Liliana Heer

Narradores

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Liliana Heer

 

 

 

Vivir la noche  
Por Liliana Heer
Sobre la novela Besar a la muerta, Horacio González. COLIHUE, 2014


El título Besar a la muerta tiene el rumor de una acción interminable, una orden vestida de infinitivo  se repite, vuelve a repetirse. El universal besar no es besé ni beso ni besaré ni besaría, besar es un continuo. Una sola noche se inscribe con letras de fuego. Relato en la intensidad, en ese juego que va haciendo vibrar cualquier armonía. Hay que tener temple para rozar lo inconfesable con la risa menor del suspenso; curiosidad transmitida en la obertura menardiana que mueve los labios del narrador a enunciar la publicación del manuscrito de un desconocido. Obviamente no se trata de Marta Riquelme, pero cuando Borges y Martínez Estrada vuelven a aparecer en el capítulo 15 en el mismo párrafo, la siempre fresca lucidez de Horacio González para pensar los hechos entre líneas, por detrás de alternativas viciadas, nos permite leer la complejidad de algunos malentendidos históricos envainados, es decir, actuales. La vaina, además de objeto protector, es una de las numerosas palabras en las que se detiene el protagonista. Al Padre Poggi le subyuga buscar la raíz etimológica, los sinónimos, distintas vertientes, todo tipo de asociación que expanda el arco iris del sentido: una orgía de pensamientos orientada hacia umbrales más y menos sacros. Dotado de una memoria octogonal, Poggi conduce la conversación, no sin matices por parte de sus invitados -Santiesteban y Rupestre, compañeros del Seminario en la juventud-. 
Esperando a Rupestre, es el estado de los ex frailes al inicio, oportunidad que les permite discurrir acerca de la célebre carta que el padre Hernán Benítez le enviara a una de las hermanas de Evita. “Bésela en la frente, como si fuera parte de la liturgia”, remarca el Poggi evocando al confesor susurrándole a Perón. Oído, boca, frente, liturgia. A la orden cumplida le siguen las instrucciones del presidente, las normas, los dictados así como le seguirán el réquiem y el velatorio de la multitud  huérfana. Las formas de lo sagrado orientadas al uso político y su envés. El escenario, la despedida, los homenajes, los ritos, la inmediatez de una procesión interminable.
Mientras tanto, burlando las bisagras de lo sucesivo, en ritmo semisimultáneo, participamos de las peripecias del profesor Rupestre por la ciudad, su linaje intelectual, la clase que dictará el día de la reunión sobre el nominalismo en Max Weber. Somos testigos de sus monólogos, puentes de acceso a fenómenos contemporáneos como la desocupación, los saqueos, la intemperie. Último en llegar, el profesor trae las marcas del afuera, siluetas del futuro, anécdotas y decires que exponen el fulgor de las membranas sociales a semejanza de las carnes dispuestas al ceremonial.
Hay en la novela otras cartas fundamentales a la travesía del peronismo y su legado, los olvidos, las internas, los intentos salvadores. Alrededor de un asado tres hombres conversan, difieren, discuten, callan, habitan los límites del tiempo. El antes y el después expandidos en la voz de cada uno marca el ahora, intervalo que por momentos está desposeído de duración, no así para los vecinos. Esa noche sólo es una noche más, pretenden dormir y el entusiasmo de los amigos despierta la acechante violencia delatora.
El exceso quiere sed sin sed según Bataille, afirmación que me atrevería a situar junto a la búsqueda de respuestas enunciadas en Besar a la muerta, especialmente en la frase: “El mundo está en estado de álibi”.