Liliana Heer

Narradores

 



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©2003
Liliana Heer






Raúl Rosetti TÚNEZ Y OTRAS ORILLAS. Ed. Sudamericana, 1993.
La aventura del encierro
Por Liliana Heer

Túnez conduce a las orillas del relato, a sus meandros móviles, aquellos del tono creciente, de la voz incesante: lugar de encuentro y cauce del retorno, espacio donde confluyen los tiempos. La evocación es el artificio mediante el cual Rossetti, a través de su protagonista, cons­truye ese motor que atrae lo dormido, lo olvidado y también lo muerto. Como si nos devolviese cierto sabor perdido, aquel que en la infancia aparecía con sólo cerrar los ojos, o aquel de nuestros primeros libros de cabecera, los que leíamos incorporando el espíritu del narrador, su fuerza, la fe en la vida, el porque sí, no el para qué. Existe una distancia entre el texto de Rossetti y otros que siguen una línea más periodística que literaria, pervertidos por dosis letales de información, donde se soslaya y parcializa el universo de la experiencia. Ese topo, la experiencia, imposible de fabricar desde el yo, imposible de fijar mediante sus atributos, acuñada a través de un saber no sabido a priori sino recobrado en otra escena.
En Túnez y otras orillas, el relato parece desprenderse de una mirada por momentos entusiasta, pero no menos lúcida de las miserias, dones y límites del sujeto. Rossetti transmite la certidumbre de que lo despiadado, lo naturalmente bajo, lo animal del hombre, acecha, y es importante no forzar esa barrera, es decir valorar aquello que separa al hombre de su ser salvaje. En esa línea, hay respuestas que aunque se pre­gun­ten no se pueden escuchar, hay diferencias que no se pueden oir o decir sin causar efectos imprevisibles. Cierto carácter sagrado acompaña al silencio. Uno de los pasajes que el protagonista evoca de su estadía en el castillo de Lady Dorothy y que marca la permanencia de una vacilación, de un matiz, de un alerta constante, es el siguiente: "Recuerdo una casa detrás del monte nevado. En el camino se distinguen perfectamente las pisadas frescas sobre la nieve. Allí el hombre sorprendió a su mujer matando una gallina. Con la sangre aún caliente chorreando del cogote se moja las manos, y luego las pasa por la cara de la mujer. Me parece oírlo preguntar, ya en el torbellino de la desesperación final, algo así como: Querida...por favor, debes decírmelo ahora... ¿Qué es el amor? Y ella, con la mirada perdida, respondiendo a algo detrás de los montes nevados, casi sin ver la presencia vencida por las dudas de su hombre: "Es...sí, ahora lo sé, demasiado tarde para fingir no darnos cuenta..., el amor ...es un placer de pobres...Desde mi ventana del castillo, se puede ver la caída del hombre suicidado, la sangre que la nieve va borrando, la nieve rojiza, luego rosa cristalina, la nieve que no deja de caer".
Rossetti se encuentra ante el paisaje humano como ante un texto, no como frente a un espectáculo: desde ese vértice cuenta. Oficio del verbo y verbo entre los grandes. Es el contar milenario, como se cuenta el nacer, el morir, los días de fiesta, las traiciones, gota a gota, pero sin por ello cuantificar, sin los mecanismos de la reserva, el escatimo, el ahorro, sin el apremio del salto ni el congelamiento de supuestos y síntesis. El tiempo que al protagonista le es extraído por haber sido condenado a un año y quince días de prisión, no obstante, el malestar, está de su lado. En contrapunto con su amigo Wolfgang, personaje que sufrió una condena semejante, el protagonista mantiene con la temporalidad una relación diferente, múltiple y singular, como si nos dijera que nadie puede apropiarse de algo que verdaderamente pertenece a otro.
¿Qué hacer en un espacio donde prima el horror del aburrimiento, qué es lo que un sujeto puede tramitar con su ser desposeído, burlado, puesto en suspenso, exacerbados los impulsos, el dolor, la locura, el miedo? Walter Benjamin, en un relato titulado Pañuelo, dice haber comprendido que quien no se aburre no sabe narrar. También escribe que el aburri­miento ya no tiene cabida en nuestro mundo porque han caído en desuso aquellas actividades secretas e íntimamente unidas a él. Esta caída sería la consecuencia de que haya desaparecido el don de contar, porque mientras se escucha ya no se teje ni se hila ni se rasca ni se trenza. Oficio de sabio y mujer temerosa, el contar es un oficio que acom­paña a todos los pue­blos y hace tradición desde el origen, puesto en marcha en esta novela entre las sábanas, en las arenas, junto a la lumbre, en los bares, en las esperas, en otros continentes, a lo largo de viajes, cuando las mil y una noches comienzan a abrirse.
Túnez y otras orillas: celda del relato, prisión y también convite. Rossetti recrea el mérito de narrar. La novela comienza cuando el protagonista es encarcelado junto a otros ciento cincuenta prisioneros árabes y unos pocos extranjeros, encerrados la mayoría a causa de conflictos con mujeres. Las acti­vidades de la prisión son siempre las mismas y están casi matematizadas. No obstante, la ruti­na que el encierro como estructura genera, es fracturada, casi podría decirse trufada por historias, guiones cinematográficos, sueños, relatos de costumbres, experiencias eróticas, pasiones, muer­tes. Innumerables las historias que atraviesan el galpón hermético, las camas que amueblan el cuadrado sin camas, los viajes que contrastan la inmovilidad de esa multitud.
Historias que recorren diferentes estilos e invitan al lector a convivir con otras realidades expuestas a través de un personaje a quien Rossetti ha elegido inscribir sin nombre para acentuar acaso una dimensión de ruptura, de aislamiento entre lo escrito y esa orilla de la existencia donde compartir no es posible porque cada ser es distinto y aquello que se ha vivido no pertenece al orden del tener.