Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

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Las raras
PorTununa Mercado.
Capítulo de La literatura argentina por escritores argentinos- narradores, poetas y dramaturgos
Idea y coordinación general Sylvia Iparraguirre
Ediciones Biblioteca Nacional, colección "Ensayos y Debates", Buenos Aires, 2009.

 

Cuando Sylvia Iparraguirre me propuso intervenir en este ciclo, se me ocurrió proponerle un  cuarteto de escritoras: Alicia Kozameh, Liliana Heer, Laura Klein, Elsie Vivanco y, para justificar mi elección, le dije de entrada que eran especimenes singulares dentro del panorama de la literatura argentina, que eran incluso especies fuera de panorama, es decir, de foco. Para reunir esos nombres en un título, pensé en Las raras, sin darme cuenta de que estaba citando a Rubén Darío y que esa cita me ligaba involuntariamente al gesto de un escritor que elige de manera radical un universo de pertenencia. Allí, en esa vilipendiada torre de marfil donde él formula su estética, el hervor modernista prepara las condiciones para una percepción jamás soñada, la que será inaugural en el siglo XX y cuyas derivaciones aún perduran.

En 1896 Rubén Darío cumplía su tercer año de estancia en Buenos Aires que habría de ser algo más que una estación en su vida itinerante. Una ciudad que había codiciado por la tensión intelectual que se le atribuía en el mundo y en la que iba a encontrar un espacio holgadamente propio e intensamente ajeno, condición ideal para quien quiere ser leído y escuchado. Portador de su credo personal, el modernismo, en Buenos Aires ya tiene pares y seguidores. Sólo falta que en las orillas del Plata la ola se expanda y sea borrasca sobre la ciudad, es decir, que un acontecimiento fuerte, sorprendente, irrumpa sobre la escena literaria para conmoverla. Darío asesta su golpe al buen sentido, a la normalidad naturalista de la aldea y presenta su opción, Los raros, publicado en Buenos Aires, Talleres La Vasconia, 1896. La serie de malditos que cobija Los raros se parece a una estela de seres mutantes llegados a un lugar para desordenar sus reglas. Leconte de Lisle, el Conde de Lautréamont, Villiers de l’Isle Adam, José Martí y nada menos que Poe y Verlaine tienen cómo sustentar su rareza. Han podido transferir a la forma y al estilo, es decir al lenguaje, la dimensión simbólica, horadando la superficie de la materia que se ceñía a los moldes de lo real y socavando su interior inexplorado.

No voy a circunscribir mi elección con ese tipo de disculpas que sirven para equilibrar los términos de una comparación: “salvando las distancias”. En efecto, ni mis raras son sus raros, los de Darío, ni yo esculco en la literatura argentina para elegir mis objetos con la pertinencia indiscutible que se merece, y tampoco quiero imponer una corriente literaria que cree escuela como el modernismo. Pero me complace ser la hormiga junto al elefante y acepto el desafío de presentar a mis raras con la intención de trastornar lo establecido, aquello que yo misma no estoy llamada a hacer, una destrucción libre y controlada al mismo tiempo de la escritura en la que va a eslabonarse el relato o el poema. Libre porque hasta que se convierte en una poética distintiva, lo que se ha desechado al permitir la implosión de las formas vuelve a configurarse en un segundo momento, cuando el texto ya es texto, cuando ya tiene dominio.

La extravagancia pide un precio alto en la vida y en el arte, el espacio que alberga al ser singular no es el gran teatro ni el estadio colmado de fanáticos ni más modestamente un escaparate; ni parece haber en esa decisión de no acoplarse al orden y a la regularidad un deseo de hacerse notar por la diferencia, ni tampoco una aspiración a la ejemplaridad. El raro es ejemplar escaso, pero no es ejemplo. La rareza no se obtiene por voluntad, sino por una renuncia a veces desconsolada a pertenecer a una especie o a un conjunto que sancionaría para bien o para mal su condición peculiar. Si algo se rige no obstante por la voluntad es su decisión de ser a como dé lugar, contra viento y marea, una vez que ha logrado expandir – fuera del centro - , excéntrico,  la materia de su arte sin mirar en derredor. ¿Acaso separado de la realidad? ¿Retenido en el enjambre discursivo de su propio trastorno? ¿Quién podría medir a esta altura el valor de una gravitación en el orden de lo real de una obra literaria? Más bien me parece que quienes después serán separados por alguien como yo de una clase para ver la peculiaridad de su rareza, ya se habían separado ostensiblemente de ella por el mero hecho de escribir sin necesidad de una norma y sin afán de repercusión. Y, si alguna vez se llega a medir su efecto, se advertirá que la obra insólita en algún estadio de la cultura deja de ser inaudita, no porque la absorba el sistema o la institución, sino porque habrá encontrado interlocutores y espacio para configurarse.

Hay otras razones para mi elección. Leer a estas escritoras siempre provocó en mí la impresión de que no estaba entendiendo lo que leía. Leía mal o con anteojeras. En esa progresión de la lectura que naturalmente va hacia adelante buscando una meta y reconociéndose en un trayecto, hay que retroceder y recomenzar. No hay un premio al final, el premio está en poder leer en una frecuencia de onda áspera, estriada, multívoca, y poder abstraer de esa materia el flujo poético que, creo, es lo que sostiene a la literatura. No entender es la condición del pensar, y cuando en un registro inesperado de nuestra propia escucha o comprensión, el texto se ilumina y empieza incluso a resplandecer, el raro o rara habrán logrado su cometido: quebrantar con su línea quebrada la línea a veces catatónica del saber común y del pensar impoluto. Saludable efecto que lleva también a un modo de leer fuera del presupuesto crítico. No tendría sentido para mí hablar de temas, de personas del relato, de ficción, o de otros tópicos que la crítica sabrá abordar en su terreno. Mi pretensión es señalar en nuestra orografía plana, de pampa argentina, cómo, a medida que uno toma distancia se levantan formaciones que no habíamos visto, ruidos de la lengua que no habíamos escuchado.

I
Primer emergente: un rancho de adobe. De esos que al pasar uno ve desde el camino en el medio del campo y piensa: qué lindo sería tenerlo para leer, es decir, para ir a leer allí. Está ocupado dice alguien.  Se ve una luz prendida. Es  Elsie Vivanco. En las dos líneas de su Haiku criollo:

 

“La calandria canta
en la casa del gato”

 

con humor anticipatorio, monta la escena en la que, de uno a otro de sus libros, se representará la pasión humana en sus extremos de inocencia y de crueldad, como furia de los cuerpos, más apareados que enlazados amorosamente en el goce. Se apropia de la escena, entra en ella como un yo que ejecuta y actúa, delata su presencia o la disfraza, nos confunde cambiando las personas del relato. Dibuja el escenario del drama, burila, es precisa, delimita los espacios, nunca prestigiosos sino de campo, propios de una “nueva gauchesca” que sorprendió en los ochenta;  delinea un él o una ella, los torna intercambiables, vacila  en la configuración de un género, como si quisiera complicar la partida. Prefiere narrar sin subterfugios, cantando en tiempo real de escritura el juego que acomete, permitiéndose la conjetura o la rectificación sobre la marcha. En Baile, muelle, barco, iglesia, calle, mañana, mar, bosque, casa, muerte, orden, antemuerte, una historia extendida cuyo ritmo tiene quiebres, cortes a pique en la línea, requiebros duros, los amantes se buscan.  En Baile I  (p. 7):

 

Después habrá crimen tras violencia; en esas escenas la atmósfera va generando siempre una sensación de imposible, como si la melancolía se hubiera cernido aun sobre el triunfo del sexo. Erótica dura la que termina en la muerte. Leer Antemuerte (p. 37).

Dije dibuja y, más precisamente, diré dibuja, pinta y esculpe. Voy a decir ahora: construye, verbo de acción que parece irremplazable en el terreno literario, y que en este caso tiene una pertinencia más que justa. Y para ello tengo que volver al rancho de adobe, la casa, el barco, constructos, en sabia jerga, que Elsie no ha dejado de levantar a lo largo de sus días, literalmente levantar como maestro de obras,  albañil o  astillero, en la vida y en el arte, remate éste que no será sólo metáfora. Modus vivendi o modus operandi – valgan estos latines por el latín que aprobó cuando quería estudiar letras – Elsie hace casas, vive de hacer casas que antes han sido destruidas; hace sillas, pinta cueros, pinta cuadros, lava madera hasta encontrar la veta, crea y recupera parques de flora y animales autóctonos. Termina y recomienza. Siempre hay un terreno para desbrozar, un molino, una tapera, una brecha para abrir a futuro, un plano, un instructivo, una fórmula. Esta semblanza sería sólo un retrato literario si estos oficios o artes no estuvieran tan perfectamente fusionados con la escritura, en cuya superficie se siente el buril y la lesna, un trabajo y una estética manuales. Leo al azar, sin precisar referencias: “Construir en ese plano horizontal, ir añadiendo las palabras dichas otras pero diciendo distinto por la inflexión o la cadencia entrecortada por un beso o intento de beso, o por la ruptura de la palabra, o por terminar la frase con la boca apoyada en un punto alejado dónde se empezó a decir”. (…) Un hombre con una hachuela una vez que ha ahuecado algo el tronco con varios fogones encendidos, ha ido desbastando hasta encontrar la forma de la canoa, el vacío primero y la forma después, escondidos en la madera”. 
 A veces la brecha se cierra detrás de sus pasos y la obra y su arquitecta no pueden salir del lugar ni regresar a él, y en ese espacio imposible, sin embargo, el edificio se levanta, encuentra sus columnas. Ingeniería, mecánica, disciplinas de la rigidez, paradójicamente generan metáfora de la materia inerte. El artefacto es cuerpo sexual y sexuado que se acopla en su accionar mecánico propio: “Desconsolada, que desde hace un rato buscó apoyo entre dos barrotes, ha logrado éstos se calienten a la temperatura del vertebrado. Dorso pulido el barrote de la jaula, tomando contacto con la vertebrada ha comenzado a bruñirse, se producen nuevas opciones en su masa que antigua clama por ser de este otro reino. Y, entonces, con paradigmática potencia de parahuso, gira el barrote impulsado por dos pares que, aflojándolas y tirándolas, hacen dar vueltas a la espiga de cabeza cupulada a un lado y a otro del camino bordeado de  muslos y, llegado el rozar girado, lubrícanse ambos. A la flor desconsolada giro rozado es novedad para su embocadura y así lo expresa con nueva y descontraída energía. Abrasa viva semejante fricción circular. Desconsolada casi goza.”  Leer también 56
En un poema-relato en primera persona una herencia literaria se cuestiona, Lugones, insoslayable en la buena y en la mala poesía argentina. Retrato hablado de Elsie Vivanco, allí están también sus venerados.

Lo cuento narro desde ahora
Desde entonces ¿habré aprendido a escribir? 
Poesía
En materia de poesía
no debo olvidar aquel que fue mi fracaso
poeta argentino de largo y pésimo aliento
Don Leopoldo
(no me animo, no me animo, aún,
a escribir sin respeto
su nombre,
ningún respeto
le tuve frente  al  profesor de la cátedra de literatura
El señor Doctor me está preguntando sobre
¿Era la tarde y las mieses?
¿Las mieses doradas?
¿Era la hora en que el sol la cresta dora?
Es lo mismo, da lo mismo, nada sabía ni sabré
Yo le decía, (hablaba) rapidito,
Señor Profesor
Doctor
Por favor,
Si usted quiere le hablo sobre Sartre, Joyce, Kafka, Wolf,
 anque Borges,
Pero no, por favor,
Lugones no
No sé
No quiero saber

AplazadaSeñoritaAplazada para siempre

 

Hay, sin embargo, una paleta de pintor, como suele decirse, en la que está el oro de aquel Lugones:
Mi mirada era de agua verde, de mar líquido,
no mar de sueños,
no de imágenes.

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