novela reserva ese régimen para O’Connor, el “bastardo” humedecido en las aguas de la religión, cura apócrifo acunado entre jesuitas. Y lo coloca en el reverso: “lo opuesto de todo lo aprendido. Hecho ley el pecado. Vuelta mandato la prohibición”. La conversión no es la opción de la novela de Heer sino la metamorfosis y el desvío. En última instancia, la animalidad; no lo monstruoso.

La primera escena que elige la novela es también su base de funcionamiento: una ruptura (del espejo), una expulsión (del bar donde estaba el espejo y trabajaba Leonor), un loco (Iván, que rompió el espejo), la referencia al cine, la teatralidad, la risa (de Leonor por el estallido del espejo),
la fluctuación de un orden perdido pero presente, la cita
(de The Raven, “Lenore, Lenore/ nameless here for evermore”).

De allí, del poema de Poe, toma el nombre Leonor. De la misma cita (“nameless”) que marca la borradura del nombre. Leonor, el asesino serial O'Connor y el loco Iván comparten la misma familia de palabras: están ligados a alguna forma de la expulsión; diluyen o interceptan la lógica del parentesco y la semejanza. Pero los hilvana el hilo fino de la reproducción. Los tres definen allí su circuito: el embarazo de Leonor; la capacidad de Iván de "imitar al mejor actor, animal o sonido" y la pedagogía privada de O'Connor que "pasó los catorce primeros años calcando de memoria todo lo que sus ojos veían".

Ángeles de vidrio transcurre entre la primera cita de Poe y la última de Antonin Artaud. Entre la literatura y el gesto de su disolución.


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