Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

Presentaciones de Frescos de amor

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Centro Cultural de España
Buenos Aires, 1995

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La novela de Liliana Heer
Por Tununa Mercado

Había terminado de leer el libro de Liliana Heer el sábado por la noche. Sé por experiencia que no tengo los recursos para asir súbitamente, en un rapto, una impresión instantánea de lectura. Los instantes, en efecto, existieron, pero los misterios que podrían enhebrar un rosario y desprender sus revelaciones en una "letanía" tan lenta como productiva todavía eran embriones solitarios. El libro tiene que descansar en mí, y yo en él, de esa fulgurante batalla amorosa en la que ambos nos hemos entrelazado durante horas, tal vez días, confundiéndonos después de cada encuentro en el intercambio, borradas las fronteras entre quien lee y quien ha escrito o escribe. Tengo ciertos conjuros para esa preñez o pregnancia que tiene que llegar a término, y justamente esa noche estaba llena de señales: una luna llena descomunal, en sus primeras horas de fulgor, descargando por lo tanto sobre los mortales su mayor blancura y, como es sabido, su mayor locura, pues sólo los líricos candorosos se dejan inundar por sus rayos. Había que cubrirse, cerrar las cortinas, dejar que lo que había leído pudiera incubar sin zozobras, en una especie de aletargamiento promisorio. Demasiada confianza. Imprevisible resultado. El primer conjuro, apartarse de la luna, todavía sonaba a magia de pueblo, a superstición infantil. Pero así se vive, en busca de la iluminación que lleva a la palabra y de ahí a la letra y de ahí a la lectura de ese escrito y, por si esto fuera poco, a la lectura en voz alta frente a un público que seguramente prefiere que no le lean sino que improvisen frente a él un juego malabar.
A salvo de la luna, quise soñar los frescos. Ese fue mi segundo conjuro. Otras veces me ha sucedido: el sueño me da la clave en torno de la cual toda la lectura se organiza, como si mi persona dependiera de una complejísima economía cuyos reservorios acumulan para mañana, para el día después de la luna llena. Pero nada dieron los sueños y más bien se plegaron a una noción que había ido tomando forma en estos días con la lectura, pero a cuyas insinuaciones me resistía. Ya diré cuál era esa idea.
El tercer conjuro, en la mañana del domingo, ha sido el que ahora transcurre, el de la escritura misma, en la que ahora trato de discernir unos efectos. La noche habrá hecho cicatrices de esas heridas, las marcas podrán ahora rozarse levemente con los dedos, para leer en ellas yo como una ciega al escribir, porque este libro no se lee con evidencias sino con videncias, y no se ha escrito sabiendo sino en un transporte mediúmnico de esos que recogen voces y silencios y los dejan ser sonido y cuyo orden musical nunca está regido por escalas previsibles sino en clave fantasmal.
La noción o idea que los sueños no habían borrado era que Frescos de Amor (Seix Barral-1995) tenía uno de esos comienzos propiamente de fundación, de los que suelen recordarse en la historia de la literatura. Hasta ahí todo iba bien, pues el efecto que habían tenido en mí esas primeras páginas ya me estaban condicionando a una lectura morosa y calificada, de blanco en blanco de la línea con entradas y salidas múltiples como suelen ser las que cubren los requisitos de frontera, y a una comprensión de algo que estaba sucediendo en el interior de ese texto que, al mismo tiempo que me dejaba fuera, me atraía. Cuando eso sucede con un texto la tendencia es buscar un asidero. Y lo encontré: sólo un comienzo anteriormente había adquirido para mí con plenos derechos el de ser "fundacional" en la literatura, y era el comienzo del primer libro de "Archivos del Norte" de Yourcenar, esas páginas en las que ella relata su propio nacimiento, el propio dar a luz y muerte simultáneos dé su madre, un solo acto en el que nacer, al mismo tiempo que ilumina, apaga para siempre. Y así se me aparecía ese otro nacimiento atisbado por Federica, el de su hermano emergiendo con vida de la muerte. Dije que me resistí a esa imagen literaria retrotraída porque en cierto modo, cuando apenas había entrado en los Frescos, ya estaba buscando una tierra firme, defendiéndome detrás de una "coraza" consagrada.
Félix, uno de los personajes, le atribuye a Federica un don "mezcla de azar y mandato, que no respondía al esquema neurológico que acumula, conserva y escupe, sino a otro tipo de mandato surgido en el corazón mismo de la voluntad: una orden opaca, persistente e implacable orientada hacia la ruptura de cualquier convención rítmica". Esa misma orden rige la poética de este libro, abonada por otro fragmento que le pedimos prestado a la misma Federica: "La música debe ser autónoma, un cuerpo extraño en relación a la imagen, algo así como una partícula de polvo en el ojo. No está para acompañar ni mostrar ni sugerir. Se trata de evitar cualquier correspondencia que la reduzca a una imitación". El desafío parece imposible, pero, sin embargo, en todo momento, como si estuviera provista de un órgano todavía sin nombre ni nomenclatura en la retórica literaria, esta escritura de Liliana se va aislando por descarte, desterrando por rabia, segregándose por diferencia, con un sistema de producción que alienta en la razón pero desfallece en el delirio. Cicatrices, rastros, costuras: el amor, como la escritura, son excavaciones, rastreos desesperados, el desierto parece consumirlos pero rebrota su savia. "Sólo después -dice Federica- mucho después que las cicatrices de Dubois me surcaran empecé a buscar los rastros de tu cuerpo en el mío. Al comienzo, sin escaso placer pude olvidar tu nombre, luego debí cavar en lo profundo de la montaña; cavé piedras volcánicas sabiendo lo inútil de pretender encontrar en las vísceras del animal un órgano ajeno al itinerario de la especie." ¿Será ese órgano diferente, ajeno a cualquier itinerario trazado de antemano, el que en este texto compone y descompone la sintaxis, el que busca en zig zag y se sumerge en las áreas de sombra, el dispositivo que mira a través de lentes intercambiables; el órgano, en suma, que juega con la escritura como la cámara juega con la luz?
Pienso en el collage de Vanina Muraro Heer, que une Leonardo a Kandinsky en la portada del libro. En el fresco del amor -muerte y vida en el origen, fusión clásica, dialéctica de la pasión-, las figuras descansan sobre estallidos de color. Los fragmentos son el fondo. Las figuras clásicas -incesto, poder, Dios- parecieran erigirse en el texto de Liliana como esculturas cinceladas, preservadas en el espacio. Es el fondo el que bulle, como una comparsa felliniana, como una murga que ciñera con sus danzas y sonidos los cuerpos de la tragedia en un tiempo fuera del tiempo.
La pintura al fresco se hace con agua y pigmento sobre yeso húmedo. Los trazos tienen que ser rápidos y certeros porque el color fragua al mismo tiempo que el yeso. Es la sed del muro lo que el artista aprovecha para dejar su inscripción. Mientras la sed dure la marca resplandece. Si el deseo y la saciedad se plasman en un nuevo deseo, señal de que el fresco va a durar. Cuando en la mira de Ross, el filmaker, aparece el blanco, "como una esponja se impregna no sólo del anhelo de alcanzar el blanco sino de todos los medios de lograrlo". Alcanzar el blanco, me parece, es haber trascendido la instancia de la mera inscripción en una superficie absorbente, es haber ido más lejos, hasta un confín donde la literatura ha perdido sus certezas porque la escritura la está obligando a mirar siempre más allá, a corroer su materia, a desbastar su geología; para llegar a. ese blanco los "Frescos de amor" han de haberse dejado atravesar por el color, y las imágenes deben haberse agotado por sucesivas impregnaciones. En esos trayectos, paradójicamente más de Kandinsky que de las cúpulas el Vaticano, el ritmo es disruptivo y violento, asintáctico y desgarrado, como si sólo con quebranto y dolor pudiera llegar a la transparencia y al resplandor e la obra de arte: la que será alguna vez clásica y antigua por la fuerza de su perduración y de su modernidad.

Texto publicado en Diario La Capital, Mar del Plata, noviembre 1995

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Slides de Frescos de Amor, pequeñas viñetas
Por Silvia Hopenhayn

Nina Simone canta: “No hay amor que sea feliz porque siempre es demasiado tarde el tiempo que insume aprender algo de la vida. Ya no es posible amar porque habría que soportar el peso de la verdad”. Con Felix, mismo nombre de uno de los personajes de Frescos de Amor y de uno de los protagonistas de El Bosque de la noche de Djiuna Barnes, que descubrió que su amor no era en verdad una elección, era como si el peso de toda su vida se hubiera acumulado para precipitarse.
La monotonía puede ser una fórmula póstuma de la felicidad, pero me inclino por el sosiego, la caricia puede ayudar a reclinarse. Federica, resonancia ampliada de Fedra, toca el piano con los ojos abiertos. Al revés que Charly Parker, tocaría aquello que por largo tiempo oiría a lo largo de su vida. Su pequeño hermano Javier no sospecha que la vacilación siempre recibe un castigo y él estaba en puntas de pie cuando su hermana tocaba el piano. Federica no debía girar para sentir temblar a Javier a sus espaldas, prefirió hacerlo y verlo gritar. Frescos de Amor.

Federica a Javier: 
“Recuerdo las primeras caricias, temblabas de asombro sin entender la reversión del dolor. Inadmisible el éxtasis que sobrevendría: brillante y rojo, una palpitación, la alegría del sosiego.”
Bueno, vestido de militar (el padre) y de rojo, evidentemente hay reflejos inmediatos.
“Oír que mi madre murió cuando nací fue más real que verla morir”, dice Federica. Escucharla morir en otros, en el general, que es Orlac, que es su padre. Y si su padre no la vio morir, y si Federica escuchó una muerte que sólo sucedió en el relato, Javier nunca se hubiera ido, pero tampoco hubiera nacido. Anner, la madre, murió porque nació Javier. Federica dice: “Ya no puedo concebir mi vida sin su muerte”. La muerte certifica el desprendimiento de por vida. No hay azar después de la muerte.

Sol también desenvolvió a su madre como si fuera un regalo que consiste en una caja vacía. Sol es un personaje hermoso en la novela, tiene humor y no busca lo imprevisible sino que tiene salidas inesperadas. “Aprendí de mi madre, de lo que mi madre nunca se atrevió a ser.” Aprender de lo que la madre no fue y ser el vacío de otra hija.

La enfermedad es un estado de envidia, por estar vivo o por estar muerto:
Enfermo la palabra no incita, disiente. Federica en la cama se pregunta si es mejor preguntar o sentir celos. Sentir celos es una pregunta atascada, los celos es creer y no querer saber. La verdad es saber y no querer creer. Federica sabe que “Hay un abismo irónico entre lo que sé y aquello que me incita  a recortar”. Saber y estar, como el vaso de agua por la mitad que está entre lo que queda y lo que falta. Recordar es ese estado flotante donde uno puede saber que no está más o sentir que ya estuvo.

El estado de las cosas:
El blanco y negro de Wim Wenders, tiñe los frescos de Liliana Heer, un  grupo de filmmakers se apodera del amor.

El capricho de ser imprevisible:
Lisa y Sol, dos personajes que distinguen la diferencia, que juegan a la diferencia y se esconden del anonimato, sobresalen por debajo. Saben  que una película es la fijación de lo transitorio. Mitigar el tiempo con ficción, un ideal de movimiento. Están en la película de Ross, Federica anticipa el juego con una pregunta, y acá va un texto complejo, de Liliana Heer, pero luminoso: “Qué hacen aquellos que al igual que yo viven fuera del tiempo, guiados por tópicos anónimos, los que nunca llegan a dejarse penetrar y se asemejan a baladas, de asimilación estimativa, con matices que se escapan al rigor. Será la acción un instrumento capaz de desprender los signos de origen o es la acción una maquinaria que desplaza la inercia e imperceptiblemente reproduce el desamparo”.

-Dios es montaje -dice Ross.
-Pobre insensato -exclama Luc- ¿adónde nos lleva?

Y los niños regresan de su cruzada, abyectos:
“Odio la infancia (le escribe Federica a Javier). Es el error ignorado, la ingenuidad, el asombro, la imposición, esa dependencia sin límites que se abre al mundo con una falsa estupidez teñida torpemente de gracia”.
No distinguir entre instinto e imitación. Abofetear la cara de la madre

Sueños:
Nerval: “El sueño es una segunda vida”.
Federica sueña con Liliana Heer que vive una segunda vida, la de la literatura; sueña con ser Jenny Colon y Liliana con ser Aurelia. Dos mujeres que pertenecen al mismo hombre, una recordada y otra contada. El recuerdo es la primera vida del sueño. “Antes temía  por tu vida Javier, ahora sueño que te matan.”
Nerval y Trakl se suicidaron. Trakl amó a su hermana, la amó de verdad y murió a los veintisiete años. Nerval amó hasta tocar Oriente con las manos y sentir que esa ausencia de límites que constituye la nada se parece a la falta de límites que puede tener un cuerpo de mujer que bordea la ausencia.

El libro de los proyectos mortales:
Derretir es una forma de liquidar, por algo las estrellas mueren de a poco y luminosamente, es como la lluvia italiana enferma de Eros.

Dubois le pide a Federica que sea su mujer.
Es demasiado conocida.
Federica prefiere la obsesión a la obstinación.
Dubois insiste.
No es lo mismo.

La mentira infame:
Shirley Mac Laine y Audry Hepburn podrían ser dos personajes de Frescos de amor (Lisa y Julia).
La mentira infame es una película protagonizada por estas dos actrices.
En la película ellas son tan jóvenes y bellas y se dejan penetrar por las mirada de los niños. Maestras y amigas, se convierten en sospechosas de ser amantes. Una  invitación en tanta transparencia es constitutiva. Shirley Mac Laine descubre que realmente ama a Audry Hepburn, y muere, se mata para matar esa amistad.
Nunca vi una mirada tan tenue y orgullosa como la de Audry Hepburn cuando se va del cementerio entre la gente que la rodea. Siluetas de la hipocresía. Su sonrisa, la de Audry Hepburn, en ese momento en que se va del cementerio mientras todos la miran sabiendo que se equivocaron en considerarlas amantes. Pero es extraño porque la gente que sabe que se equivocó, finalmente con ese equívoco produjo que ellas dos se amaran. Su sonrisa es al cine lo que la de la Gioconda es a la pintura.
En el libro de Liliana Heer, Julia mata por amor, no hay hipocresía que la mate a ella primero. Pero hay literatura que reza como Liliana Heer lo dicta: “Padre nuestro que estás en el Purgatorio, las nuevas vidas sacrificadas en un solo capítulo de Shakespeare, el ángel andrógino, desnudo pecado de vientre de trigo, la locura hereditaria, el amante burlado de los sonetos”.

Final de la proyección:
El polvo de la luz vemos.

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El ropaje maravilloso
Por Nicolás Peyceré

El libro de Liliana Heer está ahora entre la fiesta y el mercado. Antes estuvo entre el sueño y el trabajo.
El libro está entre nosotros, en esta sociedad de discursos literarios. Y es alma y ropaje que se nos ofrece.
La autora o principio de agrupación de un discurso... o principio de composición de un ropaje... usó telas, líneas de unión, pliegues, mezcló personajes de una familia, otros personajes, objetos... puso entre ellos la prosa que inquieta.
Hizo el ropaje maravilloso.
La trama es clara e integra en cada, página, pero aún así nosotros no podemos repetir esa hechura; no sabemos cómo combinó, cómo mezcló, cómo interrumpía o acentuaba.
Pero entonces, al no saber, estamos libres, para suposiciones y fantasías, para hacer reseña sobre el texto o hacer crítica.
Shoshana Felman de Yale University, escribió un libro que está en la edición de Seuil, bajo el titulo La Folie et la chose littéraire, donde sostiene esta tesis:
Como la cosa freudiana la cosa literaria es lo que resiste. Lo que resiste a la interpretación.

Así como la locura es el lugar donde la ciencia psiquiátrica no puede rendir cuenta, la cosa literaria es el lugar donde la ciencia del lenguaje no puede rendir cuenta ni por otra parte puede hacerlo la ciencia psicoanalítica.
La cosa literaria es el residuo que queda, más allá de la explicación que se logre, es un excedente.
Es una resistencia específica a la interpretación, y no cesa de crecer en proporción directa al número de esclarecimientos que se propongan.
Lo que aconsejaría a los psicoanalistas durante una supervisión: no se trata tanto de comprender como de ser afectado. Nosotros somos afectados por el libro de Liliana Heer. Yo, afectado, estoy sin embargo libre para suponer y fantasear, hacer reseña del libro, o hacer crítica
El personaje Federica es el carozo, el alma de la novela las relaciones familiares, las de hija y hermana pueblan todo el texto. Federica habla, ahonda, en las zonas casi innombrables de los sentimientos, como confesándose, y más, como apremiándose.
El hablar de Federica aunque aparece como lo escrito de cartas, es quizás un "journal", donde se confiesa débil e insuficiente frente a sus visiones.
La autora ha puesto un territorio pequeño o extenso a cada personaje, pero esos territorios son así mismo una extraterritorialidad ; extraterritorialidad descripta Y algo especificada para el padre, el general Orlac, y el texto dice, "el viejo que huele a lacre"; quien desde la agresión a la hija cada vez más retrae sus espacios Y dice el texto: "...no sólo no fue hasta la capilla, tampoco volvió a cruzar los patios, comenzó a disminuir las entrevistas, sólo oficiales, luego ni siquiera oficiales. Se justifica diciendo que no tiene nada que decir".
Extraterritorialidad tan espesa como una oscura humareda en Federica. Al final ella no puede entrar en el territorio del padre, se exilia del territorio del amante, tiene desesperación por la imposibilidad de alcanzar el territorio del hermano. Y ella escribe: "Estoy desterrada, soy protagonista de una fábula de extinción". Y luego escribe: "Se que el vacío es una cita".
Y extraterritorialidad significa un huir perpetuo ante los vacíos odiados. Y la escritura misma es una huida y ansiedad ante lo blanco de la página, que tan bien conocemos los escritores.
Pero hay un punto excitante, igual a un sitio rojo en un campo verde, igual a una intensidad naranja en un cielo azulado; un punto como de incoherencia, que altera el lumen opacatum, "el ritmo cenagoso de los personajes"; es la caja de madera que contiene los distintos capítulos sobre la vida del Nosopyllus fasciatus, insecto que parasita a su hembra. Como si paradójicamente el lugar del parásito no fuera extraterritorialidad.
La autora se llama "Ejército". Su apellido, en alemán, Heer, das Heer, quiere decir, el ejército. El libro trata de un general padre y de un ejército, y esto divertirá a más de un psicoanalista; pero yo pienso en un ejército corno en una población de cineastas, de filmakers  como se dice en la novela. o aún en la población de una ciudad, donde cada uno tiene su color Pero participa de un consenso y de un destino.
La novela tiene atmósfera intensa y extranjera. Es una disciplina exigente de atmósfera, con sus pigmentos, sus espesamientos, sus frases premisas. Por momentos más que una novela me parece estar leyendo una crónica de algo que sucedió de verdad, no ficción, de algo que sucedió en una ciudad extranjera, quizás en una ciudad francesa.
Es una novela de atmósfera y laberinto, Los lectores partidarios del sentido común quieren que los laberintos se desplieguen y transformen en una recta; quieren novelas lineales. Esto no sucede estrictamente aquí, entonces uno se pregunta, cuál es la regla, la llave, el hilo para transitar por ese laberinto. Si a una topología puedo llamarla discurso sobre las conectividades, me pregunto, cuál es la conectividad para los territorios que nos hace transitar !a novela de Liliana Heer.
La litaraturidad de la palabra nos afecta y hace acaecer algo en nuestra mente.
Pero la crítica es también un elucidar para que la obra sea más accesible. Y me doy cuenta que, tal vez, seguir con mis delirios de crítica complicaría las ideas, complicaría el elucidar cada uno ha de leer e interpelar con libertad sobre la hechura del ropaje maravilloso, sobre la hechura del alma y ropaje de la novela de Liliana Heer.

Texto publicado en la revista Espacios, UBA, 1996.

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Frescos de Amor
Por Liliana Heer

Lo interesante de este momento es que de pronto adviene, se impone. Con los libros anteriores me pasó algo semejante. Empecé con algunas palabras, y hoy junto a todos ustedes, escucho hablar sobre mi novela. Agradezco a la editorial Seix Barral, especialmente a Paula Pérez Alonso por su don de intervenir con la sensibilidad mixta de quien edita y escribe, y agradezco al I.C.I  la idea de propiciar este encuentro. Celebro que hayan venido. Celebro la inteligencia y el afecto de quienes me acompañaron en esta larga e intensa aventura. Tengo la cualidad de ser participativa, no sólo hablo sobre lo que escribo, me gusta estar convencida de la materialidad de mis personajes, creo en lo ficcional, pinté mi Estudio color lacre porque sentía que era el mejor tono para convocar a Federica Orlac. Con una lupa de vidrio esmerilado investigo, poseo una curiosidad específica, ausente en lo cotidiano. Cuando llegué al capítulo cuatro -esto, por supuesto lo supe después- los filmakers me impulsaron a viajar. Tenía la cabeza llena de mapas,  sed de puentes, mares, estaciones, otras ciudades, sí, de la familiaridad que impone la extrañeza. Eso quería atrapar. El estado de entre dos vidas, las encrucijadas, el despertar sin escenario previsto, la mutancia, el suspenso, la espera. No hay ley que rija la escritura de una novela, se conjugan al mismo tiempo lo inesperado y lo inevitable, quizá por esa razón todavía se lea. Frescos de Amor se fue abriendo como se abren los altos techos, las lunetas de los hangares para hacer lugar al vuelo. Cómo transmitirles la alegría de haber escrito una novela que me produce asombro.  En fin, llegó el día de balancear una botella de champagne contra la nave, pero antes, vamos a tener el privilegio de ver la actuación de ADA MATUS, ella ha traído de París la obra Crime Passionnel y también ha venido a cantar algunos tangos para nosotros.


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