Liliana Heer

Narradores

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Liliana Heer






Implosión
Por Liliana Heer

Sobre El diente de mamá de María Ledesma
Stefanovsky Editores, 2018           

                

María Ledesma comienza su novela con un par de preguntas y respuestas lacónicas. “-¿El crematorio?/-En el bloque seis./ -¿Me avisa?/-Le aviso”.

Breves acordes avanzan en busca de certeza. La duda cartesiana no ha sido invitada al cementerio, no viaja en esa combi, no aloja al personaje central de El diente de mamá. El narrador anuncia con toques impresionistas su radicalidad, una forma de contemplar la conciencia del mundo poniéndola en cuestión. Ningún facilismo descriptivo, lo neutro en vuelo: potencia y motor de un sujeto alerta absolutamente entregado a los mil pliegues del sentir con base material. Oda crítica, originalidad, lucidez, estar en el mundo sin ser rebaño, elegir minuto a minuto las consecuencias de no serlo. Podríamos afirmar que se trata de un estilo de percepción activa, según Merlau-Ponty cuando alude a la idea husserliana de conciencia intencional, o afirmar que es el más acá de las nuevas subjetividades, de acuerdo a Michel Foucault.

El adiós. “Hoy tiramos las cenizas de Alicia al río”.

En la costanera porteña, frente al muelle de pescadores, el despedir ideal se enfrenta con la basura de la realidad. Nada es posible como todos quieren. Los rostros, las lágrimas, los gestos de amigos y parientes están resignados a conformarse con el después nada. Un final espejado, súbito, sin ceremonial. Rumores, rumores, puesta a pleno de la muerte cual carne de mito: al síncope o suicidio se adhiere el rococó de dos vibradores, uno en la vagina de Alicia, otro en su mano. Secuencia equivalente a la del personaje de El Grito silencioso de Kenzaburo Oé: suicidio con maquillaje, labios pintados y un pepino en el ano.

Nostalgia cero. “-¿Te olvidabas, mamá, de que había una guerra?”

Judía francesa o francesa judía, víctima de discriminación discriminando, despreciando las costumbres en otro país, ignorando los alcances del movimientos peronista: “La barbarie de este país se expresa en sus comidas, decía mamá”. Eva Perón: nadie; su renuncia: nada. “Nada es desnudo ni bestial en la France”. “-Los uniformes se inventaron para que la matanza sea ordenada…-Leíamos los diarios. Pero debo confesarte que durante mucho tiempo la guerra era una cosa lejana.”

¿No hablar la misma lengua implicará sortear las quemaduras del inconsciente? El carozo de espanto yace en el pasado, tal vez imaginar una segunda perversa masacre está vedada. La madre le muestra al marido un número tatuado en su antebrazo: fumará sin parar, hablará sin parar. ¿Quién soporta el peso de ciertas palabras? Bajo signos contaminados por el dolor y tonos de indomeñable frenesí, el padre transmitirá a su hija la historia de la esposa cuando la esposa haya muerto y la hija haya retornado del exilio. La hija conoce desde el fondo de su juventud las astillas entre dos muertes. Escuchará, resignada a escuchar simplemente porque los oídos no tienen párpados; escuchará estando todavía bajo los efectos del terror. Poco tiempo atrás, viajando desde Québec, ella ha vuelto a ver en el control de embarque de un aeropuerto los ojos gris platino de Astiz. Secuestro, tortura, desaparición, exilio. Afiebrada, bajo shock, entre sueños volverá a ver el hospital de tuberculosos donde su padre ejercía cuando ella era niña. Entre sueños y realidades verá pasar camino a la morgue los muertos del día; ve una caravana de camillas cubiertas por sábanas blancas.

Campos de encierro: nada más que cielo negro.

La resonancia de algunas escenas, ciertas similitud entre personas, estados, circunstancias y objetos, son operadores ante los cuales la voz protagónica engendra universos de ostranenie: hace visible lo que comúnmente se automatiza. No se trata de asociaciones comparativas. La suma de lo sentido está en marcha, arranca pedazos de historia, extrae otro sentido volviendo presente el pasado. “Cuando al fin se apoyó en el fondo (el cajón que contenía al padre) … a mitad de camino entre el ademán y el reconocimiento, vinieron los recuerdos. Papá haciendo ejercicios con las clavas… de a poco, empezaban a correrle por el cuello gotas de sudor. Yo lo miraba apoyada en las macetas con una mezcla de fascinación y de asco. De las begonias subía un fuerte olor que se confundía con sus olores.” El olfato tiene pregnancia superlativa en varios momentos de esta novela, sin duda seduciría a los lectores amantes de Carlo Emilio Gada, como lo fue Néstor Sánchez, y tal vez podría eyectar al lector careta. “Por un año la mierda en su lugar”, aunque difícilmente la mierda está en su lugar. El eco shakespieriano de lo podrido, no en Dinamarca sino en Argentina, está condensado en la figura del aeropuerto: imposible confundir el andar de un torturador, el matiz burlón, sus expertos ademanes.

El diente se abre como se abren las vísceras en un descuartizamiento.

“Los recuerdos disparan contra mí.” Siempre dispuestos a ser encontrados, acaso porque siempre resta otra muerte; violenta o despaciosa. El cuerpo en tobogán, la mente en balanceo, un acróbata intentando atrapar instantes. Mientras tanto la protagonista esboza: “Papá se quedó mirando el jardín lleno de viejos ocupados en ocupar el tiempo…”.

Para concluir, una epifanía: contrapunto del por fin la sensación de bienestar sumergida en la aparición de lo perdido. Tigre, río marrón, arroyos, riachos, Rodolfo Walsh escondido en el delta, su figura delgada paseando entre los árboles de la orilla.

Ceremonia inversa. Hay diversos hilos, cada uno perdido para reaparecer de otro color. Abrir las cinco cajas atesoradas por su madre, encontrar las reproducciones en otro orden: Van Gogh, impresionistas, Polloks, Bernis, Pettoruttis. Más abajo, al fondo del fondo, temblor al acercarse a los grabados de Goya: “El maestro, reaccionario por convicción pero revolucionario por sus actos”. A la caza de dientes, se llama la ofrenda: paradoja y metáfora del tiempo recobrado.