Liliana Heer

Diálogos

<


©2003
Liliana Heer

Entrevista a Germán Gárgano
Por Liliana Heer
Revista La Pecera N º 9
Mar del Plata, otoño-invierno 2005



L.H.) En tus cuadros hay un diálogo constante, una manera de hacer presente el color sin necesidad de adaptarlo a estrategias convencionales. Esa es la razón de mi interés por tu obra, me lleva a pensar en la equivalencia con los libros escritos desde la primera a la última línea. Todo fragmento parece crear tensiones, como los personajes que aun siendo menores están construidos con la ingeniería del flujo sanguíneo que pulsa al protagonista. No hay sacrificio de sectores ni defensas contra la luz, la luz se propaga, hace danzar texturas.

G.G.) Creo que sí, efectivamente un cuadro siempre en todo su recorrido debe tener la misma tensión expresiva, más allá de que haya zonas más o menos violentas, más o menos destacadas o protagónicas. No hay sirvientes en pintura, es decir nadie sacrifica lo más propio de su subjetividad en función de soluciones de compromiso con el otro, ningún sector cede un poco de su vitalidad para que pueda expresarse mejor otro sector. Es tan importante la relación existente entre la nariz y el pómulo de un rostro como la de ese rostro con el fondo. O, lo que es lo mismo por la inversa, como decía Cézanne, hay que tratar una cara como a las piedras. Hay una vieja ley académica que dice que donde no sepas qué poner, poné un gris, es decir un neutro. Bueno, se trata de que nada es neutro. Es neutro formalmente, es decir un gris efectivamente, ópticamente, puede ser el sostén de cualquier otro color, pero nunca es eso lo que nos importa en pintura. Se trata de que nuestra actitud, aún en los grises no es neutra. Las cosas funcionan o no y lo que no funciona resta, todo trazo que no lleva el latido propio empieza a ablandar la obra.

L.H.) Estoy escribiendo una novela en la que justamente se debate acerca del color. Una voz amenaza al narrador, pretende intimidarlo: “Escoger el gris de agua de lluvia, buscar un equilibrio más alto, menos tenso. Volver al corcho, al carbón de leña. Diluir, no olvidar que los colores se mezclan y del trazo al borrón hay una sola pincelada... Debería pensar que hasta el pájaro azul se ha desteñido con el tiempo”.
Es decir, volviendo a Cézanne que un cuadro esté vivo implica un tratamiento de sustracción y de exceso al mismo tiempo, ir más allá de los mandamientos, aventurarse.

G.G.) En tu libro La Tercera Mitad hay un pintor con la mano enyesada. Quizá es el mismo personaje que ahora se atreve a interpelar al Narrador. Es osado ese punto de vista. Uno sacrifica lo que atenta contra una mayor internación, es decir aquellos aspectos exteriores o conservadores en los que se puede quedar atrapado. Me extraña y me resulta chocante cuando por ejemplo alguien dice: “se necesitaría una zona de silencio”. ¿Y si no necesito silencio alguno? Quizás el ruido no fue llevado bien a fondo. Pensemos en el muralismo mexicano o en Pollock, en De Köning, en tantos otros. ¿Quién sabe por otra parte qué es lo que puede funcionar o no como silencio de antemano?  De la misma manera un color ópticamente frío puede funcionar como cálido según la relación en que se encuentre. Todo debe partir de una necesidad interior, esa es la luz que se propaga, no de leyes generales que organizan exteriormente la experiencia. De esa manera el flujo sanguíneo del que hablás mantiene su vitalidad.

L.H.) Hay una fractura y un cuestionamiento permanente en el universo mimético, lo que podríamos llamar la sobredosis del pequeño abismo. Ese vértice de vacilación entre el apetito del ojo y el placer de la mirada, tema que desarrolla extensamente Lacan en uno de sus seminarios. La mirada como objeto de deseo en el campo de lo visible, el reclamo del amante, imposible de satisfacer: “Nunca me miras allí desde donde te veo”.

G.G.) Hay una fractura, claro. Nunca se podrá llegar a la mimesis, atrapar lo inatrapable, en el caso de los que practiquen incluso una pintura, digamos, realista en extremo. Lo que llama a nuestra mirada, lo que nos mira del cuadro, es el engaño no la similitud. Si uno estuviera ante un hipotético exacto paisaje no pasaría nada de lo que pasa ante un cuadro y sí, todo de lo que pasa ante un paisaje. Esa fruta pintada que se desea morder no es la fruta en su verismo. No hay por qué suponer que no se quiera morder, y esto es lo que está elidido, lo que se esquiva, otra cosa que el cuadro mismo, al pintor incluso, en su punto de engaño para terminar de una vez con eso que nos provoca. Esta fascinación por lo “bien hecho” es todavía una posición exterior del que mira un cuadro, es una manera, en el caso de estar ante un buen cuadro, de evitar una relación más profunda, lo que moviliza. En el caso de un mal cuadro será que el cuadro mismo es una cáscara vacía, obviamente. Si estamos frente a un retrato de Rembrandt, que son una maravilla de penetración psicológica, humana, a tal punto que creo que uno está más cerca del retratado estando ante el cuadro que si estuviera frente a la persona misma, nos preguntamos qué corno es la mimesis. ¿Hacer bien qué? No es hacer bien, no es trasladar con certeza un supuesto afuera, es lograr cierta penetración. Si el cuadro es creíble no es porque concuerda con la realidad sino con la experiencia que el pintor tiene de ese cuerpo. En esos casos el oficio está asentado en tal experiencia que lo que brota de esa mano, de ese gesto, es el pintor mismo hecho pintura. No estamos ante un cuerpo a copiar sino en ese cuerpo mismo. Quizás la mimesis sea esa aunque no todo surge así nomás, son idas y venidas, borrones constantes, insatisfacciones con lo pintado ahí, en esa cara, hasta que en cierto momento se llega a un punto de encuentro y la obra digamos que cierra, aunque el proceso larvadamente queda siempre abierto y pudiera seguirse. De hecho lo sigue el espectador, convoca a su propia experiencia y si ese espectador es un pintor, va y pinta.

L.H.) O compone su propia partitura. Muy oportuna la música de Björk que estamos escuchando (Medulle). Está fuera de cualquier representación: actúa, pinta el espacio, se mueve por núcleos de saturación.

G.G.) Para que el arte no sea una charla creo que la pintura tiene que ver con la relación que uno establece con el mundo. No con representar. La representación no existe. Lo que importa es el pintor en el cuadro y no ante el cuadro, la relación que uno establece con las cosas. Uno es en el preciso momento de estar pintando  y no antes. Ese antes es el cuadro pensado, imaginado, lo que uno cree que es y cómo cree que debiera pintar. En cambio un cuadro es justamente producto de mí relación con él ¿no?, la relación que establezco y no de otra cosa. La pintura no es un vaya a saber qué “uno mismo”. No es un supuesto yo mismo traspasado al cuadro. Creo que hay que aceptar el proceso, y no verlo como un escollo. A mí al menos me importa eso, sé que hay otros a los que eso les estorba y trabajan tratando de evitar este proceso, como si hubiera un principio, la idea que tienen de las cosas, y un fin, el resultado ajustado a esa idea inicial, y el medio, esa zona gris y turbia, es considerada nefasta, un estorbo, algo que es mejor que no estuviera. Es un poco como mirar el mundo desde una ventana. Eso puede suceder cada tanto y puede ser tentador. Yo preferiría no hacerlo. A esto puede contribuir el gran peso de la tradición cuando el resultado al que han llegado los grandes maestros juega en contra si uno se queda con la cáscara de la cosa. Lo importante a mi parecer es no hacer del saber que han procurado las obras de todos los tiempos, un punto de partida.

L.H.) Ese “Preferiría no hacerlo”, que es imposible no ligarlo a Bartleby, es la fórmula de la modernidad en su valor político, bien alejada de la gestión y el tecnicismo.

G.G) Pienso si ese afán técnico, por medio de rayos X por ejemplo, no está mostrando bajo un manto de investigación científica ese afán de hurgar y develarnos el proceso, de encontrarse con el pintor mismo cuando sobre todo el pintor ha intentado con su mano maestra ocultarlo y ocultárselo él mismo. Pienso en este momento en un Ingres con su pintura tan bien acabada, que sin embargo decía: “si supieran el dolor y la sangre que hay en cada rostro”, en un Vermeer... Esas investigaciones pueden informarnos de cuándo una obra es falsa o no, de cuántas veladuras se utilizaron para lograr determinado color carne, y sin embargo no nos sirven para pintar. En el momento crucial o se pinta o se sabe. Así aparece por ejemplo, en un cuadro de Vermeer, un personaje entrando por la puerta, suprimido. ¿Qué era del pintor en ese momento en que aún tenía ese personaje pintado?, ¿cuáles eran sus dilemas, su conflicto? ¿Cómo, no era que tenía todo claro desde un comienzo? Otros, en cambio, han dejado los rastros de lo que debiéramos denominar  internaciones, y no ya “correcciones”, funcionando lo más bien a lo largo del cuadro. Reynolds compraba obras de Gainsborough, y perplejo ante el cuadro no podía contener el impulso de raspar literalmente la pintura para ver qué había abajo, para ver lo invisible. Obviamente no se encontraba con nada que pudiera satisfacer lo que buscaba. ¿No será éste por ejemplo el caso del que tajeó el Guernica, y que luego de salir de la cárcel se hizo un reconocido marchand? Algo que se remonta ya a la célebre competencia entre Zeuxis y Parrhasius en la que Zeuxis le pide que corra la cortina, para poder ver la obra que sería superior a la suya, siendo esa cortina misma la pintura. Es significativo, y por algo los griegos son los griegos, el que nos hayan contado este cuentito poniendo como ejemplo no cualquier objeto sino uno propiamente humano, el velo, la cortina que engaña la mirada. Tanto Reynolds como Zeuxis, como todos nosotros, cuando nos acercamos y escudriñamos un cuadro, nos encontramos con nada, en definitiva con que la mirada no persigue otra cosa que la mirada. A nadie se le ocurre acercarse, al menos no con esa intención, con esa emoción, al tronco de un árbol. Esa es la fractura. La imagen, bella, sublime o siniestra, no es otra cosa que un descanso, un escalón necesario ante el abismo que indefectiblemente estamos.

L.H.) Rilke lo dice de esta manera: “De lo terrible lo bello no es más que ese grado que aún soportamos. Y si lo admiramos es porque en su calma desdeña destruirnos".
Nietzsche relaciona el concepto de belleza con el placer de existir, habla de la seducción, “la sonrisa de la naturaleza” y se interroga por el significado del ocultamiento de la miseria, para después atravesar la necesidad de negar la miseria y descifrar esa negación.  Es inolvidable su frase: “No hay una belleza natural”. Entonces, el dolor y la contradicción serían el ser verdadero, mientras que el placer y la armonía formarían parte de la apariencia, por eso la música, que está en el primer nivel de producción pertenecería a ese registro, al de la embriaguez completa.
¿Y vos, cómo intervenís tu imagen de artista? ¿Cuáles son los artificios a los que fuiste apelando a lo largo del tiempo?

G.G.) Sí, en definitiva son artificios. Uno trabaja con eso para llegar a otra cosa. En un comienzo partía casi exclusivamente de material gráfico, concretamente de fotos de diarios preferentemente, blanco y negro para que no me condicionara el color. Hoy me da lo mismo. Luego, poco a poco, recurrí a imágenes propias, de recuerdos, oníricas, escenas de películas, etc. Hoy trabajo con todo a la vez, pero siempre parto de una imagen previa, por lo que mi pintura es siempre figurativa aunque en el borde de una abstracción. Las llevo, a veces más, a veces menos, hasta su disolución, pero siempre, aún por una simple sugerencia, hay elementos figurativos o que remiten a ellos. Un cuadro puede ser todo azul pero por alguna razón, no siempre visible, evocará o sugerirá una noche, y una noche peculiar, por el trazo, por la variación del color, por lo que sea.

Este punto de partida es en mí caso laxo, ya que la forma muy acabada me aburre, no me dice nada porque ya lo dice todo. Para mí funciona así, no digo que para otros pueda ser un elemento muy productivo. Lo que sí creo que más allá de las preferencias de cada uno, algo tiene que pasar en el medio. No hay pintura sin conflicto, y ese conflicto de alguna manera, por distintos motivos y de diversas maneras, se trasmite en las buenas pinturas, sea cual sea la imagen final.

L.H.) Yo volvería a Nietzsche cuando afirma que la terrible fuerza artística tiene su análogo dolor primordial, también terrible. Castillos y castigos.

G.G.) Ahora bien, como la pintura es color, así como el dibujo está en el trazo, la línea, y no en la cáscara formal, una vez realizado cierto planteo, o directamente, si lo tengo in mente, ataco con el color cuando pinto, con la línea cuando dibujo. Lo primero es el gesto es decir el hacer, que es imprevisible. Ahí está  Matisse sorprendido de verse, en cámara lenta, titubeando en su trazo y no justamente porque esté eligiendo un trazo entre muchos. Cuando se apoya el pincel el trazo va más rápido que la mirada, la mirada es desbordada. En ese momento no se piensa, no se sabe, no se mira. No se pueden hacer las dos cosas a la vez. En el momento en que el pincel apoya la tela ya nada debe dirigirlo. El primer punto de apoyo es el estímulo del segundo, del trazo o de la mancha de color que comienza a desplegarse, y así de seguido hasta que la máquina se detiene aquí o allá. En ese momento uno toma distancia y mira. Mira lo que es capaz de respondernos, aquello con lo cual se puede retomar el diálogo.

L.H.) No sé si te acordarás del anteúltimo capítulo de Ulises de Joyce: Itaca.  Bloom y Stephen Dedalus sostienen un larguísimo diálogo narrado en tercera persona que comienza situando a los personajes en el regreso hacia la casa (de Bloom). Pienso que una de las brújulas para hacer avanzar un texto está condensada ahí, en la serie de preguntas y respuestas que multiplican los pliegues y abren la trama.
Vos decías algo similar, que en cierto momento tomás distancia y mirás preguntando y esperando una respuesta, haciendo mover los colores. Debe haber cierto orden, aunque sea arbitrario, por supuesto, en el uso del color.

G.G.) Bueno sí, claro, a ese orden se llega, no se parte, y es consecuencia del equilibrio que todo ser, en su lugar más propio, nos guste o no tiene. Lleno de contradicciones reales, que coexisten. Muchas veces tengo ya cierto color que quisiera poner pero sucede la más de las veces que surgen colores, trazos inesperados que por lo general procedo a poner sin cuestionarme. En fin, tratando de no hacerlo. La cosa no es sencilla. Siempre estamos cruzados por numerosos límites y miedos con los que uno pelea para que no nos condicionen mayormente, o para utilizarlos a favor. Sucede que más bien uno no sabe lo que hay que hacer pero sí sabe lo que no hay que hacer, como por ejemplo rellenar en función de la forma, de la forma como fin en sí mismo. La forma no es causa de nada, es consecuencia del color, en pintura.  Del trazo, en dibujo. Picasso decía: “Cuando Matisse pone 3 colores contiguos, digamos un verde, un violeta y un turquesa, su relación evoca otro color que podría denominarse el color. Es el lenguaje del color... Ello significa que el color alude a otra cosa más allá de sí mismo”.

Ese color es lo invisible de la pintura, lo que se trasmite. Por eso creo que no se trata de hacer visible lo invisible sino de sostener la invisibilidad, y sostenerla con fuerza. Nada es demostrable para el espectador ni para el mismo pintor. Así lo entendió Cézanne, que para explicar su verdad en pintura no pudo hacer otra cosa que juntar sus manos con fuerza en un puño y decir, esto es la pintura.

L.H) Recuerdo que a propósito de sus “garabatos”, Kafka decía: “Mis figuras no guardan las proporciones espaciales adecuadas. No tienen horizonte propio. La perspectiva de las formas que intento capturar está fuera del papel, en la punta opuesta y desafilada del lápiz: ¡yo mismo!”

G.G.) Claro, creo en lo convincente de una obra cuando ésta ha creado su propio sistema, su propio equilibrio, su propio espacio. Todo cuadro que perdura a través del tiempo tiene ese sello. Aún en las pinturas “lisas” donde casi no está manifiestamente presente la pincelada o el gesto del pintor, se trasmite la decisión, la convicción, la peculiar relación que atraviesa las distintas partes de la obra. El ojo, la mirada, debe entrenarse sensiblemente, viendo y pintando en el caso del pintor, o viendo en el caso de los que disfrutan de la pintura, para ser receptivos a este aspecto que es el fundamental, para distinguir allí dónde esto está presente y se le hizo caso y dónde no lo está.

L.H.) Escritor y narrador son conceptos diferentes, hay hiancias entre ellos. ¿Qué palabras usarías para hablar de esta diferencia en la plástica?

G.G.) Creo que el escritor teje con las palabras así como el pintor teje con la línea y el color, para de pronto encontrarse con alguna significación, sin la guía de un texto que precisamente se está escribiendo. Creo que la pintura y la escritura transitan la misma aventura, fuera de la representación. Lo que invita a torcer la mirada y la moviliza entiendo que excede la articulación discursiva de lo meramente narrativo. Cuando las cosas van más allá siempre por algún lado se desarticula. No me parece sin embargo que haya que descalificar la narración como algo menor, sería como decir que el renacimiento quedó entrampado en el cuadro ventana en su intento de representar  ilusoriamente la realidad fenoménica.  Ante todo, los pintores clásicos eran pintores y nunca se quedaron en simplemente representar. No eran arquitectos o geómetras de la pintura. Incluso ya ahí se estaba operando esta metamorfosis de la que la pintura poco a poco fue apropiándose. No se trata de que la pintura actual sea más subjetiva, ni llegue más a fondo con el lenguaje. Nosotros hablamos también de una pintura narrativa cuando se queda en eso, cuando me cuenta demasiado, cuando son colores y formas bien arregladas y articuladas entre sí, pero con un diálogo formal, exterior.

L.H.) ¿Estás pensando en algún autor en particular?

G.G.) No sé si viene exactamente al caso, pero estaba hojeando Viaje a los mares del sur, de Stevenson, y es un relato estupendo, uno verdaderamente se siente transportado y pareciera que me habla con una voz tan propia como la de un Faulkner, tan distinta sin embargo. Uno es más literatura, ¿va más allá que otro? No sé, me permito dudarlo, lo tendría en suspenso. Es como comparar al aduanero Rousseau con..., no sé,  pongamos Picasso. Cuando uno está frente a un cuadro de Rousseau entra de tal manera que no se me ocurre comparar. Luego, desde afuera bueno, uno puede establecer que tal tiene más incidencia que otro, revolucionó tal o cual cosa, etc. Pero lo que a mí como pintor me importa es esa capacidad que tiene una obra de transportarme a otra dimensión. Pero retomando lo anterior, la cosa es compleja, podríamos avanzar más: hay pintores que mayormente no me interesan, al menos por ahora, pongo por ejemplo a Géricault, el pintor oficial de la época de Delacroix y de Ingres, o Blanes, el uruguayo, el de la fiebre amarilla. ¿Los pondríamos como meros narradores? Es más que riesgoso.  Y hay otros, como Soldi que está bien, será un pintor, pero hasta el día de hoy veo el techo del Colón y lo menos que se puede decir es: ¡qué desperdicio, qué cosa tan endeble!!!

L.H.) Es interesante lo que decís, de pronto uno tiene preferencias y esas preferencias nos vuelven impacientes. Hay muchas formas de crear, una es la expuesta por Borges en Pierre Menard, a la que adhiero y trae aparejada la infinita maraña intertextual. Hay otra con la que desacuerdo, es la que pretende hacer literatura llenando páginas olvidables. Siento especial desconfianza hacia el olvido, hacia la necesidad de escribir o pintar como si nada hubiera ocurrido, con la pusilanimidad de un alma bella, el rapto de cabalgar sobre los hombros de otros artistas suponiendo que se está creando. 

G.G.) Claro, aunque sea igual cada uno escribe su propio Quijote. Bueno, lo de Borges va más allá que esto, pero ese es el punto al que vamos ahora. Eso pasaba casi así con Ashile Gorki. Vos podés ver el cuadro de él y el mismo de Picasso, el de él y el de Cézanne, y así con muchos. Lo criticaron mucho. Incluso hoy no es lo que se muestra de él, sino lo último que es grandioso. Ojo, era del año ’40 creo, es decir pintaba desde él, profundamente, no “intervenía” a los otros ni esas pavadas que se dicen, o hacen, ahora. No olvidemos que hay mucha cáscara en todo esto, mucho discurso palabrero. Siempre frente al cuadro, frente a la pintura, el diálogo. La historia del arte es una construcción, y quizás no pueda ser de otra manera. El cuadro, no, en su aspecto esencial. Te cuento que por ejemplo en los relatos de importantes pintores, nos encontramos con cómo hablan con total naturalidad de su profunda emoción ante ignotos pintores vistos aquí o allá, no sólo de los venerados clásicos. Y no los tratan como a ignotos sino a la par. No hay más que ir al diario de Van Gogh. A uno mismo le sucede. Las “revoluciones” no vienen dadas en la linealidad que nos proporciona la historia del arte sino desde los costados, de anónimos que pegaron muy fuerte, de la vida concreta y no de la vida literaria. Recién luego ese pintor si llega a algo superior, se lo articula con sus antecesores, en cierta sucesión. Pero todo ese costado está ignorado. Esto no es una crítica, porque no se puede de pronto estar rastreando esos costados, sencillamente porque eso está prácticamente perdido. Uno no puede saber si a Matisse le pegó tanto el blanco de su taza de café como el blanco de Rembrandt, (y aunque ni él lo supiera evidentemente lo hacía). Pero sí se puede estar atento al blanco cotidiano que le pega a uno. Es así. Hay que dar bolilla al propio costado de cada uno. En eso los alumnos nos enseñan mucho cuando producen desde ellos. A veces en determinados sectores nomás, pueden enriquecerme tanto como el más importante. Entonces los muchachos errantes que le impactaban a Miguel Ángel y buscaba como modelos son tan importantes como los imponentes cuerpos de la Sixtina. Las cosas están más cerca de lo que parece y no en los ideales. Hacer esta especie de microfísica en nuestra experiencia diaria, no olvidar esto, me parece importante. Aunque se diga lo contrario y se proclame la diversidad, esta época sigue apoyada en el ideal.  Supuestamente cuestionado, en realidad se filtró al ideal del pequeño narcisismo, que sabemos que es despiadado: cualquier trivialidad, la hice yo, me divierte, se le pone un poco de oficio, y listo. Ahora no es la historia ideal, es el yo ideal. Para desembarazarse de los grandes discursos y creer que se está más en cada uno. Puede tener algo positivo pero seguimos en el huevo, no hay fractura. Y lo positivo entonces se diluye. Otra vez el burro a la noria. El asunto es el costado, ¿no?, es lo que no sé de mí. No hay recepción, no se escucha esto, entonces se habla para el regodeo propio y ajeno. Lo digo rápidamente, claro. Ayer veo que Satchis, el coleccionista inglés, después de una década de exponer cadáveres en formol, cosa que no veo mal en sí mismo, te aclaro, ahora retorna con una megamuestra de pintura. Es genial, porque se habló de la muerte del arte, de la pintura, y esto muestra que si algo había muerto es la historia que se hace del arte, no sólo del pasado sino la que estaban haciendo en el presente.

LH) Hay raíces que quien escribe la historia, por momentos, parecería ignorar. De ahí el decreto, las enunciaciones fatalistas, como si fuese posible declarar lo que muere. La muerte y el arte son palabras que tienen una carga libidinal que excede el discurso de la razón, por eso suelen aparecer juntas; se aglutina un singular poder en el que las pronuncia. Hemos sido testigos de numerosos razonamientos intimidatorios, es verdad. Pero yo quisiera volver a ese núcleo donde literatura y pintura se yuxtaponen. Tuve oportunidad de asistir a la muestra de Francis Bacon en la Tate Galery de Liverpool en 1990, un año antes de su muerte. La muerte de un pintor que no dejó de pensar en ella ni un solo día. Indescriptible. En el catálogo, había un ensayo de Baudelaire para describir a Bacon como fâneur, como espectador apasionado, como dandy. Vos estabas refiriéndote a ese cruce, algo decías, antes de hablar del coleccionista inglés, sobre literatura y pintura...

G.G.) Sí, a propósito de la escritura, ¿no? Creo que ambas están dentro del lenguaje. Que no hay un lenguaje aparte en la pintura por el hecho de que no se maneje con palabras. Eso es lo  menos importante. Cuando me referí a  Picasso que dice “ahí estamos en el lenguaje del color”, me parece apropiado entenderlo como que el color ahí está hablando, entró en el lenguaje, no hizo otro lenguaje. Antes de escribir los niños ya escriben con sus garabatos igual que el hombre de las cavernas. Están escribiendo, no se trata de que primero pintaron y luego escribieron. Estas falsas jerarquizaciones han sido fomentadas incluso por los mismos pintores o por los que desde fuera de la pintura ven ahí vaya a saber qué paraíso, qué libertad suprema, los instintos a pleno. Puede sonar muy bien pero no sé sabe en verdad qué es esta subjetividad supuestamente plena. Justamente la literatura en todas sus expresiones surge para sacarnos de la mera palabra articulada y codificada, preservando lo más genuino del lenguaje.

L.H.) Un estilo como el tuyo, sin duda, tiene que ver con la confluencia de innumerables elecciones, descartes, desafíos en un territorio donde el afuera y el adentro posiblemente estén en pugna constante. Un trabajo puede presentarse como moebiusiano para inmediatamente tajear esa ilusión. En esa línea, ¿con qué instancia estás más comprometido, con lo interior de lo exterior o con lo exterior de lo interior?

G.G.) La primera, que si no entiendo mal tu pregunta, apuntaría a interiorizar lo exterior, y estaría hablando de una imagen que proviene del afuera, que tomo porque ya resuena en mí, por lo cual no es nunca exterior del todo, pero bueno, en ese caso la imagen viene de un afuera y así procedo. De la misma manera, la segunda instancia, exteriorizar lo interior, también está muy presente cuando parto de imágenes oníricas, o evocadas por lecturas, recuerdos, etc. Es difícil a esta altura, en mi caso, diferenciar adentro de afuera. Creo que en primer lugar hay que tener ‘qué’ decir. La instancia que creo importante para poder producir algo es ésta, algo que me importe decir. Sobre lo que sea, puede ser sobre la pintura misma, está claro. Sin eso nada funciona. El ‘cómo’ vendrá de alguna manera en nuestra ayuda, a fuerza de ver y a fuerza de pintar.

(Pero si pensamos que toda imagen es aún un afuera, venga de la cabeza, del corazón o de la calle, y lo verdaderamente interior es el hacer, entonces estoy más ubicado con la internalización de lo exterior, es decir hago a partir de una imagen pero ese hacer transforma el punto de partida).

Lo que denominás “exterior de lo interior” quizás sea también partir de tirar colores, líneas, etc. y a partir de ahí construir, una imagen, figurativa o no, cosa que prácticamente no hago. Algo de la imagen previamente funciona en mí caso. Creo que sólo una vez por ejemplo tenía un tarro de rojo hacía años, un rojo oscuro y casi seco, que me impulsó a ponerlo de lleno en un papel, sin saber por qué ni en función de llegar a ninguna imagen ni clima en particular. Después hice lo mismo con un amarillo. Resultaron buenos trabajos, óleos sobre papel. Ahí están, diría sí, que son abstractos. No es lo habitual, pero nunca se sabe.

L.H) ¿De qué personajes de la literatura te sentís más próximo? Si tuvieras que establecer el contexto de las distintas etapas de tu obra, podrías encontrar algún lazo con los libros que estabas leyendo, es decir la influencia de ciertos autores, ciertos filmakers, ciertos músicos.

G.G.) Quizás haya sido Passolini el primero que me abrió imágenes para la pintura. De su cine, sus textos literarios y políticos también. Saló y su Pasión según San Mateo han sido influencias bien directas y aún lo son. Hace tiempo que una novela suya inacabada pero muy avanzada, Petróleo, espero que pueda producir algo.  Antes de eso fue Kurosawa con Ran. Me permitió incorporar el color de otra manera. El mural cerámico que está en la línea de subterráneos partió de ahí por ejemplo.1
A partir de ese momento me fui apartando del material exclusivamente gráfico de la prensa, y comencé a trabajar con recuerdos o sacando entonces fotos de películas. Faulkner es otro muy importante para mí. Eliot, también Conrad. Con todos ellos me parece estar viendo cuadros o cine, escenas quietas o en movimiento.
Y aunque parta de otras imágenes, son muchas las veces en que el clima de estos escritores se impregna en mis trabajos. No sé hasta que punto esto puede visualizarse en el resultado pero a mí me acompañan enormemente en un diálogo constante. Son muchos más en realidad. La música en muchos casos ha sido motivo de cuadros, sobre todo la ópera con su despliegue escénico.

1 “Santuario”, mural cerámico, Estación Pueyrredón, Línea “B”.


---