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©2003
Liliana Heer
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Reseñas sobre Dibujar un elefante en base
al recuerdo de los mirlos
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La Sangre de las Chicas
Por Esther Cross
Buenos Aires, noviembre 2002.
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Los elefantes, famosos por su memoria, se dibujan de memoria.
Como las historias, como el dolor, que más que revivirse puede
evocarse, invocarse. Como los muertos. Como los viajes. Elefante,
memoria, dolor, viaje. La suma de partes no es igual al todo, y esas
palabras sueltas forman el mundo explorado por Liliana Heer en Dibujar un Elefante.
Dicen también que los elefantes yacen en un cementerio
común. Es a esa memoria común del dolor de la
opresión y del abuso adonde lleva esta expedición.
Ahí llegué. Hasta allí me dirijo en estas
páginas.
En 1921, Vivienne de Wateville se fue a África para fotografiar
elefantes de parte de la National Geographic Society. La idea era suya.
Estaba convencida de que los ojos de los elefantes eran verdes. En sus
memorias hay páginas de avance y retroceso. Una vez divisado, el
elefante macho, siempre solo, era difícil de abordar. La
cámara, aparatosa en esa época, hacía tanto ruido
que el animal podía localizarla de inmediato. Alzaba la trompa,
desplegaba las orejas, se daba vuelta, con ojos verdes y todo y
arremetía contra la fotografía y su partida, que
huían de las patas macizas entre matorrales de espinas,
levantando vuelo de pájaros increíbles y una humarada de
polvo que parecía una señal del miedo en la llanura
africana, en todo caso, un mensaje. O sea que de fotos, en vivo y en
directo, casi nada.
Poco importaba. Lo que contaba era acercarse, ver al animal y tratar de
capturarlo en una imagen. Tiempo después, con tal de paliar los
reclamos de la National Geographic, Vivienne de Watteville montó
un documental, en el que se la ve subirse a un burro y despedirse de
los boys, partir a la sabana -peinada y sonriente-, un poco de
set-safari cataratas de tomas en vértigo, seguida de sus gestos
expresivos de huida. Vivienne Watteville fue, creí ciempre, esas
dos: la mujer que conciente de que el acercamiento era peligroso, se
acercaba igual, y la otra, la que edita una película que la
gente puede ver, sin por ello incurrir en la falta de traicionarse
–en su documental no se ven elefantes, de más está
decirlo. Porque el horror no puede contarse pero se lo puede
señalar, anunciar.
De la misma manera, Liliana Heer dibuja una historia. Llena de idas y
vueltas, como las excursiones de Watteville, llena de fundidos a negro
y silencios expresivos, como el documental de Watteville.
Dibujar un elefante es el título de este
cortometraje, más largo que su duración porque sigue,
pasando su propio fin, en la cabeza de quien se sienta a mirarlo. Pero
poco conforme con seguir hacia delante en el tiempo sigue, al mismo
tiempo, hacia atrás. Es que, como Vivienne de Watteville, la voz
en off de Dibujar un elefante
levanta una humareda de preguntas cuando escapa del victimario que, al
verla tan cerca, la apunta una vez más. Y las preguntas quedan
flotando en esas humaredas de silencio y oscuridad que aparecen
sembradas a lo largo del relato.
Los elefantes son así. Una vez cumplido el ciclo, -de tinte tan
violento que tiene un nombre propio, el musk-, el elefante se separa de
la caravana matriarcal. Las hembras y las crías siguen por su
cuenta. La voz en off de Dibujar un elefante forma parte, asimismo, de
una caravana. Seremos todas, será esa parte que llaman femenina
de la naturaleza humana, hombre o mujer. La parte que la historia ha
identificado con los más débiles. El peletero está
solo. Pero viene también de una caravana. No en vano la voz
comienza de manera impersonal, como en un documental al estilo de la
National Geographic, para contarnos de dónde proviene el maestro
peletero de una orden rezagada cuya fuerza desde entonces es la del
resentimiento. En eso sí que no se parece a un elefante porque
la tensión del musk, poco propicia a que Vivienne de Watteville
la retratara, responde a la necesidad de procrear. La del peletero, en
cambio, responde a la necesidad de la venganza. Uno hace que algo
exista y genera la vida. El otro, en cambio, quiere que algo
desaparezca y lo que busca es la destrucción. El aniquilamiento.
El peletero cumple con su cometido y quiere quedarse de esta forma: la
violación es solamente un recurso para instalar un miedo que no
se acabe nunca. Quiere quedarse así para que no lo identifiquen,
confundiéndose en el interior de su víctima. Siempre se
viola más que una parte del cuerpo al violar a alguien. Lo que
se viola es el derecho que tiene ese cuerpo a perpetuarse en la memoria
de la manera que hubiera sido natural. Ahora el cuerpo tiene una
memoria extra, inmerecida, memoria de cosas que vivió y que
cargan los nombres de las partes del cuerpo. Como tatuajes en la piel,
como la marca que deja en una cara la presencia del miedo o la del
hambre. La palabra piel ya no será la misma, ya no será
la misma palabra trenza, nada queda a salvo. Es que el peletero se ha
topado con alguien que no va a callar. En el caso de la voz de Dibujar
un elefante, esa herida, la de la memoria, se afila. La voz que narra
parece muy conciente de que limitarse a contar una violación es
ingresarla en nóminas consabidas, donde lo que puede llamar la
atención es la magnitud de los detalles. Pero contar lo que
puede sentirse en una violación, es otra cosa. Esto es lo que
hace la violencia. Y esto es lo que pasa cuando quieren
señalarla.
Como en el documental de Vivienne de Watteville, hay imágenes
que se congelan, imágenes fijas que se mueven -como en un
temblor- y cortes abruptos -como los que hace el peletero en el cuerpo
sobre el que literalmente trabaja, arrancando la piel- y también
la pantalla en negro, que es el momento exacto en el que la
víctima cierra los ojos debido a la fuerza del golpe que recibe.
Y algo más: el elefante de Vivienne Watteville no ataca a sus
congéneres. Que el peletero de Dibujar un elefante lo haga puede
querer decir dos cosas. O que ataca a sus congéneres o que cree
que hay algunas, que no lo son. Las dos opciones son graves.
Después, el elefante de Vivienne Watteville, se va. Se corta
solo, como dicen. Pero no el peletero. Esa primera imagen de ese
hombre, que recuerda en algo a La Sangre de las Bestias, ya no nos
abandona, aunque no vuelva a verse, durante la película. Una se
arrepiente de no haberlo mirado con mayor detenimiento. Y esa
inquietud, esa necesidad de identificarlo, le dan acto de presencia
constante. Así se opera ese pase por medio del que más
que espectadores nos convertimos en testigos, con el dolor y la
responsabilidad que eso implica.
No es fácil hablar sobre las obras que nos conmueven. A
veces, con decir todo lo que despiertan se cuenta, de una forma
personal pero sincera, lo que esas obras pueden despertar. Como en el
caso, insisto, de los elefantes del documental de Vivienne de
Wattevile. Como casi todos, no vi ese documental que duerme en archivos
inaccesibles, pero lo veo. Lo veo al leer cómo lo cuenta
Vivienne de Watteville en sus memorias. De la misma manera en que leo
muchas cosas que se cuentan al ver las imágenes calladas del
corto de Liliana Heer y Rubén Guzmán. Imágenes
llevadas por el texto del dibujo de memoria de un elefante, que no
está todavía en peligro de extinción.
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