Liliana Heer





©2003
Liliana Heer

Reseñas sobre Neón

---------------------------------------------------------------
                                     Menú
---------------------------------------------------------------




Neón
Por Anahí Mallol
Revista Plebeya Nº 14
Agosto-Noviembre de 2008

---

Lo que Liliana Heer ha perfeccionado, no obstante haber manejado con maestría desde su primer libro, es un arte de la elipsis, también de la reticencia. Figuras en las que lo que se dice queda trasformado, aumentado en su potencia o reducido en su efecto, más por lo que no se dice que por lo que se dice. Esto por sí solo podría decirse de otros autores y otras poéticas. Pero hay aquí un añadido que lleva sin lugar a dudas a una estética muy personal: se trata al parecer de novelas, en las que el hilo de la trama, no se sabe bien por qué artilugio sutilísimo, permanece intacto, en la medida en que algo se cuenta y en que eso que se cuenta hace que el texto se lea queriendo saber qué pasa, qué más, qué más, a dónde conduce. Textos con personajes y tramas, entonces, que nos remiten a la novela, pero con una expectativa apenas colmada por ese lado: algunos datos, algunas descripciones, acciones contadas o sugeridas, todo más por superposición de imágenes que por desarrollo.
Una estética como videoclip, no por banal, sino todo lo contrario: del corte, del fundido, del cambio de velocidades, se extrae toda la potencia. De golpe el narrador nos acerca un detalle como con un zoom; al rato recorre grandes espacios y tiempos en travelling. Y siempre ahí, minando lo narrativo, o tal vez condensándolo, lo teatral: los diálogos no son las piezas menos poéticas de Heer: las frases se suceden como en los sueños, no es que no tengan relación unas con otras, pero a esa relación hay que buscarla, no está dada. Un poco al modo del teatro del absurdo. También dispone con cuidado las situaciones o escenas con sus apuntes: él mira enfrente a través de la cortina, ella está reclinada cosiendo; él está detrás de su escritorio, ella delante mira con tozudez pero sin llorar, y así.
La prosa está trabajada entonces por medio de tachaduras, que la llevan a veces a rozar la agramaticalidad: una sintaxis nueva para decir lo que no puede ser dicho, no por sublime, sino más vale porque no hay modo plausible de decirlo, o porque decirlo sería banalizarlo: el encanto del mundo Heer radica en la creación de ese espacio intermedio en que los personajes se mueven (también nosotros con ellos) llevando a cabo sus acciones inexplicables. En el otro extremo de Dostoievski, no hay psicologización posible, y lo que queda es la brutalidad: “le hacía a la hija lo mismo que le había hecho a la madre”. No hay victimización, no hay dictamen ni juicio moral: el hecho, el hecho bruto, con sus artificios. Esa distancia, que permite que convivan una voz seria y otra humorística, que permite el juego de una lectura distanciada de la compasión o del sublime trágico en las historias que se cuentan, coloca a Heer en cierta zona de vanguardia. No se la cree, ni siquiera cree en el poder absoluto del Narrador, y la delicadeza con que opera con sus elementos remiten a la imagen de un laboratorio donde se fabricaran perfumes especiales, o tal vez explosivos. Un arte, también de la combinatoria, geométrico (explora aquí la figura del triángulo).
Sin por qué ni para qué el movimiento no es tampoco ciego: un deseo que apunta hacia un lado, unos celos, un intento de lograr aquello que se desea, algo que se repite. Este movimiento es el movimiento mismo del texto, que se mueve según ello y lo lleva a explorar el corte de la frase en versos, tanto como la forma prosística, en lo que, desde el punto de vista compositivo, podría incluso describirse como variaciones sobre un tema o núcleo: “ella cose el himen de la novia de los presos”. Y entre todo eso, una pasión despunta clara: la de contar. Siempre hay personajes que cuentan, que inventan historias (y en este sentido parece ser que para Heer Las mil y una noches es el libro de los libros): contar para ser amado, contar para conjurar la muerte, contar para escuchar la propia voz o para ensayar voces ajenas. No es un pasatiempo: es una actividad vital. Es la fantasía del lenguaje: el mejor don humano. El lenguaje es la posibilidad de mentir, ha dicho Lacan. El lenguaje es la posibilidad de inventar historias, y también, en el espacio que abre para la figuración y la semblanza, ese espacio que es una pura apariencia que apenas vela los vacíos para develarlos mejor, el mayor instrumento de seducción, porque a fuerza de ironía transforma la tragedia en farsa y viceversa: ruedan los soportes y lo que queda es la pura elocuencia del cuerpo, de la voz, que dice, llama, huye, repite.


---