Liliana Heer

Textos

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©2003
Liliana Heer

Diamonds
Por Liliana Heer



En mi última novela, una actriz rubia, gorda y vencida, canta en sus noches de insomnio Maybe the Sun. Repite esa canción para entretener a Wilson como si Wilson fuese un ángel y no pensara en oprimir su garganta hasta hacerla callar.
La actriz es una protagonista menor; sus huellas están reducidas a una canción que deja caer versos como flores bajo la nieve. Puro montaje, la acción atraviesa el argumento con alambre de púas.
¿Cómo contar que la actriz era el alma de un conjunto de jazz y Maybe the sun el cebo que Wilson mascaba cuando no se dirigía a él más que en inglés? Teatro, manotazos, tropezones, promoción de finales orgásmicos. Extras al bajar el telón.
Solos como relámpagos en medio de la farándula, ¿qué no podía sucederles con la primera persona del plural?
Hubieran estado más cómodos viviendo en hoteles igual que los otros músicos, pero alquilaron un desván al que volvían para quitarse el ruido del espectáculo.

Wilson no tardó en sentir las agujas del pudor ante el engaño: todos los músicos (menos él) sabían que la gorda repetía canciones en varias lenguas sin dominar ninguna. Cuando la escucharon cantar en inglés, alemán y danés en el teatro del puerto, nadie creyó que el objetivo de la actriz fuera engrupir a alguien. Pasaba de una lengua a otra buscando sonidos y los sonidos salían revestidos del suero mercurial que el uso de consonantes transfiere a las vocales.
Wilson hubiera deseado una mujer nacida en otras tierras; allí donde las manos y los cuerpos se estremecen al toquetearse.
-¿Y tu corazón?
-Tan opaco como el alma –respondía ella.

Por las noches, como quien emerge sin aliento del agua, la actriz tenía sobresaltos. Cubierta por una bata azul extendía los brazos y con timbre de musgo cantaba.

Walking on the edge
Of the sunlit quayside
Deliverance.

Some days
Quiver in fragility
Threaten

Maybe the sun
Roar and tumult
Witnessed but
Not suffered in the flesh

Walking on the edge
Of the sunlit quayside
Deliverance

These are the danger days
Outside the pattern
Near the last cadence

You know the attraction
Of watching   
Maybe the sun

La cantante extendía los brazos como si fuera a volar. Un solo impulso le resultaba entrañable: hacer a Wilson feliz. Te abrazo como a un bebé, te amo, abro la valija repleta de rosas, cubro con pétalos el cuarto y luego empieza el sueño de alcohol y barbitúricos, me desvanezco, las palabras no están y el miedo te lleva a meterme en el agua. Todo al revés empieza de nuevo. Así lo contarás por la mañana. Estás seguro de convencerme que se cura la vida. Siento entrar las gotas por la ventanilla de un tren. El viaje es largo, hay bruma, los acordes de tu guitarra eléctrica anuncian las estaciones. Escucho decir que no te gusta viajar, ya has visto los lugares donde nunca has estado, sólo la falta de imaginación puede llevar a alguien a otro sitio. Convocás mi prudencia, exigís que estemos listos para la hora del show. Nos haremos oír, tengo un repertorio de blues infinito. Muchos envidian mis escalas subterráneas, siempre es más bajo el tono que alcanzo.

La actriz ladeaba la cara para prender un cigarrillo tras otro sin ser vista. Eso creía. Creía ser invisible. Uno, cuatro, dieciséis, sin cuenta. Texturas de negro, alquitrán espeso, la garganta helada: toser, sacudirse, tiritar. Morir en los ventisqueros. El aire, la ropa, los dedos, el guiño alveolado de las máscaras: un paisaje jeroglífico del agotamiento.

La gorda pensaba en Wilson guardián y rápidamente, bebiendo cócteles, asesinaba su tentación de ser protegida. Lo había descubierto una noche espiando por el ojo de la cerradura. El ojo del otro lado: un metrónomo.
-¿Quién te ve ahora, Wilson? -canturreaba la actriz, revoloteando por el desván hasta marearlo.

Ella no podía estar sola de noche y aunque Wilson hubiese tenido el carácter de un sacerdote el pan del deseo levaba su estómago. Un acróbata haciendo piruetas recorría la malla escarlata de la gorda. En vano. La cantante rubia y vencida, vaciada de todo sentimiento, sin pupila ni mirada ni respiración yacía a lo largo de una tina. Las piernas al aire, el torso sumergido como si empollara diamantes. Aunque por la noche le dijera: te abrazo como a un bebé, te amo, cubro con pétalos el cuarto, Wilson sabía que los acordes de su guitarra le importaban menos que ese maldito tren que la llevaba de un extremo al otro del continente.

Con una seguridad de sonámbulo, Wilson extrajo de la valija algunos pétalos de rosa. Tenía la ternura de un confidente mientras los esparcía sobre la cabellera de la rubia.
Ella vació su copa y tanteó el cenicero donde había aplastado un cigarrillo. Roto en dos. El extremo todavía encendido, vuelto a aspirar y apagado contra el muslo izquierdo.
-Voy a tomar una foto del puente por donde cruzan las cuerdas vocales –dijo girando los ojos hacia Wilson.
 
-Poco importa que ingresen los amantes en algún tipo de futuro - cantaba la actriz mientras Wilson metía la guitarra eléctrica en su funda.

Después de haber dicho que tomaría una foto del puente por donde cruzan las cuerdas vocales, la rubia había dejado de hablar. Sólo cantaba. Y si bien Wilson supo que la letra de las canciones le estaba referida, optó por guardar silencio. Lo hizo en segunda instancia, cuando se dio cuenta de que la intención de ella era transferir la intimidad al escenario.

Sin emoción
Larga es la noche
para quien no puede dormir
Tambalea bajo el sol
Un ojo desnudo
Y un ojo
Ciego de aliento a alcohol
Carne mojada bajo las uñas
Oh Dios.
Larga es la noche
Para quien no puede partir

Ella jugaba con las palabras. Percutía letras, trasvasaba líquidos.
(El sonido de un recipiente vacío tiene la acústica de la música de cámara. La resonancia varía según el peso, sigue la misma ley que el agua al caer.) Perlas. Gotas. Ironía dolorosa: cuervos incitando a la demencia, lluvia contra los ventanales de un tren que ha partido.

Fue inútil que Wilson la llamara; una ronda de muñecas de papel centelleaba bajo el agua. Ofelia repetía arpegios, quebrados hasta enloquecer.

Texto publicado en la revista Confluencia, Fall 2003, volumen 19,
número 1 y en la revista La Curva, número 1, septiembre de 2003.