Liliana Heer

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Liliana Heer

Presentaciones de Pretexto Mozart

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Biblioteca Francisco López Merino
La Plata, 15 de octubre de 2004

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Por Anahí Mallol

Mozart puede ser un pretexto tan válido o tan inválido como cualquiera para iniciar una serie de recorridos. Pero Mozart no es, de todos modos y al parecer, cualquier pretexto. No se trata sólo de que Mozart lleve implícito, como una marca casi, un significado de pertenencia a un determinado nivel cultural. No es la cosa alemana tampoco exactamente, más vale al contrario.

Cuando se dice Mozart, Mozart es, o parece ser, y no sólo para Liliana Heer, puesto que es también el pretexto explícito de un hermosísimo libro de Philippe Sollers1, un movilizador de la pasión. Hablar de Mozart como refractador de las pasiones. Y hablar entonces de don Giovanni.
No porque don Giovanni haya sido catalogada entre las cinco mejores óperas de todos los tiempos2. Sino porque don Giovanni no deja, más de dos siglos después, de sorprendernos, de conmovernos.

En primer lugar, diría yo, porque el de don Giovanni es un equilibrio inestable. Una inestabilidad como principio artístico que es también una indecibilidad. Son pares los que Mozart plantea, los que plantea Liliana Heer, y son pares que actúan todo el tiempo como polos magnéticos. Se atraen, se repelen, ponen en movimiento otros elementos entre ellos, ponen a actuar fuerzas, invitan a participar devenires, transformaciones, pequeños temblores, y una modificación mínima de uno de los elementos del campo afecta a todos los demás elementos y sus relaciones. “Las líneas de fuerza del campo magnético tienen sentido antihorario. Cuando un conductor se mueve de forma que las atraviesa, el campo actúa sobre los electrones libres creando una diferencia de potencial”, dice Heer en la página 47, en que parece hablar de los delicados movimientos del sentido, de las sensaciones y de los movimientos de los personajes en el transcurso de la novela.

Hacer de la inestabilidad una música, un texto, una poética. Esta parece ser la consigna Mozart que Heer retoma y expande, desde el subtítulo de la Opera, dramma giocoso, y que no deja de reverberar hacia todos sus elementos: personajes, tonos, sentidos. Drama jocoso, pone Mozart. Y entre estos dos polos magnéticos la ópera avanza, la novela avanza, magnífica, porque entre ellos avanza la música, porque entre ellos avanza, parece decir Liliana Heer, la vida.

Hay momentos trágicos en las vidas de las personas, dramáticos per se o porque se han convertido en instancias ritualizadas: el nacimiento de una niña y su muerte; el debut en el teatro de un joven; la huida de los amantes; el momento en que esos mismos amantes son vistos por el marido de la infiel, hermano del amante; la pérdida de la virginidad en la camilla de un consultorio y en brazos de un hombre más grande que el propio padre; el regreso al pueblo natal; el momento de conocer a la otra amante de su amante; el descubrimiento del triángulo amoroso, etc.

Y sin embargo en cada momento, por una economía exacta de la palabra, una economía que evita concientemente los sonidos estridentes, las disonancias, sin adjetivos de más, Heer da cuenta de las situaciones, personajes, sucesos, tensando el lenguaje por el lado de la resta (elipsis, salto temático de un párrafo al siguiente, incluso de una frase a la siguiente, reticencia, etc.). Entonces las situaciones son, a la vez que dotadas de su dimensión trágica, desdramatizadas: sin gestos ampulosos, sin largos parlamentos, sin sentimentalismos, sin afectación, casi desnudas, reducidas a su mínimo (mínimo narrativo, mínimo lingüístico, mínima intervención del narrador) las escenas se perciben con la fuerza de las fotografías y con su misma belleza plástica.

Porque Liliana Heer construye su poética (no sólo aquí: ya lo había hecho en Ángeles de vidrio, Frescos de amor y Repetir la cacería, entre otros) como una poética de la intensidad: crear, con un mínimo de elementos, un máximo de sensación y de sentido. Por eso se entrelazan en su escritura diversos géneros literarios y no literarios, por eso se cruzan diversas artes: la fuerza plástica de las escenas, el detalle de vestuario y mobiliario que recuerda al teatro y a la ópera, la intercalación de pequeños intermezzos teóricos que alternan con unidades narrativas que son a la vez alternancias de historias diferentes o paralelas, alusiones al contexto socio-político de la época en que se sitúa la narración.

Pero sobre todo, lo que se destaca y que hace a su particular estilo, que es una particular manera de concebir un mundo y unos personajes y una vida, es el recurso a elementos propios de la poesía y de la música: una atención minuciosa a los tonos y colores de las voces (en los distintos discursos que se contestan o simplemente se intercalan y crean una especie de polifonía que en realidad apunta a un modo de lectura propio de la poesía). Entonces: novela que quiere ser leída como un poema, que quiere ser escuchada como una ópera. Lo que quiere decir: texto que trabaja sobre un principio de continuidad en la discontinuidad, de hilado de lo tenue y gaseoso sobre lo espeso y sólido, en elaborados contrapuntos de repetición, variación y diferencia.

Los saltos temáticos, sintácticos, léxicos, conceptuales, de una palabra o sintagma o párrafo a otro actúan como condensadores potentes de sentidos diversos que se abren en distintas direcciones, como aperturas de la enciclopedia, de ese saber cultural que acompaña, con sus cargas históricas, sociales, axiológicas, al saber del diccionario. Y lejos de funcionar como ardides de una imaginería casual, obligan a un trabajo de hilado en la lectura, a una hermeneusis detallada que logre recobrar esos tres hilos que han estado siempre unidos: la sensación, el pensamiento y la afección, de una escena mínima a la otra, de un ritmo al siguiente, de un pedazo de historia a otro muy distante, de un giro coloquial a una reflexión filosófica (que bordea muchas veces la paradoja), de una metáfora o imagen cromática compleja a una descripción escueta y aparentemente “realista”.  Y digo aparentemente porque no escapa a la complejidad de esta imagen-concepto una invitación a sus trompe l’oeil.

“Nada es mejor de lejos, pero tampoco de cerca”, dice una joven poeta, Marina Mariasch. Liliana Heer lo sabe muy bien, por supuesto, pero también sabe que en ese recorrido que aproxima, aleja, merodea, entre personajes, sentimientos, mínimas historias, está todo el placer y el dolor de la vida, está todo el goce del recorrido, que es siempre un recorrido inesperado. Por eso hace saltar por los aires la vulgaridad y los estereotipos del melodrama en todas las situaciones para descubrir cuánto de goce hay en cada situación, en cada sucesión de palabras, en cada figura, por ejemplo en los celos como figura de las relaciones amorosas, en el triángulo como otra figura insoslayable de las relaciones amorosas. Triángulo jovencita-novio-amante, triángulo hermanos-amante, triángulo hermanos-madre, triángulo pacientes-médicos-sacerdote, triángulo hombre-mujer honrada-prostituta, triángulo patrón-obrero-capataz, etcétera.

Para descubrirnos, en cada caso, la transitividad pura de las pasiones: el amor, el odio, los celos, pero sobre todo: el deseo. Porque es el deseo, desde el inicio y en definitiva, entre la circulación y la resistencia, el hilo conductor, la energía fundante, entrópica, del campo magnético. Ese deseo donde se entrelazan realidad, fantasía, imaginación, ese deseo donde fracasan todas las peticiones de principio tanto como un sucio realismo miserable, el que hace a una joven travestirse de muchacho para ir al encuentro de la amante prostituta de su amante, ese deseo el que hace que el novio pueda consumar el acto sexual con su novia después de saber que ha sido desflorada por otro hombre. Y dibujan la línea borrosa en que los límites entre los cuerpos, entre los dictados sociales, entre los estereotipos, entre las palabras, se muestran en toda su confusión, confusión que es una potencia vívida: lo que hace que la vida sea diferente de la muerte: “Los tropismos son movimientos subterráneos donde se originan el humor, la intuición, los actos leves” p. 85.
Es ese mismo borde, visto no como abismo trágico sino como elemento insoslayable de la vida, en que los héroes de cualquier historia se reencuentran con su propio ridículo, y el epos o lo trágico se une con la comedia: al borde de la pérdida, el quiebre, la fisura, o al menos el flou, de la imagen narcisista, al borde también de lo real en estado bruto, surge una zona, la única posible, donde prospera la vida. Drama jocoso, sutil contrapunto entre los extremos de lo trágico y de lo cómico, el estilo de Liliana Heer nos hace experimentar ese aleteo o breve temblor de la inseguridad en el que las vallas de las certezas, los muros construidos para tolerar y sostener esta ficción que llamamos nuestra vida, ceden por un momento para abrirnos a lo que en realidad estuvo siempre funcionando por debajo, más acá, bien acá, como algo previo, como lo pre al texto de cada vida: la pasión.

1 Sollers, Philippe. Misterioso Mozart. Buenos Aires, Fondo de cultura económica, 2002.
2 Barraud, Henry. Las cinco grandes óperas. Madrid, Taurus, 1991.

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Por José Luis De Diego

Solía decir un viejo profesor que el título de una novela es el mejor modo de empezar a leerla, algo que resulta una obviedad, pero que, bien visto, no lo es tanto. En esta novela, el título es una clave de lectura. El diccionario nos informa que “pretexto” es una “razón fingida que se alega para ocultar el motivo verdadero”, pero “pretexto” es también sinónimo de “borrador”, de algo previo, anterior al texto, un boceto que será el texto, si se lo escribe. Me interesa combinar ambas definiciones y pensar que este borrador o boceto es una “razón fingida”, es decir, ficcional, para ocultar “el motivo verdadero”. ¿Se trata de un borrador nominado, acaso provisoriamente, “Mozart”? ¿y por qué Mozart? Un título, entonces, que moviliza más interrogantes que certezas.

Quienes han leído textos de Liliana saben que la experiencia de lectura nunca es demasiado sencilla; es un tipo de novela, como decía un crítico, “para no leer en la playa”. Pero supongamos que uno es un lector acostumbrado a las novelas arriesgadas, a las novelas que cifran su lengua, que no generan una expectativa teleológica para “saber cómo termina”. Aun así, se trata de una novela original y extraña. ¿En qué radica su originalidad? Voy a tratar de explicarlo. Como es bien sabido, el género novela multiplica sus especies: histórica, policial, gótica, etc. Pero más allá de estas especies, o de la especie de que se trate, se podría afirmar que los formatos más consolidados en la tradición crítica son dos: un crítico (Roland Barthes) los llamó “texto legible” y “texto escribible”; otro (Jean Ricardou) dijo que hay novelas que crean “una ilusión naturalista” y otras que crean “una ilusión literal”, de donde habría novelas miméticas y novelas textuales, novelas de la representación y otras de la antirrepresentación, novelas de la reproducción y novelas de la producción. Si bien estas categorías se presentan a menudo casi como “universales de la representación simbólica”, lo cierto es que en la mayoría de los casos estos formatos se identifican históricamente: la primera serie -mimética, naturalista, reproductiva, representativa- se asocia con la novela del siglo XIX; la segunda -textual, antirrepresentativa, productiva- con la del XX. Probablemente, las excepciones se multiplicarían al infinito, pero se trata de dominantes dentro de los sistemas particulares de esos momentos históricos. La primera funda un verosímil que podríamos llamar de garantía externa: la novela se valora más en cuanto podamos leer allí “la vida misma”; la segunda, de garantía interna: en un gesto fuertemente autonómico, la novela no cesa de decirnos “yo no soy la vida; yo soy un texto, yo soy lenguaje”. Pues bien, la originalidad de Pretexto Mozart, diría que su mayor riesgo, es que no asume pasivamente ninguno de los dos formatos, o, lo que es lo mismo, asume los dos. Porque es una novela representativa en la que en poco más de cien páginas circulan no menos de veinte personajes, que obliga a los lectores a munirse de esos esquemitas con flechas que expliciten las múltiples y complejas relaciones entre ellos. Porque se nos cuentan, alternativamente, historias con irrupciones incidentales de otras historias; incluso de lo que la vieja retórica llamaba historias enmarcadas (algunas de ellas “abismadas”, según el término difundido por Gide). Sin embargo, ninguna de estas historias está completa, en el sentido de una secuencia que se abre, se desarrolla y se cierra, como si se cumpliera acabadamente con el principio de “indeterminación” que Umberto Eco postuló en el ’62 para el arte moderno. Así como hablamos de los dos sentidos corrientes del término “pretexto”, quisiera detenerme en los dos sentidos corrientes del término “fuga”. “Huir en mis novelas es el resorte de varios personajes”, dice la narradora de Repetir la cacería, la ahora penúltima novela de Liliana, y esa constante se repite en ésta. Huir como Carolina hacia los Balcanes, huir como Teresa hacia la ciudad, huir hacia el “Santo Grial” como Ezequiel, huir como la vieja Kluger hacia la locura. Aquí tenemos, en una novela, como dijimos, arriesgada, un tópico absolutamente clásico: la fuerza centrífuga y expulsiva de un pueblo de provincia, la tensión entre lo urbano y lo rural. Pero, en un nivel estructural, comienza a jugar, y con mucha intensidad, el otro sentido del término “fuga”, sentido sobredeterminado por las connotaciones musicales que, desde el título mismo, se instalan en la novela. En efecto, la novela tiene estructura de fuga, esa particular estructura contrapuntística en la que lo que está por terminar acá se retoma allá con otro instrumento y en otra altura de la escala. Así consolida Pretexto Mozart su carácter de novela representativa: de este modo inacabado, indicativo, fragmentario y abundante en omisiones, la novela representa.

Pero también, decíamos, se trata de una novela antirrepresentativa, que, si se me permite la metáfora lúdica, apuesta todas sus fichas al lenguaje. Y aquí el riesgo es aún mayor, porque es un lenguaje exigente, hipercodificado, elusivo, que obliga a menudo a la relectura. Escaso en adjetivación, de oraciones cortas, paratáctico. Una de las virtudes evidentes de este lenguaje -y su mayor originalidad- radica en que no cede a los múltiples tics de una literatura que se supone vanguardista. Voy a dar un ejemplo ya que, en su ausencia, resulta muy significativo. Liliana es psicoanalista, y tanto en la literatura como en la crítica literaria, el psicoanálisis ha instalado numerosos de estos tics. Uno de ellos es la fascinación por la “paronomasia”, es decir, poner en relación de sentido términos parecidos en el nivel del significante; así, les fascina jugar, por ejemplo, con “pasado” y “asado”, como si algo tuviera que ver la infancia con las mollejas. Otro tic es la fragmentación de palabras mediante paréntesis y el agregado de prefijos que refieren a significados diferentes, laterales o aun opuestos; en nuestro ejemplo, encerrar entre paréntesis la “p” de “pasado”, o agregar el prefijo “per” entre paréntesis a la palabra “versiones”, como si a Borges se le hubiera ocurrido titular su célebre relato “Tres (per)versiones de Judas”. Pues bien, ninguno de estos tics está presente en la novela. Aunque el adjetivo es casi un lugar común de las reseñas, aquí cabe decir que su escritura es rigurosa, con un rigor obstinado por encontrar le mot juste y por no dejarse tentar por la caída en ninguno de los dos formatos referidos: ni en las trampas de un lenguaje transparente que ceda a la representación mimética, ni en los tics de un vanguardia pedante y autosuficiente que oscurece innecesariamente el proceso referencial.

Decíamos también que es una novela hipercodificada, que abunda en referencias intertextuales hacia la literatura, la música, las artes plásticas. Sabemos que en los textos de Liliana el procedimiento no es nuevo. En Repetir la cacería se toma un clásico moderno, El extranjero, de Camus, y a su protagonista, Mersault, en un constante diálogo intertextual en el cual no sólo las secuencias dedicadas a Mersault iluminan la novela, sino que desde la misma novela se rescribe lo que en Camus falta. Por ejemplo, poner en boca de Mersault unas “últimas palabras” tomadas de Arlt que son, además, el epígrafe de un texto de Piglia. Por ejemplo, suponer a Mersault en la cárcel leyendo una noticia en el periódico que será el argumento de la más reconocida obra teatral de Camus, El malentendido. La hipercodificación parece cumplir acabadamente con el objetivo fijado por la narradora: “Quitar esperanza al lector”, como si en la portada de las novelas de Liliana debiera colgarse el archicitado cartel que engalanaba la entrada del infierno de la Commedia. En nuestra novela, es sabido que los polacos son escasos de vocales y acumulan consonantes impronunciables; ya ni me acuerdo cómo se escribe el apellido de los hermanos polacos, el cura y el capataz, pero sí es evidente que el apellido es homófono de Balzac; la protagonista, por su parte, tiene un apellido célebre: Belén Gautier; el médico Ezequiel vive en el “Santo Grial” y los locos producen “La vidriera de Caín”; el padre de Belén es crítico musical y compara al Fausto de Goethe con el Don Giovanni de Mozart. Y no me quiero imaginar cuántas referencias intertextuales no advertí y quedarán para un lector mejor entrenado.
Pretextos y fugas, representación y escritura, codificaciones varias. Quizás sea el tema de la corporalidad el otro tópico fundante de la poética que sostiene la novela. La novela se inicia con la aparente certeza de que una enfermedad ha desaparecido del pulmón de su protagonista, la joven Belén Gautier. Desde allí, los cuerpos se sostienen en lo que podría denominar una vacilación intensa, como si las ambiguas relaciones entre los personajes no terminaran de justificar nunca una unión gozosa de los cuerpos: ni entre Belén y su novio, ni entre Teresa y su amante clandestino, ni entre Ezequiel y la experimentada prostituta. Eros, entonces, da lugar a Tánatos: los cuerpos sufrientes de la vieja Kluger y su hija arrebatada por el río, de las deformidades de la giganta, de la amenaza latente de la mácula en el pulmón y el hacha del jardinero, de la madre, omnipresente en su anterior novela, y ausente en la presencia de un padre -Gautier- y un amante -Ezequiel-, ambos viudos.


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