©2003 |
Mía
Has thou know I Fashioned thee, El niño abre una cueva en el cuerpo de la madre. “Resbalaré y lo haré caer por un barranco de tres metros. Respira aún. No llores. No tengo leche.” "Dales Yahvé, ¿Qué les darás? ¡Dales seno que aborte y pechos secos!" Oseas, 9:14 El personaje infisionado en el interior, impenetrable por el exterior es, como todos los átomos, una ilusión. Marx y Freud sostenían que “Todos éramos miembros de un cuerpo”. Si todos somos miembros de un cuerpo, entonces en ese cuerpo único no hay macho ni hembra ni madre ni hijo. Una vez más, Ana Arzoumanian sitúa el conflicto en el espacio prístino. Cuerpo erógeno y cuerpo político confluyen en un decir poético, original por su estado de excepción. Mía está producida con un lenguaje que opera desde adentro y desde fuera del lenguaje, apunta simbólicamente a un estadío de la vida inmanente. El hijo sol héroe y la noche madre dragón pierden sus máscaras, se travisten, vagan entre luces y tinieblas. Los universos de ambos personajes convergen, discrepan, parodian con tintes críticos, lúcidos, no sólo dramáticos sino también trágicos, aquello que se espera del amor filial. Lacan concluye Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis con este epígrafe que introduce el capítulo XX: “Yo te amo, La dystychia, el mal encuentro, es uno de los temas centrales de Mía. La pulsión con sus dientes de metal desgarra, cava fosas, suspende el devenir, muestra ese núcleo irreductible en el que la belleza no sólo es veladura sino amenaza, anticipo. El orden del caos reina con fulgor granate. El más acá de la amabilidad, la muerte del lugar común, del obligatorio sí porque sí y no porque no, imperan. En tanto espejismo especular, esta novela denuncia lo que en el amor hay de engaño, privilegia aquello que llama al ocultamiento, opera sobre el hambre, el hambre de mutilar. De ese horror se defiende la protagonista cuando pregunta: Mía enfrenta a dos seres unidos por un imperativo lógicamente imposible: hacer coexistir la vida entre términos dispares, hacer coexistir aquello que sólo existe fuera de relación. En estado de trance, la voz del hijo en Mía pide, pide que le cuenten, que vuelvan a contarle, quiere estar en los lunares del traje de Carmen la cigarrera, en el furor, la danza y la risa, quiere perderse en el laberinto, en la espiral del palacio de las entrañas, busca el diente de leche y el anhelo de los minúsculos movimientos cotidianos, los roces: Leer es un vicio afiebrante, metastásico, polimorfo, una operación que implica riesgos, abre esclusas, privilegia escenas, transforma en propios los textos ajenos, inscribe en el mapa de los sentidos una secuencia siempre distinta y a la vez sobredeterminada por anteriores recorridos ficcionales y reales. Mientras leía esta novela experimenté la resonancia de varios textos: Los verbos auxiliares del corazón de Peter Esterházy (relato de la muerte de la madre contada por el hijo y relato de la muerte del hijo contado por su progenitora), Mi madre de Bataille ("Provienes del terror que sentía cuando iba desnuda por los bosques, desnuda como los animales y gozaba temblando. Gozaba durante horas, repantigada en la podredumbre de las hojas: naciste de ese goce"), La Muerte de Gardel de Lobo Antunez (el ritmo, la respiración heroinómana). Para concluir, voy a evocar un poema de Mario Trejo, se llama El combate verbal: El combate, en la escritura de Mía, es cicatriz sobreviviente en el papel, secreto difícil de pronunciar, huella, asfixia, coágulo, inundación, tesoro, tropismo. Texto publicado en La Pecera Nº 8, Revista de Cultura, Mar del Plata, primavera 2004 y en el site Tinta animal de Carina Maguregui. |