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Liliana Heer
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©2003
Liliana Heer
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Verano rojo
Taller de Copistas La letra Muerta
Buenos Aires, 1997
"mientras vociferaban la sangre y las gaviotas”
Efraín Jara
Cuando cumplí catorce años mi madre propuso que nos suicidáramos.
En realidad, ella no utilizó esta palabra, fue una simple
sugerencia exenta de patetismo. Humor en la península.
Presencias orgánicas. Mandíbula de fijeza querenciosa.
Estábamos cerca de un puerto, hacía calor, íbamos
del brazo como suelen caminar en las pequeñas poblaciones; la
sombra de los cuerpos marcaba la proximidad del mediodía, su
lentitud vegetal.
Entre esa madre y la hija que yo era entonces, todo
parecía estar demasiado cerca. Lo opuesto al “No
teníamos nada que decirnos” que llevó a Mersault a
internar a su progenitora en un asilo a ochenta kilómetros de
Alger.
Sin embargo un día emigré a otra ciudad, después a
otra, y fueron pasando los años pero no mi amor hacia esa mujer.
No sé si el atractivo residía en las historias o en su
voz. El tono de alguien que accede a innumerables mundos sin necesidad
de visitarlos. Ella conocía el beneficio de la parodia y a la
vez era experta en intimismos. Fragua de epitafios. Por milagro, nada
cínico la poseía. Gracias a un definido estilo naif,
cultivaba la ciencia de lo no domesticable. Como si hubiese mirado
hasta el estremecimiento logrando ver que era una estafa el matrimonio,
una desolación la soltería, una bomba de tiempo ser
mujer, un desvarío practicar la prostitución, obsceno
depender de horarios.
La imitación de esa modalidad fugitiva ante los
estereotipos y cierta desconfianza de todo menos del instante,
proliferó en secreto. Me brindó el instrumento para
actuar con sosiego en situaciones inesperadas. Paisaje de jacinto y
azufre. Ausente el matiz de culebrón en que termina cayendo
hasta el ideal más sacro.
Pero volvamos a aquel cumpleaños: entre el muelle y el
agua había pocos metros de distancia. Aún puedo intuir el
sonido de la inmensa superficie agitándose contra las ancas de
los barcos. Creo que el sol nos hizo dilatar la idea. Ninguna
mencionó el temor a la traición, en el supuesto caso de
que alguien salvase a una sola.
May be the sun es el título de la
canción -cuya letra apenas recuerdo haber escrito- que uno de
mis novios terminó por incorporar al repertorio de blues de su
grupo.
Caminábamos por el muelle convencidas de que en
cualquier momento saltaríamos, no con el objeto de quitarnos la
vida -pequeño detalle entre inmortales- sino para sellar un
pacto, un nacimiento inverso, la consigna que después
sería estandarte de mi generación: “Vivir
peligrosamente hasta el fin”.
Sangre y amores. Cómo imaginar que una escena equivalente había sido dirigida por Jean Vigo en L’Atalante,
y otra necesitaría de una guerra étnica para que
Kusturica filmara -bajo las aguas del Danubio- a la joven desposada
nadando con traje de novia y tiara de flores.
Memoria de palimpsesto. Durante mucho tiempo pensé que
aquella mañana, alguna de las dos había tenido la
ocurrencia de desviar el propósito pero nunca supe cuál.
A veces creo que la idea de saltar fue una de las tantas ocurrencias
que yo solía tener y mi madre escuchaba como un lector manso,
sin hacer comentarios ni reproches, solamente moviendo la cabeza con
suavidad y nombrándome por el diminutivo.
Con tres o cuatro frases de algunos poetas, Nietzsche por guía
espiritual y un abrigo de piel, fui a estudiar a una ciudad cien veces
más grande que aquella donde había nacido. Criatura de
carne. Pocos meses después, iniciada en la corriente de la
época, cuando aún no existían legados de esta
naturaleza, ebria de cielo sentí que era hija de una hippie.
Bendecida por una libertad apócrifa, oscilando entre el
universo ideológico de la revolución permanente y los
velos de la magia mescalínica, mi visión de los hechos
era surreal. Inútil sumar anécdotas: lo que otros
creían exótico, me parecía inevitable. Al
hablar, mi lengua como una tijera recortaba sucesos,
introducía en el árbol bronquial minucias, de modo que lo
dicho era también descontado, trufado o mordido dejando en
suspenso la historia, interminable como Las Mil y una Noches, con la
salvedad de que sólo pretendía contar una noche,
así como hoy me propuse volver sobre el malentendido de May be
the sun, fiel al ritmo, a la confusión, a los equívocos.
Ante esa dificultad, no poder separarme de la niebla -lógica
onírica, diáfana, fluida y pertinaz-, opté por
dosificar su naturaleza intercalando datos culturalistas. Debía
anteponerme a la evidencia de mis desvaríos, convertir lo
paradojal en inteligible.
Lentamente, como quien posee dos discursos, uno crudo y otro cocido, el
crudo a fuego lento se convirtió en carne de mi ficción.
Magra carne desprovista de alas. Salmuera en la sintaxis. Blake
decía: “El que desea y no obra engendra peste”.
Adagio que vuelto al muelle condena la evitación. Como si
hubiera tormentos no retrospectivos. Como si los anhelos dormidos
tuviesen la densidad de una rémora, una barnacle, impidiendo
avanzar a través de la noche, a través de la peste para
nutrir sus escaras y hacer vibrar en los arcones el revoltijo de pesar
y bagatelas.
Aquella mañana, otro tema debe habernos atraído
porque salimos del puerto para ir a buscar un disco de Kurt Weill y mi
regalo.
Amante de los felinos, aunque fuese verano, elegí sin vacilar.
No quería fragmentos. Tuve necesidad de ver la pieza con la que
iban a confeccionar el abrigo.
-Felis Pardalis -dijo el peletero sacando de una bolsa blanca un ocelote.
La piel cubría, llegando hasta la cintura, apenas el pecho y la
espalda. Prometió darme las patas y la cola. ¿Para
qué?
-Uno nunca sabe -le escuché decir a mi madre.
Concebí un chaleco -las mangas tejidas en lana- para que ese
animal se uniera a mi vida como se adhiere a la mucosa el himen.
Cuerdas donde la boca duerme.
El peletero empezó amonestando el gusto excéntrico
¡Pronto te vas a arrepentir! y previa una tenaz insistencia en
medir la sisa, terminó por acceder al pedido de venderme un
maniquí.
Cuando dos semanas después fui a la peletería, ella no
pudo acompañarme porque estaba en la sala de espera de un
especialista en enfermedades sin diagnóstico. Ese tipo de
doctores que fundamentan su eficacia en la entrega del paciente. Mucha
palabra y horarios inciertos. Quizá no lo supiese ni yo tampoco,
pero ambas hubiéramos debido sospechar que ese hombre con sus
conjeturas la enamoraba. Creo que mi simpatía por el
psicoanálisis se cifra en aquel gurú, mezcla de
arqueólogo y detective del alma.
Con escasa experiencia espacial deambulé hasta
más allá de las siete de la tarde. Llevaba el abrigo en
una caja y el mediocuerpo desenvuelto, de manera que cuando
entré a un cine ocupé dos lugares.
Cámara fija. Vaciamiento del melodrama.
Situación óptica pura. Imagen tiempo. Amplias tomas
exteriores. Espacios vacíos, desafectados, ralos. Fundido por simple cut.
Hacia la mitad del film, no pude resistir la tentación de vestir el maniquí.
Carbón al fuego. Ojos de piedra imantada. Un punto vale
más que la figura humana, confesó Kandinsky.
¿Hechizo de iluministas? ¿Quién se atreve a
desmentir la leyenda de los delfines rosas? Amable soledad, nodriza de
fanthomes, ríe, vuela sin prisa.
Daban una película japonesa en la que un progenitor era
despreciado por sus hijos. Padre nuestro que no estás en los
cielos. Lo veían temeroso y obsecuente, fingiendo tiernos
modales cuando se cruzaba con su jefe en la estación de trenes.
Los niños carecían de nociones sobre el poder. Eran
directos, bien intencionados, razonables. No entendían el motivo
por el cual un hombre grande se metamorfoseaba de ese modo.
-Nosotros vamos al colegio por obligación. ¿Por qué agachas la cabeza ante Iwasaki?
-Porque es el administrador de mi compañía.
-Sólo debes ascender a administrador.
-Iwasaki me paga.
-No lo aceptes, págale y que trabaje él.
Merced a una tolerancia conmovedora, luego de varios desafueros, la armonía de la familia recuperaba el curso. Samsara, ruleta del malestar por el bien vivir.
El puerto, la peletería, el cine y la sala de espera -a
la que volví con miedo porque el film había durado mucho
más de lo previsto- quedaban a una hora de distancia de la
población donde vivíamos.
Cuando llegué al consultorio, el doctor aún estaba
atendiendo. La puerta mampara se abría al jardín dando
ilusión de frescor.
Absuelta la tardanza. Una escolar tímida con el brazo
levantado. Traté de imaginar el gabinete pero no pude. Un
parecer es un coágulo. Mejor no pensar. Poema inconcluso.
A ver, a ver, alguna distracción. Mito reversible de la gracia.
Por aquí hay revistas . . . La mayoría de las notas
hacía hincapié en el dolor del presidente. Misas,
estatuas, homenajes. Navidad sin Evita, tristeza en los contingentes
que viajan a Chapadmalal, Bariloche, Río Tercero. Caravanas de
huérfanos, duelo nacional.
-Estas revistas son de hace dos años. No tiene alguna nueva -le pregunté a la secretaria.
Recién en ese momento me avisó que mi madre se había ido.
Era de noche; abrazada al maniquí, con la enorme caja
ahora también desenvuelta, empecé a caminar hacia la
peletería sabiendo que seguramente estaría cerrada. El
color evoluciona en la oscuridad. Traté de rechazar uno por uno
los pensamientos que me invadían. Dialogaba con esos misiles,
iba desactivándolos. A cada ataque una defensa hasta que se
multiplicaron y resolví dejar de pelear. Agitación, sudor
en las axilas de púber trasnochada. Ha llegado la tibia hora del
deshielo. No quiero que vuelva a tocarme.
Lo hizo aparentando medir. El centímetro de excusa. Ojos por
encima de los ojos. Tan serio como un juez. Frases sueltas. Una uva en
la boca, empalagándose.
-Estas chicas se creen tan importantes. Tu madre es mucho más linda.
-Ya lo sé.
-A usted ¿quién le enseñó a mentir?
-No la consienta así, señora.
-Hoy. . .
-¿Así que hoy es tu cumpleaños?
Cambio de táctica. Oficio: maestro táctil. El gusto al alcance de la mano.
Crucé de vereda por si el peletero estaba a la entrada del negocio.
Suspiro escarlata. Debería rezar para que esté
allí parado y estoy cruzando la calle. Ciencia del equilibrio de
las fuerzas. ¿Tendrá iguales miramientos ante sisas
húmedas? Algo dijo al darme el maniquí. Lo tenía
en un armario junto al depósito refrigerado. Quiso que lo
siguiera. Los viejos siempre juegan a lo mismo. Mi experiencia es vasta
en ese perfil: no existe más paternidad que la ilegal.
-¿Te gustaría ser mi muñeca?
Sin respuesta.
Con pesar comprobó que la prenda no requería ningún ajuste.
-Adiós, adiós.
No pudo retenerme.
-¡Qué barbaridad, olvidaba darte los retazos!
-No los quiero.
El cartel de neón estaba encendido. Las tiendas y los
negocios vecinos habían cerrado. Ningún indicio. Poca
gente. Las ciudades grandes tienen costumbres más estrictas, se
camina por las peatonales o por la costanera.
De pronto experimenté un placer especial. Tuve la
impresión de haber vivido hasta entonces en una banda sin fin de
acontecimientos más o menos previsibles, una banda
estática donde el tiempo se encadenaba. Esa noche, cargada con
los únicos objetos que deseaba tener, había roto el
circuito, tomaba dimensión de mi persona, suelta como siempre
había estado pero ahora libre del engaño de la
compañía.
Algún día voy a llevarme lejos muy lejos. Un instante
lírico quebrado de inmediato por el acoso del cuerpo. Flor de
ibiscus granate. Malestares de supervivencia.
Si hubiera huido de un internado me estarían buscando. La
fotografía en las paredes. Planear una fuga es una aventura;
perderse, una estupidez. No olvidar la tiranía. ¿Tan
pronto volvieron los misiles? Algo cambió, ahora yo ataco. Ella
también estará intranquila. Suspenso. Villancico de
tentaciones. Caleidoscopio. La curiosidad del amor. ¿Cómo
será su miedo?
Volví sola en el último bus de la noche.
Tardé en llegar hasta la estación, sitio al que hubiera
debido ir cuando la secretaria dijo que mi madre no estaba.
¿Montañas de haber debido? No, un copo, un copo de nieve.
Vanidad vanidosa e inevitable. Ansias de crecer. Sabiduría de la
dependencia. Nieve en los barrotes de tu jaula: Felis Pardalis.
Ya habrá tiempo de partir. Luz trágica. Las aves
comienzan a celebrar el dolor. Unicamente en ausencia de lazos
sanguíneos, ante un tiempo fuera del tiempo, el engranaje que
alimenta y envenena morderá las poleas hasta hacer jirones el
cautiverio.
La estación estaba llena de conscriptos bronceados por
el sol del rigor. Expresión alerta, el absurdo en las
entrañas.
La estación estaba llena de conscriptos que después
ingresarían como personajes. Anatomía del destino, acero
y miel, transiciones sutiles.
Una historia para cada personaje: Juan Cruz cavando una fosa y muriendo
con esa suerte pasajera que se llama voluptuosidad.
Sedienta y despeinada. Cansadísima, torpe y confundida.
Sin experiencia erótica ni artilugios de género. Provista
con el encanto de un rostro que miraba de frente, pero en ningún
momento víctima del parentesco ni de vicios de clase, me
acerqué a la boletería y esperé.
Alguien entendió que estaba perdida, alguien pagó mi pasaje.
Un acto sin estrategia: dormir. No en los labios de un poeta sino sobre
el pecho de un soldado que tenía ladillas en las cejas. Juro que
la excusa de genital con genital es otro invento puritano. Contagian
los ángeles.
Mi salvador me despertó poco antes de llegar.
Vivía cerca de la ruta con su familia de campesinos. Bajó
el maniquí y lo puso arriba del asiento. La nobleza no se
improvisa. Una advertencia útil: Mantenete despierta.
Años después el soldado se convirtió en Leopoldo:
hijo de un granjero y una idiota. Leopoldo usará de nexo el
abrigo para contar un duelo. Vestidos de blanco, pistolas, padrinos.
Dos caras graves a doce metros de distancia. Poco importa que ingresen
los amantes en algún tipo de futuro.
Crucé la plaza decidida a no dar explicaciones. Mudo el
campanario. Tuve necesidad de ocultar, no de mentir. La mirada al piso.
Silencio. Todavía eran más altos, más fuertes. A
la vista el derecho de los dueños. Ellos tenían
razón. Gritaban su impotencia. Nunca los vi tan juntos: necios,
débiles, extraños. El honor de Hutteldorf. La lista de
castigos me causó ternura. Un mínimo respeto ante la
impotencia por el reinado perdido. Preguntan y responden: temerosos,
absolutamente frágiles. Preguntan y responden, no escuchan, todo
lo que oyen les parece ideado para hacerlos sufrir.
Ella había tratado de evitarlo, caminó por las
calles buscándome. Fue a la estación, a la
peletería, al infierno. No podía creerlo: estaba sola,
amenazada. En lugar de esperar prefirió hacer la denuncia.
Habló con mi padre, dijo que me había escapado. Triste
astucia. En una situación equivalente yo no hubiera hecho lo
mismo. Recibía lo que no se animaba a pedirme, deslealtad: que
me excusara, que mintiera.
¿Cuál es el argumento que justifica una delación?
No se mata a un hombre como a un lobo. Habría sido fácil
acusar al peletero. Repetir la cacería:
alemán-judío-raza- degeneración.
Junto a ese pensamiento mi mano recordó el ademán de
arrugar el programa del film. No quería probar nada. Verbos
elementales. La imagen de Los Niños de Tokio
vino a mi memoria. En aquel entonces, aún desconocía la
habilidad para captar los abismales efectos de pequeñas
conductas.
Texto publicado en revista Ideas, Historias de
las Ideas / Mentalidades / Sensibilidades, Montevideo, número
6, abril-mayo 2000. Publicación a cargo de Cuadernos de Marcha.
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