Liliana Heer

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Liliana Heer

Presentaciones de Neón

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Librería Ross
Rosario, jueves 3 de abril 2008

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Luz de neón
Por Angélica Gorodischer

Novela si es que es una novela, más que intrigante, ésta iluminada de a ratos por luces de neón, oscura a veces y deslumbrante siempre. Liliana Heer suele darse esos gustos: plantarse en medio del lenguaje y hacerlo girar en torno a ella, obediente o retobado, para obligarlo a decir lo que a menudo se calla, se oculta, se deforma. Decir, como ella misma lo escribe, decir que no se sabe lo que se sabe. Suprema sabiduría cuando hay una historia a ser contada, un Narrador que enmarca a los personajes y los ilumina turno a turno contra un escenario a punto siempre de caer destruido por golpes o vientos enmarañados que salen de las manos de quienes se ocupan de señalar, marcar a fuego o a niebla las vidas de los otros.
Quién es quién. En realidad una se pregunta, a medida que va leyendo, cómo la Niña deja de ser la Niña, cómo el Indultado llega a ser como es, quién es el Tutor y quién mira desde detrás de las rejas a quien nunca volverá a mirar. El tiempo retrocede, vuelve y vuelve a ser el de hoy. No importa que la Niña haya buscado voces ocultas en la caja, de noche, cuando el sueño vencía a quien la vencía. Lo que sí importa es que haya, cada día, con el pedaleo de las máquinas o las maquinaciones de los motines, un pretexto para seguir ahondando en la desdicha desmenuzada por las palabras. Se sabe, por cierto, pero es necesario decir que no se sabe.
Certero, de una certidumbre pétrea, el Narrador expone lo que ha de ser el ámbito del relato, el episodio crucial que divide el espacio de las vidas en cirugías, mudeces sufridas desde la niñez. No hay palabras para  delimitar el freno que supone la burla a los malos sueños.
Es por eso que en la segunda parte de la novela, si novela entre manos es lo que tenemos, se pasa revista al escarnio, se repite una y otra vez lo que, oculto y demencial termina por ser la rutina obsesiva con la que se muele la desdicha. Entonces la descripción de la cárcel-osario se revela como una necesaria transgresión a lo que debiera ser, lo que debiera haber sido en caso de que la narración, la tarea del Narrador, no se hubiera emprendido nunca y hubiera quedado, como una de las piedras del pozo lleno de cal, encallecida en las gargantas, como la pesadilla de la Niña cuando soñaba que le cortaban la lengua. No se dice, eso, lo que se sabe, no se dice. El Narrador, como los locos, dice lo que no se dice. La Niña, como las almas condenadas, espera su momento para aparecer cruzando la calle, aunque ya no sea la Niña, para imponer el contragolpe de su presencia burlona.
La Niña, el Alcalde, el Tutor, la celadora y los colonos-condenados conforman un coro cambiante que de pronto se transforma en la descripción de lo correctamente posible: de quien tiene las llaves y los reglamentos puede esperarse desde compasión hasta prevención. Y por eso, aunque a la Niña no le hubieran cortado la lengua y sí le hubieran rebanado las carnes, la amenaza consistió en un clavo en la lengua y a fuerza de prohibición, los hechos fueron cambiando de forma. Pues bien, a fuerza de palabras, los  legajos, publicaciones y papeles convierten al indultado en el Viajante, instalan el incendio en el que todo se pierde y que deja el hueco sospechoso del que se arrancó en algún momento la criatura de la que todos tuvieron algo que decir.
Y entonces se accede, con esa misma palabra, al secreto de lo que no se sabe y se dice que se sabe. De lo que se sabe finalmente y que termina por ser el esqueleto sin carne de una narración-filigrana en torno a los movimientos de personajes que van diciendo, no sólo la Niña, sus pesadillas. La Costurera y el Viajante, que iniciaron el discurso, aparecen en el lugar que el parto y el incendio habían dejado vacío. La sospecha puede entonces apaciguarse. La Costurera cose una segunda piel para las manos de personajes a los que no se nombra; el Viajante lleva en su portafolios las reglas de código de Hammurabi que le han de permitir su desenvolvimiento en la vida. El horror de la cárcel, lo siniestro, lo tapiado, todo eso queda atrás.
El Narrador en la tercera parte, pierde su prestancia y va adquiriendo todos los rasgos de un viejo caprichoso que recorre el tiempo de los deseos aterradores, allá, antes de que todo se desatara. El motín estalla en la piel del carnicero que corta pero no come, en la exigencia de los colonos, en el desmayo de la celadora.
No hay salida. En realidad no hay salida para esos personajes que se han apoderado unos de los otros y que no dejan resquicio para la respiración. Una danza, una ronda, en la cual cada uno ocupa el lugar del otro hasta desangrarse, De pronto aparecen las armas y el filo de los cuchillos remeda las agujas de la costurera y la voz del Tutor cuando sostiene que ella es suya, solamente suya y la alza contra el bastión de los hombres en rebelión.
Sólo quedan ellos pero hay que preguntarse quiénes son, cómo llegaron a la aniquilación y el robo de todo lo que en el reguero de la narración esparcieron o dejaron de lado. No se puede olvidar los colores ni las llaves ni la dimensión invisible de lo que se juró guardar  como secreto y que ya no es más que dilución de todo lo concreto en el agua en la que se baña a una criatura.
Es un libro alucinante, en cuya lectura se percibe aquello que no tiene existencia real pero que se ve, se oye, se siente y hiere. Esto último, la herida, es casi como el acápite de todo lo que se ha venido leyendo hasta terminar en esa frase dictatorial y terrible: “No queda nada por hacer”. O sea, todo ha sido hecho, todo ha sido ocultado y por lo tanto puesto detrás de las palabras para que nos preguntemos qué es lo que ha sucedido, cómo, en manos de quién.
Y bien, en manos de quién hemos quedado. Cómo es posible que hayamos transitado el horror y la ironía, la palabra del color y del dolor, la seda, el hilo y el suplicio desde la óptica de un Narrador que no está ahí pero que personifica los vaivenes de una épica de doble faz. Tal vez Liliana Heer nos haya engañado. Tal vez haya sido la maga que nos dijo que nos iba a contar una historia y que de pronto se transformó en esa nube, esa niebla que nos trajo las voces de los condenados a ser lo que la costura, el bastón y el agua los obliga a ser. En ese caso, bienvenida sea. La escritura de Neón es una experiencia irreductible a cualquier comentario., Ustedes vayan y léanlo; dejen que la autora los traicione, feliz traición, transiten por los párrafos y sientan en la propia piel aquello de invisible que hay detrás de toda cosa visible.

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A (las) Heer para volar
Por Alejandro Pidello

Neón es un libro para volar. También para volarse las piernas, dóciles instrumentos, de antigua data en la biosfera. Las razones para volar, son varias y cada una incluye varias subrazones, algunas de las cuales serían sub júdice, o sea sujeta a discusión.

Empiezo por esto último, o sea con una subrazón discutible: Heer o las Heer? A Heer o A las Heer. Duda. Por eso la manera de escribir el título de este comentario. El “A”, no, está claro, es del latín: ad, a, hacia, indica la dirección. Lo que también es indiscutible es que Heer es un recurso para volar. Un recurso con varios formatos, porque al presentar el recurso, ella lo presenta en varios modelos, por lo cual deberíamos retener en el título-recomendación de este comentario sobre el libro: Las Heer para volar.

Sigamos. Además, ¿por qué varias formas? Porque siempre en sus escritos hay un montón de formas y Neón no escapa a la general; el escenario está fracturado por lo menos en dos niveles. Un nivel es en la superficie, en que solo entran dos planos (para mí no hay volumen en sus imágenes, los tres planos que definen el volumen se representan en dos planos como en un cuadro, como en el dibujo de George Grosz que Liliana Heer mejor no podía haber elegido para poner en la tapa) y en los cuales siempre hay abstracción o sea se substrajeron, se borraron cosas. Porque como diría Kandinsky1 “no es cuestión de que el artista entre en contradicción con cierta forma externa (casual, por lo tanto), sino de que necesite o prescinda de esa forma tal y como existe naturalmente”.
El otro nivel, a una indefinida profundidad, que sólo se intuye, tiene como objetivo también quebrar, pero tipo Tsunami, con efectos devastadores a nivel de la superficie. Esta fractura profunda, creo, quiere quebrar la experiencia conocida, pero como el pintor Magritte, sin recurrir a lo exótico. Quiebra lo conocido y lo normal, lo situacional, rompe la imagen visual cuando el lector se la está construyendo. Para esto, probablemente aprovechando la fuerza planar de las imágenes, recorta y fracciona esa fuerza con un fervor tijera. Otras veces inventa estructuras sintácticas, que para mí son oraciones bajo reglas como el ritmo, o sea versos. Entonces, una de las Heer posibles hace poesía. Algo así como ese juego de mi infancia, los campeonatos de orinar haciendo dibujos. Ella orina sobre el piso de lo conocido y normal y no perdona, dibuja distraídamente, “una cortesana con oreja de lince”, por ejemplo. En este ejercicio, con algo de lúdico por parte de ella, a semejantes pintorescos, medios o del todo, hijos de puta como son todos los personajes que aparecen en la historia (siempre con mayúsculas), el Tutor, la Costurera, el Viajante y sus variantes, el Alcaide, la Celadora, el Indultado, los hace transcurrir en la más bella selva sintáctica.

Como dice Alberto Giacometti “la figura, la materia son medios para darse cuenta de lo que veo. Lo psicológico no tiene nada que ver, el interior y el exterior es lo mismo”. “El arte es un medio para saber del mundo exterior” porque “toda presentación del mundo exterior es inútil después de la foto, la TV, etc.”.2 Ser abstracto sobre los detalles “reales”, al fin,  produce un raro efecto. Entonces, otra de las Heer posibles, escribe poesía abstracta, pero sin que su palabra debilite o pierda su sentido visual biplanar, nunca, me parece, los motivos predominantes son lo sonoro, por ejemplo. O sea, no es poesía abstracta como la entendía Edith Sitwell, la fundadora de la expresión, que para mí casi quería decir mucho ruido y pocas nueces. En Neón hay un silencio de nueces. Un silencio guardado en nueces, solo queda soportarlo.

Liliana Heer separa el contenido en muchos contenidos; da lo que miran y ven sus 10404 ojos y que escribe en 102 páginas. El Narrador lo dice casi claramente en la página 77. Su texto, el de Heer, con esta estrategia, se hace una forma “abierta”. Erich Kahler en el libro “La desintegración de las formas en el arte”3 , dice que la forma “redonda”, esa centrada en sí misma, tejida con mallas cerradas, sin fisuras, donde todo está justo, es transgredida por la forma “abierta”. En ella, o mediante ella, se pueden alcanzar efectos artísticos tan grandes como con la mejor forma “redonda”. En este proceso Liliana Heer rompe los puentes explicativos y opera en las fronteras de lo expresable, y volviendo a Kahler, “quiere conquistar lo que hasta ese momento nadie había tocado, aprisionado, revelado”.

La disimulada silueta del Narrador (también con mayúsculas), alquimista, según objetivas declaraciones sobre su estrategia como narrador, se va agradando al avanzar el relato, probablemente para explicitar, en forma relativa, algunos procedimientos. O más bien explicitar algunas dudas aclaradoras acerca de que los procedimientos-guión utilizados para desarrollar la obra, que podrían haber sido diferentes. Sus irrupciones, no obstante, no pasan de ser un graffiti tipo “no pasarán”. Los lectores, digo. Siempre parece decir en sus explicaciones: “les aclaro, el  Lector que no inventa laberintos no sirve para otra guerra”. Y yo aclaro que la figura del Lector, está inspirada en mí mismo y que nunca es mencionada en el texto, por lo cual dudo si en este comentario debe ir con mayúscula como los demás personajes o en minúscula. Creería que con minúscula, porque cuanto menor talla se oponga a una ola Tsunami más posibilidades hay de ver la que sigue.

Empecé a intentar diálogos con el Narrador al promediar el libro. El Narrador dejó todo, o casi todo, por escrito, lo que es bueno. Por las pistas especialmente. Pero para dialogar en estas condiciones solo el recurso de revisor pedestre parecía adaptado. Pedestre-pierna, caminar, volarse la pierna, también parecía una alternativa posible, si la cosa a alguno le sale mal. Por supuesto, el Narrador no iba a cometer la torpeza de aclarar sobre este punto. Finalicé el diálogo con el Narrador justo al final. Ya me sentía totalmente integrado con los juegos perspicaces del Narrador, con las imágenes biplanares, hasta con los triángulos amorosos biplanares. Ya al fin del fin, hice un comentario, aunque el calibre del mismo me sigue pareciendo muy marcado por el impacto, tipo amor, que me produjo la Costurera que dio el buen paso, jugando con bufandas y corbatas. Dije: “en dos meses, se cumplirán 110 años del descubrimiento del neón, gas noble muy capaz para conducir la electricidad y que hecho relato conduce de todo”. Muchas gracias Liliana Heer por escribir Neón.

1 Kandinsky V. Sobre lo espiritual en el arte.1ª ed.
2 Alberto Giacometti. Film noir et blanc. 52 mn. Version originale Francaise ©1963 Ina.
3 Kahler E. La desintegración de la forma en las artes. Siglo  XXI  Editores SA. México. 1969.


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