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Liliana Heer
Ficción
crítica
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©2003
Liliana Heer
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Ingmar Bergman
Naturaleza muerta: fotografías de un matrimonio
Por Liliana Heer
Se podrá hacer lo que se quiera pero nuestro oído lo oirá siempre en la sala, mientras nuestro ojo ve más allá de la sala lo que pasa en la pantalla…
Antonin Artaud
Filmar una maraña de afectos en acción no es sin riesgo, hace falta una superficie donde el arco iris del sentir, la gama de tonos, contrastes, fatigas, revele ese acecho incesante.
El rostro de acuerdo a numerosos cineastas es la superficie esencial, campo minado de sobresaltos capaz de expresarlo todo. Zona que traduce y amasija vivencias, exalta a la vez que anula el circuito individuo-sociedad-comunicación. Área pública e íntima, valuarte de identidad y otros supuestos. Peepshop que permite ver en ebullición la caldera congelada.
Bergman hace del rostro fuente de una concepción fantasmática; los afectos desfilan desnudos, neutros, enriquecidos de mascaradas. Primeros planos, intensas miradas a cámara en simultáneo con largos parlamentos, confesiones, diálogos dispuestos al abismo.
El artesano anónimo, modelo ético admirado por el director, ideal de artista del medioevo, en contrapunto al profesional con ansias de figurar son libras de carne que se repiten, así como los homenajes a Strindberg -no solamente a través de citas sino por la unidad espacio temporal y el número reducido de personajes- o la elección de la música: sarabandas de Bach.
¿Hasta qué punto los films destinados a televisión rompen o sostienen su estilo? Por momentos centrado en lo metafísico, religioso, onírico, por momentos inclinado hacia existencias convencionales. Un abanico que nos enfrenta a la santa libertad o a la santa cobardía del artista.
Con treinta años de diferencia, la vertiente del sentido hace visible
en Secretos de un matrimonio y Saraband un recorrido vertical y horizontal de la pareja Marianne y Johan.
Bergman inicia estos dos films denunciando la artificialidad del medio, apela al mismo recurso con distintos matices. En Secretos… la cámara encuadra a la pareja sentada en un sillón de dos cuerpos, la voz de una mujer pregunta, la voz de un hombre sugiere posiciones -más cerca, más lejos, sonrisas. Se trata de un reportaje para una revista femenina. La entrevistadora -fuera de campo- registra una versión de la historia, los lazos que unen a Marianne y Johan después de diez años de casados.
Ellos representan un modelo ideal de familia en sus diversas funciones: padres, hijos, profesionales, amigos. Ellos pudieron sostener esta imagen bajo la ilusión de ser dos en uno. Es evidente la fluidez de Johan comparada al balbuceante decir de Marianne. Puesta en escena la diferencia, el efecto de la entrevista deviene irreversible, los ecos de las preguntas se multiplican ¿quiénes somos, seremos quienes dijimos ser?
Esto se verá en la segunda secuencia: del living (primera) al comedor. Hay invitados a cenar, una pareja amiga ha leído la publicación. ¡Tan perfectos! Modelo pólvora: la mecha está encendida. Son espectadores de una pelea in crescendo: ironía, confrontaciones, infidencias, reyertas, insultos, amenazas, estallidos, llanto. La palabra divorcio resuena, la economía libidinal se cotiza en bolsa. A los esmerados acuerdos de la entrevista le suceden desafueros que los hacen bostezar en la medida que no les pertenecen. En carne propia los harán aullar. Hasta ahí.
Primado asintótico:
¿Y la relación?
¿Qué relación?
Los rizos perdieron el primor.
La estrategia de apertura en Saraband plantea una notoria complicidad con el espectador. Marianne habla a cámara, rememora, cuenta sostenida de un referente al que se le otorga carácter de verdad. Está sentada frente a un escritorio repleto de fotografías que le sirven para retomar la historia de su vida. Muestra la imagen de la antigua casona familiar en la provincia de Dalarna, comprada por Johan, ahora millonario gracias a una herencia. Marianne nos informa que hace treinta años no se ven y tiene ganas de visitarlo.
Sonata de otoño, comienza -y termina- como Saraband.
Víctor, el protagonista, habla a cámara: “A veces me detengo y contemplo a mis mujeres sin que ellas se den cuenta de mi presencia”.
Esto hace Marianne cuando visita a Johan, después de haber anunciado que lo haría. Lo ve dormir a través de un vidrio.
El despertar de Johan contiene un ligero reproche, haber sido espiado. Algunos vicios vuelven a instalarse entre ellos pero la demanda de los ex es menor, el entendimiento de ciertas reacciones aceita asperezas, cada uno sabe hasta dónde y cómo es posible convivir en algún capítulo después de décadas.
Aquel engañoso anhelo de encender mediante acuerdos verbales la pretendida eterna libido a doble firma -como las cuentas bancarias- está disuelto.
Marianne no calla el sin límite de goce que experimentó con su segundo marido -atemperada con humor la emergencia de lo absoluto. El insomne dueño de casa no reprime la desesperación, los celos, sus fracasos, tampoco el odio que le inspira su hijo -mantenido económicamente por él- ni la acidia. Semblantes erráticos en los que circula su agónico tener.
No hay vuelta atrás, ya vivieron lo que vivieron, son mayores, la pasada turbulencia se ve dirigida hacia el hijo de Johan y su nieta Karin, ambos unidos por la música y la pérdida de Anna. Una muerta, esposa, madre, nuera es La otra mujer. Presente en el discurso y en una fotografía encuadrada, Anna cumple esa función descripta por Lacan de resorte sosegado sosegante civilizador que genera encantamiento. Anna encarna ideales, la han convertido en una aseveración irrefutable, muda: sólo en un cuadro imperan los significantes amos.
¿De qué materia es la ley potente de operar, impotente de operar? El exceso de proximidad al igual que el exceso de lejanía enviran chamuscan detienen el curso del deseo, alteran su movimiento. De ahí la importancia que en el film se atribuye a la letra. Hay una carta de Anna escrita antes de morir donde le pide al esposo que no se aferre a su hija por miedo a la soledad. Se trata de una carta escondida, demorada, Karin la encuentra. Además de increpar al padre por el ocultamiento se hace destinataria del mandato. Elige su propio estilo de vida separada de los designios familiares.
Otro es el encuentro casi póstumo de Marianne con su hija, internada en un asilo para enfermos mentales. Por primera vez la madre al acariciar el rostro de su hija se siente conmovida. No es menor la sensación que confiesa haber experimentado, ella que tres décadas antes tuvo el siguiente sueño: “Teníamos que ir por un camino peligroso. Yo quería que vosotros me dieseis la mano para que nos sujetáramos. Pero no podía ser. Yo no tenía manos. Sólo tenía unos muñones al final del codo... “
La no complementariedad planteada en Secretos… se ha transferido al imposible entre padres e hijos. Encierro, distancia, arte, locura, muerte, tópicos que insisten en la filmografía bergmaneana -con más y menos carga de diatriba moralizante-, son los restos del matrimonio exhibidos en Saraband.
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