Liliana Heer

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Relato
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©2003
Liliana Heer

Dejarse Llevar
Relatos, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 1980



Dejarse Llevar

                                              
Esa tarde, después de regar las plantas y recoger algunas prendas del patio, Alba comenzó a hojear el diario deteniéndose como de costumbre en dos secciones: Espectáculos y Avisos Clasificados. Su madre había ido a misa y esos momentos de soledad no dejaban de tener un singular atractivo.

Empezó por la crítica extensa de una película española. Un hombre sometía a máximas mutilaciones a su hermanastra convirtiéndose luego en víctima, debido a un accidente que lo obligó a permanecer el resto de sus días al cuidado de ella.
Los cuidados de su madre eran tan esmerados que por un instante deseó verla inmóvil o con alguna imposibilidad que no le permitiera circular más allá de los habituales registros de la feria. Cuando niña exigía su presencia constante para salvar la sensación de ser diferente a los demás. Después, una serie de hechos como la muerte del padre y el traslado del hermano mayor fueron cristalizando su reducido entorno. Ignoraba si los obstáculos provenían de su persona, o si la falta de acceso a los lugares que su edad requería era la causa del aislamiento.

Una fotografía llamó su atención. Mostraba a un hombre en una toma de medio cuerpo, con un brazo extendido hacia arriba y el otro hacia el costado, en postura de abrazar los barrotes de una celda. El sweater a rayas, la boca entreabierta y el cabello hasta la altura de las cejas. Bajo la foto estaba escrito el siguiente texto: “El Sena arrastra un cuerpo humano; en tales circunstancias el río adquiere un contenido solemne...”
Alba miró el reloj y comprobó que aún faltaba tiempo para que su madre volviera. Extrajo del ropero un cuaderno y se dispuso a tomar nota de algunos avisos de empleo. Varias páginas se encontraban cubiertas con direcciones a las cuales ya había mandado cartas, sin obtener respuesta en algunos casos, y en otros no pudiéndose presentar por haber obviado ciertos detalles. Registró primero el pedido de una maestra para enseñar dos idiomas (francés y alemán) a siamesas de nueve años, con el beneficio de una doble remuneración aunque la tarea fuese realizada al unísono. El segundo aviso consistía en el pedido de alguien cuya exclusiva actividad sería permanecer en un domicilio esperando la llegada de mercaderías que a la vez debería reenviar a otra dirección. Al tercero demoró en copiarlo. Lo leyó varias veces. Se trataba de la búsqueda de una secretaria para la Nueva Agencia de Relaciones Matrimoniales entre Personas Impedidas.

Alba desconocía por completo la existencia y por lo tanto el funcionamiento de este tipo de institución. Una sonrisa alteró su rostro, con rápidos movimientos comenzó a revisar los diarios de días anteriores con el objeto de encontrar mayor información sobre el tema, pero lo único que figuraba era el número de una Casilla de Correos: 3457. Ante lo infructuoso del intento resolvió escribir solicitando el cargo. De ese modo, en el caso de ser aceptada, podría conocer el sitio al cual dirigirse como solicitante del servicio. Para despertar el interés de los directores de la agencia, acompañó la solicitud con una fotografía de cuerpo entero de una mujer de 23 años, rubia, de aspecto extranjero y vestimenta acorde con los anteriores caracteres, y aclaró en la posdata: “La toma fue procesada en la ciudad de Munich el quince de marzo de 19. Cuando fui elegida Miss Secretaria. Espero que en este país el parámetro de observación sea equivalente”.

Su ocurrencia logró calmar la inicial inquietud. Alba dio por sentado que mediaban cortos días entre su ostracismo y el promisorio ingreso a un nuevo status familiar. Múltiples fueron las ideas que se fue planteando: estaría frente a personas cuya tarea consistía en detectar defectos para su mejor agrupación, por ende, no sería necesario ocultar los suyos. Esto en principio le resultaba inimaginable. Todos sus esfuerzos desde aquella fiesta de comunión, en que la diferencia se hizo indisimulable, habían estado centrados en concebir estrategias de engaño o revertir la situación de tal manera que el descolocado fuese el otro. Ahora presentaría sus síntomas con parsimonia. Después de todo, entre los incapacitados, su invalidez no era de las peores. Muchas veces se había detenido a observar la ceguera de una empleada de correos cuya función era hacer encomiendas. También, movida por la curiosidad, había seguido los juegos del conjunto mogólico constituido por los hijos menores del sacristán.

Un entusiasmo creciente se apoderó de Alba. Su desacostumbrada solicitud despertó en la madre una simétrica violencia. La señora entendía cualquier cambio como el producto de una desubicación. El peso de su cruz estaba tan calibrado que cualquier alteración la hacía sentir invadida por un malestar evidenciado mediante reproches. Alba, aunque consciente de la función de los reproches, mezcla de descarga y toma de poder, no podía evitar el enmudecimiento acompañado de dolor a la altura de las cuerdas vocales y lagrimeo. Esa noche conservó el estilo, pero sin lágrimas y se recluyó en su habitación a pensar en el encuentro que tendría con los candidatos.
Si bien le resultaba difícil mantener una postura realista por su tendencia al fantaseo, consideró de suma importancia hacerlo. De su padre hubiera querido heredar ese sutil respeto hacia la óptica clara en momentos complejos. El la hubiera ayudado con un papel y un lápiz haciendo cuadros de los posibles injertos. Su recuerdo la llevó a la aplicación del método. Comenzó por enumerar las malformaciones con puntajes decrecientes, acordes a la gravedad. Por ejemplo, mientras a un paralítico le adjudicaba un punto, a un hemipléjico dos y a un rengo nueve. Su predilección por los rengos la conmovió; la conmovió el contraste de dos figuras opuestas ligadas por un balanceo. “Incorruptible” “reverencia” “incorruptible” “reverencia” “incorruptible” “reverencia”. De frente, firme, armado y al paso siguiente, incluso en el intervalo, un soslayo imprevisto y: a todo servicio, siempre que quiera, de rodillas, tengo sed. Nada más que gestos: entretelones de duda.

Alba juzgó que su puntaje no alcanzaba la altura del signo anhelado; los ejercicios tempranamente iniciados habían sido incompletos y carecía de fluidez para entablar una comunicación franca con sus elegidos. Sin embargo, escalonó en abanico las diferentes clases que la categoría rengos incluía. Supuso que las variedades a tener en cuenta podrían estar determinadas por nacimiento versus adquisición y accidente versus enfermedad. El factor entrenamiento podía llegar a alterar los cruces, no obstante, era un considerando que por el momento excedía su análisis. Optó por dejar de lado “pie cobo”, concentrándose durante varias horas en diferentes tipos de prótesis; luego tomó la decisión de acostarse por sumatoria de cabeceos.

Los días anteriores al recibo de la carta fueron ricos en conjeturas. El giro se dio después. Frente a la carta de aceptación, con una amable cita, sus manos empezaron a temblar en contrapunto con un dolor agudo en las cuerdas vocales.

¿Cómo podía una simple respuesta alterar su festiva actitud de entrega, siendo previsible el contenido de la carta y coincidente con el entusiasmo que había sentido al enviar la fotografía? Se miró en el único espejo que había en la casa; como era pequeño recortaba sus cuatro extremidades. Miró la imagen revertida con la promesa de recurrir a un espejo mayor. Miró con ojos que intentaron borrar anteriores miradas de rutina. Atravesó el caparazón de su rostro mudo y con suavidad entreabrió los labios. Entreabrió los labios como para pronunciar su nombre, olvidada de las muecas, y todos los dientes le sonrieron. El nombre aún resonaba mientras ella con la mano en el mentón, índice de una espera, emprendió un diálogo que incluía sus ojos. Ya no miraban mirar, húmedos en caleidoscópico brillo vieron abrirse el íntimo acuerdo conquistado. La gracia de esa reversión persistió en otros espejos en los que con similar efervescencia, superando las costras, Alba observó los músculos y las turgencias que la conformaban. Cuello, hombros, dos brazos que no podían dejar de tocarse, el pecho con senos sedientos, la cintura velada por la vestimenta, pero intuida por los roces, más en las caderas y los muslos firmes. Poco conocía de su espalda. A sus piernas entreabiertas también las sintió desconocidas. Ella sola no podía hacerlo todo. Sería bueno ir, así, dejarse llevar al igual que el cuerpo arrastrado por las aguas del Sena.

Texto publicado en Cuentos de escritoras argentinas, antología, selección y prólogo de Guillermo Saavedra, Alfaguara, Buenos Aires, 2002. Este libro fue presentado en la Librería Premier, 1980

Texto publicado en "abanico", revista de letras de la Biblioteca Nacional de la República Argentina