|
Liliana Heer
Contratapa
Prólogos
Primer acto
Ilustraciones
Epílogo
Presentación
Reseñas
<
©2003
Liliana Heer |
Prólogos
SEGUIR LOS PASOS DE
Por Noé Jitrik
Existe, por suerte, en la literatura argentina, una feliz Trinidad, a imagen
y semejanza de la otra que, como se sabe, ha ordenado la vida y los
sentimientos de millones de personas, vivas y muertas. Un Padre, Eterno
e inmutable, Macedonio Fernández, un hijo, accesible y prometedor,
Jorge Luis Borges, y un Espíritu Santo, que no se sabe muy bien qué es ni
dónde reside, al igual que el otro que sirve de modelo y de explicación.
Al hijo, o sea a Borges, se lo invoca sin cesar, tanto que nada ha costado
establecer verdaderas iglesias, cultos indiscutibles o, dicho de
otro modo, Borges “es” indiscutible; con el tercer término se es más prudente,
hay herencias, filiaciones, expresiones atenuadas y vagas, atribuciones
tentativas y arriesgadas. Pero en cuanto al Padre, o sea a
Macedonio, el enigma subsiste y se prolonga, de sus dichos no se
puede hacer otra cosa que citarlo, con la certeza de que no se llega a su
esencia, a su índole más profunda, a su estar por encima y descolocado
de un mundo que se contenta con bastante poco.
Como sucede con el otro Padre y sus profetas, que dicen ser hablados
por Él, las palabras, las frases, los pensamientos de Macedonio son
tomados como dictados por una voz precisa y disipada al mismo tiempo,
escrita desde luego, de la que emana una sabiduría tan fecunda como
la creencia misma en la literatura, despojada de sus ropajes pero que al
mismo tiempo no puede sino ser extraída, extrapolada, integrada a una
atmósfera de sugerencias que inspiran –al Espíritu Santo– y hacen que
toda escritura, ya sea Escritura o todavía no, tenga un sustento del que
las triviales lucubraciones que pretenden ser literatura y se mueven en el
comercio carecen ofensivamente.
Heer, creo, lo ha comprendido y, a partir de esa comprensión, ha maginado
un escenario análogo al de la “Estancia la Novela” de Macedonio.
Y, como lo hizo él, y siguiendo sus huellas, eligió como personajes de
un drama que tendría que tener por objeto a Macedonio, no entes
–sujetos, personas, caracteres– que provee la realidad externa o la
literatura sino la propia escritura de Macedonio mismo. ¿Qué quiere
decir esto? No que la obra se autosatisface, sino tan sólo la puesta en evidencia
de cómo procede la literatura, buscando en lo que está ya ahí.
Heer hurga en el lenguaje de Macedonio porque se trata de él y en esa
empresa pone en escena no un acontecer cualquiera sino lo que emana
de esos personajes elegidos, puros nombres con atributos mínimos.
Como si fuera escritora de otros siglos para quien tener el personaje era
la garantía misma de la narración, Heer afronta la reiteración y la
extracción de las frases de Macedonio de lo cual no resulta una narración
ni un texto como de otro siglo sino otro, especular respecto de los
de Macedonio y, por eso mismo, de ruptura, de vanguardia, como si la
literatura fuera un eterno verse en otra parte, en una ilusión de no haber
visto nada o de no encarnarse en ninguna otra parte.
La obra no transcurre, tiene la inmovilidad de las sentencias, la parálisis
afecta cualquier esbozo de acción y, sin embargo, emana del conjunto
un aura, un soplo que diría convocante, cada enunciado es un pensamiento
suelto, sin réplica ni refutación ni aquiescencia, cada frase una idea, de un
enunciado a otro, paródicamente colocados debajo del nombre de un personaje,
como si cada personaje estuviera a punto de cometer una acción
dramática que no se cumple y que desnuda, en el todo, la índole misma
de la artificialidad del teatro, con sus anuncios y sus caracteres.
La misma artificialidad que constituye el núcleo duro de la idea de
Macedonio acerca de la narración y su fantasma, el realismo, contra el
cual Macedonio peleó denodadamente, reaparece en el escenario de
Para empezar aplaudiendo, promesa que no se cumple pues el silencio
y el blanco y el tartamudeo ciegan toda posibilidad de una comunicación
inmediata. Artificialidad concreta pues, como toda literatura sin
afeites ni argucias de género, un ir a un dónde sin contorno, un divagar
tan eterno como lo que la palabra puede proporcionar. Macedonio lo
sabía. Liliana Heer también. |