Liliana Heer

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Liliana Heer

Reseñas sobre Dejarse Llevar

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Las cosas y los hombres
Por Noemí Ulla
Revista Punto de Vista
Buenos Aires, noviembre de 1980

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En el conjunto de los cuentos reunidos en este libro predomina un referente: la desintegración de los núcleos semánticos afectivos regidos por el automatismo, que no se debe confundir con el de los surrealistas, ya que en él la autora penetra con un objetivo explícito: el de despersonalizar el lenguaje en la medida de lo posible. De la misma manera consigue desmaterializar la constitución del sujeto que circula por la sordidez y la perversión con natural acomodamiento. La agonía, la lucha, la necesidad de modificar los conflictos del mundo que se vive,
no asoman; la actuación de los personajes se polariza siempre en el desvío, secreto, silencioso, y su resolución es la que ofrece mayor distancia con las líneas del realismo literario.
El texto no revela tanto la presencia de modelos literarios evidentes -como es usual en los primeros libros de un autor- como sí la marca de una escritura impregnada de huellas lingüísticas rastreables en el habla de los inmigrantes franceses que colonizaron el litoral santafesino. La autora nació y creció en Esperanza (Santa Fe), ciudad que poblaron por igual los suizos, alemanes y franceses. La construcción de las frases sigue muchas veces lo que sería la traducción de la sintaxis de algunas formas o giros del francés que habla el castellano. Sería impropio situar esta observación en el lugar de la normatividad y de la corrección: no se trata de eso, la falta de purismo que hace reaccionar a Américo Castro y que Borges refuta en 1941 defendiendo la particularidad del idioma de los argentinos. Se trata del registro de una zona de la inmigración, como lo efectuó de otra manera el sainete, las letras de tango de la década del treinta que exhibían un léxico en préstamo del italiano, como una mimesis del personaje que hablaba. A diferencia de otros primeros libros, éste también es casi virgen del influjo de lecturas en lengua española; su autora no puede decir con Bioy Casares "Empecé a escribir con la literatura española". Si sus relatos registran intercambios con autores contemporáneos, no es de españoles, ni contemporáneos, ni anteriores. La construcción de sus frases no es lo más habitual en nuestro idioma, y a eso se refirió sin duda Jaime Rest en la contratapa del libro "un estilo gris y el empleo de una jerga casi burocrática acompañan, en estos cuentos de Liliana Heer, una imagen opaca del mundo". Formas utilizadas por la autora inciden desde el interior del texto en la consecución de ese estilo que advertía el profesor Rest con esa afinada relevancia con que precisó siempre el estilo de tantos autores.
En el presente texto la frecuencia de infinitivos connota la causa de una situación, que economiza el énfasis por un lado, pero elude al sujeto que sufre la causa por el otro, de manera que se destruye la personalización o se desintegran, como se dijo antes, los núcleos semánticos afectivos. Pueden tomarse algunos ejemplos: "Las condiciones para obtenerlo eran sencillas, pero en su caso particular no las reunía, por carecer del estado civil necesario" (pág. 13); "los cuales por habitar en pensiones accedían gozosos" (pág. 13); "Jorge inició las advertencias para no ser víctimas de un seguimiento" (pág. 16); "y hacia Manuel una sólida ternura, exenta de desconfianza por su emprender continuo" (pág. 24). En un espacio literario singularmente constituido por los signos de la retórica borgeana, sus epígonos voluntarios y la diseminación de sus efectos, se advierte en Liliana Heer la ausencia de esa marca y deberíamos preguntarnos si su mundo narrativo proviene, con su retórica propia, de los  límites de ese vacío, de los márgenes de una escritura más o menos instituida y ya diseminada. La tópica imaginaria de los cuentos se instala en el entorno cotidiano de hombres y de mujeres que se mueven en la escena de sus pequeños refugios a veces con la incredulidad, a veces con la certeza, de que hay un destino, un fatum que les impide la realización de su deseo. Para quebrar esa ley los protagonistas de "En concepción sublime" tratan de encontrar otra pieza dramática para representar, que les permita "recrear; en cada espectáculo, la agonizante lucha entre el hombre y su destino". Próxima a Poe, a Saki, el horror envuelve los relatos sin que la autora se complique en él o complique a sus personajes. Al contrario, se tiene la sensación de asistir a un espectáculo -la metáfora de la escena dramática es recurrente en el texto- cuyo único destinatario y testigo es el lector. Cuando Liliana Heer quiere marcar esa distancia lo resuelve con la utilización de las formas pasivas, las impersonales y las cláusulas absolutas: "Envueltos por sus palabras, los jurados asentían" (pág. 34); "Se desechó la posibilidad" (pág. 7); "Conversados los pormenores, con las recomendaciones del caso" (pág. 47); "Muchas veces, el silencio era cortado por la irrupción de su voz" (pág. 87). Estas modalidades permiten la ficción de la lejanía del sujeto y los objetos cobran importancia, una importancia que la autora parecería proponerse: anular por una especie de extrañamiento las vivencias, los poderes, los deseos. Las cosas, agrupadas en una organización aséptica, fundan el mundo blanco contra el cual la protagonista del cuento "Dejarse llevar" pretende levantar su futuro armado por los avisos clasificados, sin convencerse demasiado de su existencia. Sin embargo éste -junto a "Los límites de Eloísa"- es uno de los pocos cuentos donde alguien puede pensar y salirse del entorno petrificado, diríase, por invasión de los objetos, de las cosas que reinan sobre los hombres. Conviene aclarar que el acierto está en que la autora no abunda ni insiste en su descripción, por esto las cosas se perciben. La invasión de los objetos, la falta de humanidad de los hombres es como una alegoría de la escasa o imposible comunicatividad del lenguaje. La escritura, en este libro, se asienta sobre la inexistencia del diálogo; no hay resquicios por donde pueda sospecharse que los hombres se hablan diciéndose algo. Una excepción: Lagartos, en el que se advierte un rasgo ausente en los otros cuentos: la tipicidad de una región, apenas esbozada. Es el cuento donde la autora habita el espacio que describe, situándolo en el lugar natal. Cuando a la hora de la siesta salen las iguanas, dos niños que leen a Dostoiewski y juegan a conjurar un crimen imaginario, arman una escena de expiación. Como Paolo y Francesca abandonan la lectura, pero se entregan a la certeza de la muerte de alguien que han perdido, y lloran abrazados. Rápidos, pasan como los lagartos, con la plasticidad del movimiento del juego y de la ficción al movimiento de lo real, desplazándose de la región de Dostoiewski para entrar en la zona de la conmoción.
Más de una vez el realismo ha asentado sus bases sobre el registro de lo verosímil a partir del comportamiento de los personajes, acorde con su medio social, de la descripción de su ambiente, y de la fidelidad a lo medianamente usual del habla de los personajes, en menor medida. Habría que poner el énfasis en este último registro, en lugar de hablar de regionalismo sin tener en cuenta esta fuente: la lengua. Sobre ella, hablada y modificada con tránsitos semánticos y sintácticos por inmigrantes en mayor medida italianos, el escritor argentino impone una retórica y elabora una sintaxis literaria, diferentes en los textos de Antonio Di Benedetto -nacido en Mendoza, con fuerte inmigración española-, Juan José Saer, Jorge Riestra, Daniel Moyano, Germán Rozenmacher, Carlos Hugo Aparicio. Horacio Quiroga solía poner en boca de sus personajes brasileños un portugués a medias castellanizado: la marca era el léxico. En Aparicio hay registros de la sintaxis del habla. A propósito de Los bultos apunté el año anterior (Convicción, 3-8-79): "una modalidad que aisladamente cultivaron el Borges de Hombre de la esquina rosada y el Cortázar de Torito, es aquella en la que el relator se confunde -o se funde- con el autor y que Aparicio emplea con acierto", y la diferencia entre el discurso de este escritor y el de Heer se da en que el primero puede realizar una transcripción del habla de la región del norte del país, y en que la segunda puede realizar una transcripción del habla castellana que traduce unas veces la sintaxis de otro habla de la zona ya señalada. La sintaxis literaria en que uno y otro se inscriben difiere; también recorta grupos sociales diversos.
Si todo libro es una propuesta al lector -Macedonio Fernández describió la articulación de esa propuesta que hoy nos es habitual- en un primer libro autor y lector practican la ilusión de un "pasado compartido"

("Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten", Jorge Luis Borges, El Aleph). Los cuentos futuros de Liliana Heer ¿prolongarán su pasado, el de Dejarse llevar, marcarán su ilusión? Una respuesta promisoria a esta dialéctica textual lo da su cuento "El lazo de terciopelo", publicado recientemente. Escribir, leer, es designar los bordes que vibran entre el silencio y la voz de la manera en que los liga la naturaleza y la cultura: en el juego de esas oposiciones un escritor aventura.


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