Liliana Heer

Ficción crítica

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©2003
Liliana Heer

Guía Erótica de la Literatura
Por Liliana Heer y J.C. Martini Real



“Lo más profundo es la piel.”

Paul Valéry



El erotismo en la Literatura se deja leer siempre entrelíneas. Cuando el mensajero le comunica a David la muerte de Jonnathan, David le hace cortar la cabeza. La escena vedada retorna a un primer plano, estremece. Se lo puede leer en el Antiguo Testamento, aunque la poesía erótica occidental comience con Salomón en El Cantar de los Cantares:
        “Tu ombligo, como una taza redonda que no
        le falta bebida.”
        “Tus pechos como dos cabritos mellizos de gama”.

Lo temático ha rebasado el concepto erótico, no obstante se trataría de ciertos recortes del cuerpo y del discurso: es el ombligo o son los pechos, nunca el cuerpo entero.

La fragmentación es la antesala de lo excitante, como se podía escuchar a los trovadores en las canciones de Languedoc, varios siglos  antes de que apareciera en escena el romanticismo.
¿Existe acaso otro país como el de Oc, el Mediodía, en el que las reglas de la erótica hayan sido llamadas Leyes del amor?

Si pensamos en El Decamerón, el decorado forma parte de la ironía: una mujer, para rescatar a su marido de una gran vasija, es ayudada en exceso por un hombre que desde atrás contrapone dos movimientos en uno.

Teología cristiana, la ficcionalizada por Dante Alighieri en La Divina Comedia, donde la inspiración está dada por una púber, la misma que pudo haber generado Julieta en Shakespeare, Alicia en Lewis Carrol, hasta desembocar en Lolita de Nabokov, sin olvidar a la innombrable Amalia Popper, la discípula triestina de Joyce en Giacomo.

Dante, cuando Beatriz lo saluda, se desmaya, sueña que le da su corazón para comer y escribe una suma teológica. Guiado por Beatriz, a la que encuentra en el Purgatorio, llega al Paraíso. Beatriz es la contrafigura de Eurídice: obliga a Dante a mirarla. Pero pocos textos son tan eróticos como el pasaje en el que Yocasta pende de una soga, desnuda, después de la insistencia de Edipo en descubrir que ella era su madre. O cuando Antígona, entre dos leyes elige construir una pira funeraria para su hermano muerto.

"La cópula y los espejos son abominables", decía Borges, por esa lasciva reproducción incesante. No es el espejo de Narciso, es la violenta multiplicación. Penélope en cambio se satisfacía a sí misma, aunque retomada por Joyce en Molly se convierta en adúltera.

Pensar en Las Mil y Una Noches sugiere la sombra de relatos que acarician una oscuridad velada por palabras. En Rabelais lo que importa no es lo que entra sino lo que sale con un desparpajo sin límites. Historia de mercaderes, porque el sexo se trafica con Apuleyo en El Asno de Oro,  pero será Michel Tournier en Viernes o Los Limbos del Pacífico quien retome el Robinson Crusoe de Daniel Defoe comercializando su sexualidad con la tierra a través de una fisura en la hierba de la isla.

La Tierra es una novela de Émile Zola, donde Lisa lleva un toro en celo y provoca que el marido de su hermana Francisca, páginas después le demuestre cómo se fecunda. En Hambre, Maupasant, con un tono naturalista inverso, convierte lujuria en necesidad. Durante un viaje en tren, los doloridos pechos de la protagonista recién parida son aliviados por el largo ayuno de un hombre hambriento.

Necesidad panóptica que gesta el ojo en su apetito sublime en Kamasutra y las múltiples figuras. Territorio de Pierre Klossowski, la espera, las triangulaciones, ceremonias de perdición y salvación, sensualidad religiosa: la prohibida Madame Bovary entre el boticario y sus amantes -tésis de Flaubert a propósito de la infidelidad según refiere su magistral diccionario: “Toda mujer debe -universal imperativo- ponerle los cuernos a su marido”- y Madame Lescaut con su abate siempre Prévost.

El misticismo de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz en una inmolación que apela al padre y al hijo, ritos de trascendencia casi perfecta en  una noche oscura del alma.

Mujer, diosa, ballena en Moby Dick -vocablo dick, donde el diccionario de slang dice lo suyo-. Todos entran, hasta los castrados: el hermano bastardo de los hijos de Karamazof, inhibido en su intento de seducir a Grushenka, la mujer del padre.

El éxtasis es un espacio de canje, por eso en Sade no hay erotismo. Si Justine llega diciendo: “He sido violada por cuarenta y siete monjes”, provoca fatiga pensar en tanto trabajo sin una renta de goce, perversión que sin embargo despliega Bataille en toda su obra: la Historia del Ojo, Mi Madre, El Azul del Cielo, etc. menos prisionero del vértice kantiano que atiende a deberes y derechos.

Henry Miller en Sexus y en sus trópicos, Jean Genet en Poemas Fúnebres, André Gide en El Hijo Pródigo y David Lawrence en ciertos diálogos liberales o libertinos que en Women in Love hablan de los intercambios promiscuos y esenciales de la condición humana, contrapuestos a la hipocresía de una época inglesa. El autor apócrifo de Memorias de una Princesa Rusa, que siempre firmó en el anonimato, donde el punto de vista del narrador está centrado en el goce de Vavara. Literatura pornográfica, “exclusivamente para hombres” como Grushenka, tres veces mujer o La Garsonniere. Pornografía del exilio en Ibsen quien concede libertad a las mujeres para atraparlas en su ficción de teatro, o como Gombrowicz en Cosmos para reducirlas a una miga de pan: metáfora de lo femenino escrito por hombres. O la dimensión masculina del César Adriano de la que se apropia Marguerite Yourcenard mucho después de que Virginia Woolf armara su Orlando: cuatrocientos años de la vida de un hombre en la mente de una mujer. Sólo convertido en mujer, el personaje Orlando, después del glorioso debate entre resistirse y ceder, escribe. Travestismo que encubre a Lezama Lima en Paradiso, libro que se abre en cualquier parte y se encuentra una secuencia más que erótica, con moraleja del autor en cada cierre; porque el barroco como discurso presupone que algo se da en el amor de lo que no se tiene. Oh sublimación divina, vía regia para sortear censuras. Igual que Borges traduciendo Palmeras Salvajes de Faulkner. Escritura que oscila entre dos lenguas con los efectos de hurto y don inevitables en el traidor juego de quien traduce.

Es Freud, no casualmente, quien hace de Gradiva un fetiche, una historia donde un sueño se realiza por la ecuación del relato. El médico vienés acostumbraba a hacer sus lecturas escuchando a mujeres aquejadas por un dolor que se hacía carne. De la misma manera Philippe Sollers en Mujeres teoriza sobre las coloraciones de lo real y el deseo en el desvarío de la letra.

De Hölderlin Diotima, de Nerval Aurelia, de Baudelaire sus famosas lesbianas de Las Flores del Mal. Autores consumidos por el verbo y el placer de estar paradójicamente en dos sitios al mismo tiempo: escritores que leen, lectores que escriben, repiten, inventan.

En Las Relaciones Peligrosas de Laclos, la intriga erótica pasa por una carta escrita sobre las nalgas de una adolescente y termina envolviendo a todos los personajes palaciegos bajo el modelo de una novela epistolar. El realismo de Fielding permite en Tom Jones, que esa misma voluptuosidad transcurra en el escenario de una posada. Desborde y vacío en Las memorias de un antiguo Casanova, personaje ya anciano que se excita con una mujer de proporciones gigantescas después de haber amado todo lo que sexualmente le ha sido dado a conocer de Madame de La Fayette, La Princesa de Cleves. El universo de la pulsión desatado. Con signo contrario pero de equivalente intensidad al de Madame Bovary que cede y vuelve a ceder, la Princesa de Cleves se resiste y vuelve a resistirse.

De Sterne, Tristan Shandy: esa nariz de caballero que recorre el pueblo sin que aparezca jamás su rostro, larga vara que asoma y enceguese. Páginas ocultas, una relación entre bastidores, que El Hombre que Ríe de Victor Hugo profesa en algún lugar de su libro o en esa nouvelle de Cervantes sobre el marido celoso y la joven que es espiada por el ojo de la cerradura mientras su aya le entibia el cuerpo con la llama de una vela. Un poema de Quevedo, una historia en Rojo y Negro de Stendhal. La Venus de las Pieles, de Leopoldo Von Sacher-Masoch, que Joyce guardaba en su biblioteca de Trieste, flagelo y desmesura, un elemento más para construir a su Leopoldo Bloom: el padre que busca a un hijo, ahora de nombre Stephen Dedalus, lo rescata del prostíbulo y lo lleva a su casa donde Molly sueña un monólogo de cuarenta y tres páginas con sólo seis puntos contando el final.

Negra morbosidad de Onetti a través de Risso recibiendo fotografías de la mujer que ama a otros hombres en otros lechos, en El Infierno tan temido. Diferentes vitrinas en Las Hortencias de Felisberto Hernandez, donde las muñecas adoradas y exhibidas promueven lo siniestro, la hendidura erótica.

¿Cuándo Eros? Como si se desconociera la historia por irrevelable, imposible de ser formulada: la escena secreta que Roberto Arlt tuvo que romper en El Juguete Rabioso cuando Silvio Astier duerme con un homosexual y al otro día recibe un pago sin recordar a qué se debe ese dinero. Arlt omite aquello que su mecenas Güiraldes expone en los maizales -capítulo V, Don Segundo Sombra- porque ha sido una joven y no un muchacho el que se muestra al lector. En Marta Riquelme, en cambio Martínez Estrada ficcionalizará un personaje que no solamente se acuesta con su tío sino también con su propia madre. Oliverio Girondo describe ese jadeo intermitente hasta el cansancio y la extinción, en los versos Mi Lumía (La Masmédula). Pero el orden de un relato erótico requiere a veces el encierro, la cárcel que propone Puig en El Beso de la Mujer Araña, para que ambos personajes retomen el espacio de la traición.

Lo erótico no se construye en el imaginario sino desde un discurso que fagocita lo real del sujeto biográfico en la lectura: ese voyeur que encuentra lo deseado ahí donde no puede leer su propia historia. El protagonista es el lenguaje. La comisura textual no se ciñe a un género, responde a una pasión diferida, porque la erótica configura en cierto modo un tratamiento amoroso de toda la literatura. Marie Shelley, entre hombres, inventa a Frankestein, un protagonista armado de retazos y suturas que juega con niñas y responde con una declaración de inocencia de la que es absolutamente culpable. Terror y literatura erótica son dos vértices de una misma geografía, ya que al decir de Spinoza: “Nunca se sabe lo que puede un cuerpo”.

J.C. Martini Real: Nació en 194O en Buenos Aires y murió en la misma ciudad el 2 de enero de 1996. Publicó a partir de 1960 los libros de cuentos: El festín, Bichología, La carta al general y La conquista del imperio ruso. Publicó dos obras de teatro, El Mesías y La rutina de los días, la nouvelle Macoco, y una Antología de la poesía argentina. En 1980 obtuvo el premio Boris Vian por la novela Copyright. En 1991 publicó Notas sobre el padre en Facundo, ensayo, y en 1992, en coautoría con Liliana Heer: Giacomo. El texto secreto de Joyce, ficción crítica.
Dirigió las revistas literarias Meridiano 72, Latinoamericana,
Revista de poesía
y Pierre Menard.

Liliana Heer nació en Esperanza, Argentina. Es escritora y psicoanalista. Ha participado de varios encuentros literarios nacionales e internacionales. Publicó Dejarse llevar, cuentos (1980), Bloyd, novela (Premio Boris Vian 1984), La tercera mitad, novela (1988), Giacomo- El texto secreto de Joyce, ficción crítica (en coautoría con J.C. Martini Real, 1992), Frescos de amor, novela (1995), Verano Rojo, nouvelle (1997), Ángeles de vidrio, novela (1998), Repetir la cacería, nouvelle (2003), Pretexto Mozart, novela (2004), Ex-crituras profanas, antología personal (2007), Neón, novela (2007).

Publicado por Silvia Hopenhayn en el Diario El Cronista Comercial, suplemento El Cronista Cultural, 1993.

Publicado en la revista Enlaces del “Departamento de estudios psicoanalíticos sobre la familia”, Año 4, Número 7, Julio de 2002,
edición especial.