©2003 |
Realidad sin rouge Sobre La muertita o la novela que de Susana Szwarc Abrir el hocico a una quimera desconocida, ahí donde el melodrama parece asomar, pero no. Se trata de la desventura tragi-cómica del vivir cotidiano. Quiebre, circulación de voces, mirada carente de polvo de estrellas. Acaso, ensueño con la fatalidad bajo gesto menor. Todo se mueve, palpita. En el subsuelo un respiro, ventana a través del perfecto campo de la ficción. En suspenso el vodevil Casi en la calle, a sala llena de misterio, en paralela relación habitual, aparece algún hecho, algún diálogo. Y se le ha dado a los hombres el más peligroso de los bienes, el lenguaje, escribió un poeta. “Se te ve cabizbaja, le dijo un vecino, y la muertita hizo una inclinación con la cabeza”. Todo ocurre en avance, a puro desvío, con la gracia de un estornudo, siguiendo -a la letra- fórmulas de función intransitiva. Contra engendros simbólicos y otros destajos, Susana Szwarc inventa una novela en dimensión épica. Hábilmente desborda la recta instalando series, gombrowicziadas sucesiones continuas y discontinuas: un ahora, una ligadura, una temporalidad que supone percepción reduplicada en instante preciso. Secuelas Proust. Asomada a la ventana, la muertita ve al niño chino tomando la mamadera que el niño chino al terminar de beber arroja hacia la ventana. Engañar a la lengua, desmentir, morder los nombres propios, esa chispa agridulce pidiendo gozar. ¿Por qué no? Venga una escena para que el esmerilado de los sentidos cojee: ilusión doble, teatral, tatuada por un primer asesinato. No es Caín-Abel, se sabe en la novela que la sangre, el color uña entre rejas azules, se introdujo antes y no dejó de salir hasta terminar enjaulada por una curita. Automóvil-música-sombras. ¿Cálculo o improvisación? Al cadáver lo plantaron después. Nadie lo vio. Siguió el camino del asesino, sólo quedó un zapato. Hasta ser requerido, el fetiche había sido incorporado al subsuelo. Nada que decir sobre esa ofrenda. Casting vecinal: la mujer del lavadero, donde vive el niño chino, podría actuar junto a la muertita en un film de Polanski. En ciertas páginas hay ecos de El inquilino, pero hasta ahí. Una manera distinta de ir al encuentro de lo real. La muertita no siempre está sola, ambas sienten alivio cuando ven alejarse a los detectives. Escasean posturas de relax, aunque la protagonista mire, aunque sonría de ver tanto trajinar, el brazo de la mujer no hace tiempo para reposar en las rejas azules. Lava que te plancha culpa del apagón. Estrategia vecinal: puertas lacradas si vienen a cobrar. La muertita lee mientras come una banana, como distingue entre original y traducción, los plátanos ingeridos por el personaje se mezclan a los fresnos y otros árboles de estación. Nuevamente el auto-el ruido-la música. Diálogo inaudible por el celular. No quiero seguir paseando el cadáver. No quiero que lo entierres acá. Susana Szwarc realiza una operación conjunta, vuelve simultánea la trama. El decorado es demolido, del vacío surgen nombres: la mujer del lavadero es María Marina, el niño Juan Tse. Golpes en la puerta del subsuelo. Vale más no hablar la misma lengua y afrontar las quemaduras de lo incomprensible, escribe Sibony. El niño entiende chino y tiene visiones, ella es de Gualeguay, sus uñas van perdiendo color. Así como no terminaba de planchar, María Marina habla, habla, habla, no termina de hablar. “La muertita no tenía fuerza para tantas palabras seguidas”. Palabras que ustedes, espectadores y seguramente inmediatos lectores, podrán continuar hasta el final para volver a leer esta novela una y otra vez. |