Liliana Heer





©2003
Liliana Heer

Reseñas sobre Neón

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He(e)rejías
A propósito de Neón de Liliana Heer
Por Adrián Ferrero

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Al igual que la de Borges (con quien tan poco tiene que ver, excepto un refinamiento de muy distinto cuño), la obra de Liliana Heer tiende a la condensación, a la precisión, a la exactitud, a las formas breves, por más que haya escrito así tituladas o subtituladas novelas. Me explicaré. Su escritura coquetea con un principio más centrípeto que centrífugo, atiende más al peso de las palabras, a la índole tersa pero feroz de su combinatoria, a la sintaxis provocadora de incertidumbre, no de una trama cabal. Las tramas, las formas bajo la forma de historias son el estadio más tradicional, convencional y su estructura es antiquísima. Es natural entonces, que figuras que inauguran varios escritores franceses pero que se prolonga hacia James Joyce, Macedonio Fernández, Santiago Dabove, Clarice Lispector, Diamela Eltit, Ricardo Piglia, Héctor Libertella o nuestras Tununa Mercado y Reina Roffé, se hayan rebelado contra su tiranía anticuada y se hayan lanzado hacia una herejía antiburguesa que pretende caminar nuevos senderos, dar saltos, en definitiva, una suerte de progresión o retroceso hacia pre-formas o post-formas que adopta la forma de una destrucción cuando no de una ruina. La protoforma narrativa no necesariamente significa un destino y, menos aún, un destino positivo. Más bien pareciera ser un destino crónico, el primero y más cómo que se presenta a los narradores.

Pero volvamos a Liliana Heer. Musical y rítmicamente articulada, como la partitura o el poema, la prosa de Heer supone el haiku, la sudden fiction, el aforismo exento de didactismos o cándidas moralejas, el despliegue de un saber que se ha acentuado con los años en un despojamiento creciente, para apelar a una paradoja o, con más exactitud, al oxímoron.

Sólidamente configurada, coherente con un programa que no persigue la previsibilidad de un plan sino la lógica no lineal de un proyecto, dispuesta a someterse a revisión, a interrumpirse en meditación, a recluirse en aras de una intensidad que no está dispuesta a declinar (donde se destaca más nítidamente qué es lo que se evita que lo que se persigue, porque de hecho se lo ignora hasta no haberlo escrito), los libros de Heer explotan, como minas, a medida que son leídos (es de suponer que también al ser escritos o reescritos) y afloran al mundo cuidadosamente terminados, esto es, cuando su razón de ser ha sido claramente delimitada y justificada. Frente a prolíficas (o peor aún prolíficos) novelistas que editan libros al ritmo febril de sus períodos menstruales (esa velocidad mensual o trimestral es sospechosa, porque más que un ritmo deliberado deja entrever un ritmo natural o, peor aún, naturalizado, lo que lo congela en tic en un oficio artificial como hay pocos: la escritura) Liliana Heer es lenta, parsimoniosa, respetuosa de sus lectores y de los escritores que la precedieran, esto es, de su ovulación. Todo lector inteligente debería agradecerlo, agradecer ese gesto, esa conducta. El socorrido símil del parto como génesis poética es obvio, también roza la cursilería, pero me lo permito porque entiendo que precisamente Liliana elige escribir y publicar sus libros como una madre madura elegiría concebir, procrear a su prole. Me refiero a esos períodos de fertilidad deliberadamente elegidos o que providencialmente nos asaltan y sería imperdonable desatender. La idea es clara: la literatura no debería ser una forma bastarda del lucro, sino algo más sencillo y más complejo a la vez. Un oficio, un trabajo de orfebre que, como el filósofo inmortalizado por el soneto borgeano, pulía sus cristales mientras escribía sus tratados. De Liliana podríamos decir lo contrario: que pule sus libros mientras trabaja en otras zonas de la experiencia, quizás en muchos frentes simultáneamente: trabaja en el sentido amplio en que hablamos del trabajo del sueño o, por qué no decirlo, del trabajo del texto, pero también lo hace en saberes del cuerpo, de otras artes, sin duda la sapiencia del amor y del odio, como cualquier mortal.

Advierto en Neón, como lo advertí en otros libros de Liliana, una tendencia a organizar el discurso narrativo según una secuencia visual que sólo una arbitrariedad obvia identificaría con la poemática. La excede. Ello la acerca a poéticas que, como la de Marguerite Duras o Andrés Rivera, no desatienden ni el espacio ni el tiempo a la hora de prever la lectura que otros harán de sus textos: silencios, blancos, verticales y horizontales. Desde Apollinaire, que nos desburró, sabemos que todo significa en la página, hasta su numeración, y ahora los especialistas llaman a eso paratexto u organización paratextual.

En la sintaxis literaria de Liliana, la sensibilidad del sonido se despliega con la del sentido, cadenas fónicas y gráficas urden una costura para trazar formas compositivas inteligibles o ininteligibles (dualidad difícilmente tolerable para un lector impaciente o convencional) donde, entrelazadas, sonoridad y significación perturbadoramente acechan y hacen desertar a un lector aleccionado por útiles estantes y secciones de librería plagados de certezas y tipos textuales, cuando no por rígidos manuales o libros de autoayuda con listas y consejas. Como quien se ufana interiormente de haberse marchado borracho de su fiesta a un amigo de un amigo borracho, en curda, celebramos la huida de esos lectores que no harían sino provocar malentendidos.
Entonces: la mezcla, esa crispada y crujiente caja de Pandora que Liliana pone a funcionar como nadie, con un saber que se evidencia como logro o conquista luego de años de lecturas, diálogos, coloquios, escrituras, reescrituras y, sobre todo, miradas y silencios, se articulan y desarticulan para confluir en este libro, que es algo y no es nada. Quiero decir: no es comparable a referentes excepto a experimentos que me parece un sobrio clasicismo que Liliana se mantiene lejos de emular y, menos aún, de aludir y sin embargo es fiel es infiel a ellos.

Ante todo la obra de Liliana Heer está despojada de didactismos fáciles, eso me parece algo claro, distinto. No obstante, también es cierto que de modo cifrado, Liliana nos zambulle en un magma en el cual “lo literario”, “lo estético”, por llamarlo de alguna manera, se cuece o se define, se otorga como don o se elabora como hechizo, conjuro o artesanía. Si Roberto Arlt lo logra con una audacia y una crudeza propia de quien “des-elabora”, “des-aprende” formas cultas, un poco ignorándolas, un poco yendo a contrapelo de ellas, Liliana Heer, a quien no podríamos adjetivar de iletrada sino más bien todo lo contrario, de alguien versada en saberes múltiples, solapa. Liliana encubre sus saberes como quien sabe un secreto y sabe que revelarlo lo volvería menos valioso, lo corrompería. Como una hembra que se inclina ante su comensal para que entrevea sus pechos sin ropa interior y eso, ah, eso definitivamente sella lo que acontecerá esa noche.

La conflictividad psíquica, social, institucional de nuestro país en particular y de América Latina en general, al igual que la precariedad institucional que amenaza a las víctimas y a los sectores de mayor vulnerabilidad bajo la forma de la impunidad, del atropello, de la subestimación y del maltrato, qué duda cabe, están presentes en cada línea de este libro, sin afán denunciatorio, sino como aire de los tiempos. Como quien habla de un peplo en un libro (una epopeya) y es obvio que transcurre en el siglo V antes de Cristo. Los estupros, la violencia de género, las violaciones, los abusos a menores, pero también las formas de encierro que encubren lo que Foucault llamó el disciplinamiento social de índole claramente represiva, atento sin embargo más a reproducir esas historias como un cine que proyecta la misma programación fatal toda una temporada, que a radicalmente cambiarlas o, en todo caso, encauzarlas hacia zonas de la reparación social que resolutivamente alberguen o atenúen el daño o el trauma alojados, en especial, en esos cuerpos. Porque se trata de violencia simbólica, pero ante todo física y, en especial, ligada al deseo perverso de adultos hacia menores que, una vez corrompidos, no pueden sino seguir esos mismos pasos, inevitablemente, prisioneros ya no de una jaula o una celda sino de su propia configuración o su desobjetivación. Se trata de un problema de absoluta actualidad tal como lo revelan las estadísticas y las noticias diariamente expuestas tanto por medios como por expertos, por supuesto sin prescindir del aire folletinesco y gótico con el que los multimedios lucran a sus expensas y lucen con su exclusivo morbo la cuota de ficción que los espectadores, en vez de consumir en libros o cine, consumen a raudales en sus televisores o radios.

La palabra “Celadora” es ambigua. Por un lado, remite al lexema “celos”: un tercero involucrado en una historia de dos. También al “celo” con que alguien cuida algo, donde por cierto también hay otros ausentes y presentes, temidos o amados, hay “otro”. Elijo, por fin, la última acepción emanada de este significante y, a decir verdad, la más acertada para mi lectura de la novela: “Celadora” remite al “celo” de las hembras (mi inclinación por esta última acepción se fundamenta en las ruinas de una trama que debe ser reconstruida o restaurada, papel reservado a los lectores de Liliana, que no nos da nada en bandeja). Las mayúsculas no hacen más que recalcar una función social, un rol y no un nombre propio, deliberadamente esquivo, que se guarda como un secreto, acentuando el rasgo funcional que los individuos ocupamos en una constelación, en un sistema, donde nuestra subjetividad queda supeditada a un guión fijo.

Entre un viajante y un preso no sólo median el don de la locomoción o la maldición del encierro, el de la mudanza y la cavilación pesimista, el de la ley y el delito, también las convivencias forzadas, la violencia y el mundo de machos que las celdas convierten en espacios de socialización que engendran toda la polución psíquica que supone la ausencia de mujeres, o quizás no, la de una nueva forma de conquista y de combate de paradigmas hegemónicos contra otros emergentes cuya batalla hace rato se libra, pero en el que las cárceles (y esto me parece no ha sido debidamente señalado) compulsivamente denigran e impiden se despliegue en toda su potencialidad y diversidad, dado que no siempre las mujeres pueden comerciar con hombres, ni mantener vínculos más o menos prolongados con sus hombres. Ya sabemos que el encierro apesta. Liliana, por su experiencia como psicoanalista, conoce a fondo de todo esto, y también de que las formas y las figuras del encierro y de la libertad no sólo se urden detrás de rejas ni de espacios: cárceles, hospicios, hospitales. No obstante, la perturbadora desnudez de la Celadora, produce esa mezcla de euforia entrañable, conmovedora y procacidad masculina ante la escena de una mujer insólita en un ámbito en el cual son la excepción.

Prosa musical, por no decir lírica (lugar común que ya, por iteración, no quiere decir nada) Neón rutila una y otra vez ya no sólo con sonidos, sino con colores: el de la sangre de la parturienta, el de un menstruo, el de un cadáver.
¿Qué es Neón? ¿Un brillo, una pátina, un objeto, como Frankestein humano pero artificial, que se enciende de noche, cuando las caminatas de los flâneurs incitan a asistir a espectáculos o bien a protagonizarlos, a experimentar transacciones donde se da algo para recibir algo a cambio? Una vez más, la protagonista es la noche. Pero no la noche aludida por falta de exposición de luz solar. Es el lado siniestro (uncanny) de la existencia, aquello que confinamos a la inexistencia, a la invisiblidad porque es, precisamente lo temido, lo fantasmático, lo siniestro, como dice Freud, según algunas traducciones.

Pienso que Neón, pienso en Neón, y lo pienso ahora, ese titilar, en ese encenderse y apagarse de toda marquesina, tiene un poco del bombeo del corazón, de entrar y salir de la cópula, de la vida y la muerte que somos todos y  cada uno de nosotros, de la pasión y la repulsión de los amantes, del deseo y  el rechazo o el repudio, de la atracción y su inhibición. De algo que va y viene, chispa, lámpara, Eros y Tánatos. Algo (lo que sea: emoción, vida, hálito) existe, se infla, y más luego deja de hacerlo, se interrumpe transitoria o definitivamente.

Saludamos este nuevo texto de Liliana Heer como lo que es, lo que viene a confirmar de su vigencia y su consolidado oficio: algo que nos invita o nos repele porque nos inquieta, que nos seduce y nos aleja, como el neón, en una duplicidad histérica que jamás, sin embargo, nos mantiene indiferentes.


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