Liliana Heer

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Liliana Heer

Presentaciones de Frescos de amor (2018)

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Centro Cultural Matta, Embajada de Chile en Argentina
Buenos Aires, 2018

Cinta Sinfin
Sobre la reedición de Frescos de amor
2018
Por Walter Romero

Frescos de amor se reedita, y con él se reinstala la posibilidad de relectura de una escritura como la de Liliana Heer que denominaré indómita, no domesticable, acaso una de las escrituras más personales de la literatura argentina, y, a su vez en su biografema, atravesada por gran parte de las letras nacionales de los últimos cincuenta años. Este texto es una reprise, y por ende, reactualiza la premisa: leer es siempre leer de nuevo.

Pero si la obra de Heer es ese continuo atrapar el deseo por la cola, con efectos escurridizos o sinuosos siempre laberínticos, nunca sometidos al gusto literario o al reclamo del marketing, Frescos de amor viene ahora a decir, más de veinte años después de su edición en Seix Barral, que al menos en mis lecturas al día de hoy de Heer, esa escritura —que se regodea en el divino devenir de la lengua en sus recovecos más anhelantes y secretos— asiste ahora al don de la trama, pero a una trama nunca entendida como hilado de intrigas sino, en este caso, tal como su título lo indica y metafóricamente señala, como el pasaje de una historia que se compone como si de un fresco se tratase, como si el “cuadro” estuviese siendo, de manera móvil construido antes de que su ensoñada materia se estanque o seque.

En ese gestus y en esta novela, pues, hay un episodio relevante de la escritura de Heer como si pudiésemos captar de qué modo su escritura pinta la superficie de la tela mientras los colores no cuajan, las figuras no se fijan, la composición no se define. Un realismo de acuarela permanente, de mutación casi líquida de los constituyentes narratológicos; sólo la voz dirige, los demás elementos se (in)estabilizan y reconfiguran: personajes, situaciones, diégesis, metáforas y, justamente, trama.

Habrá que esperar de esa gouache literaria la asunción del cine y un grupo de filmakers para que la protagonista sea capturada casi como la Lol V. Stein durasiana para que el montaje y el mundo de una cinelandia (de papel) arme y desarme ensoñaciones, secretos, pero, sobre todo, vínculos.

Este relato que llamaré eminentemente adélfico —esta es una novela de hermanos— parte de la recuperación de un grafema (la carta y la correspondencia como género nunca lineal, siempre a destiempo: hay cartas que felizmente nunca llegan, hay cartas sin destino) y de un imperativo (escribirle a Javier, el hermano) como disparadores de una hermandad que intenta recuperarse.

Si la sangre no es agua y los hermanos no se recuperan como un paraguas perdido, en un decorado contemporáneo con dejos finiseculares, guerra y nombres bien novelescos, esta novela enhebra los hilos de una historia que busca, expresamente, deshilarse sin dejar nunca la madeja. Beckettiana también, la historia tiene algo de “cinta sinfín”, en los ajustes de guión que hace a la vista el lector: casi como si Heer descreyera de que la letra es algo fijado. Heer no cree en esa superchería.

La voz es la pulsión motora que evoca y revoca (otra vez lo gráfico, lo pictórico, lo cinético). El lirismo crispa álgidos sucesos como si la poesía de Liliana saliera también al paso, en modo acuarela, a rendirse ya no a los magmas de la narración sino al perfilado de los giros más inesperados. Estas cartas o viajan o permanecen eternamente inmóviles. Y un cuarteto de especularidades arma las geometrías de amores atravesados: Anner, el general Orlac, Federica y Javier. Y luego para complejizar la figura: Celina, Dubois, Julia, Sol, Félix, Ross, Luke, personajes todos de nombre muy literarios que suman expresas resonancias en su alentar de sombras.

La voz de Federica reclama una voluntad casi enteramente humana: la necesidad de un hermano. Pero el enigma de una hermandad posible o imposible y un incesto que sobrevuela crea una falla cognitiva que sostiene el relato y se ensaña con la ilusión de todas las paternidades, las filiaciones y las imposibles matrias: “En nombre del amor matris: genitivo subjetivo y objetivo, fuente y origen de la existencia, las madres se adhieren al engendro, idolatran la esperanza de una Mesías, frente a ese absoluto, la paternidad tiene apenas el aire de una ficción legal”.

Ni padre ni madre de su escritura, Heer se hermana fantasmáticamente a su materia y a su tarea, ni matricial ni fálica, su voz entrecortada, esa voz que se le entrecorta en su discurso real, a la escritora viva que conocemos, construye —con Borges y Cortázar y Pizarnik y Orozco y Neruda— una cofradía cuya voz se ha impuesto tartajear el lenguaje: es el único modo para poder decir.-