©2003 |
Cuerpo Extraño
El ámbito del relato es una membrana bilabiada. Himen. Cómplice de vocales y sombra consonante,
A la hora de la siesta Traían fardos del campo, montañas de hierba seca. A la hora de la siesta ¿Cómo diluir la tumba que estallaba en su parietal?
Cuando tenía accesos de furia, el Premier encerraba a la Niña en el sótano ignorando el plano de la cárcel o exactamente al revés, creía a pie juntillas en el documento que le habían entregado junto a condecoraciones y prebendas en la ceremonia del nombramiento. Había desplegado ese cartón resquebradizo como quien posee el mapa de un tesoro y deposita en un dibujo la solución de todos los males.
El mundo subterráneo donde todo se podía cambiar de sitio era para la Niña un experimento, lo oscuro se movía por empuje, por derrumbe; ella sentía las pisadas arriba de su cabeza, los ojos dependían de la palabra combustible, de la palabra fósforo. Que hubiera o no luz transformaba la aventura en piedra. Un paraíso azul y anaranjado si la iracundia del Premier no trepanaba paredes, si la voluntad de castigo no la encontraba desprevenida, si los bolsillos contenían granos de anís, si al encender el sol de noche ondulaban desgarros y lo negro desaparecía. Entonces, el tiempo de lo visible, el ciclo que roba la voz fabulada y atesora sonidos iniciaba su expansión. Ir detrás de cada columna, envolver el vacío, rastrear el hueco entre los hierros y la escalera, llegar al rincón de los tachos, los grandes toneles llenos de estopa. Olores narcóticos, hedores balsámicos. Buscar, apartar, perder, revisar, esconder, abrir, sin otro propósito que palpar; lastimarse las rodillas, los codos, las manos, dar impresión de haber sido parte de los escombros, de las ruinas, tener la precaución de disimular el entusiasmo para que el castigo siga siendo castigo y corresponda a los recuerdos del Premier, a su vocación de sufridera. Fingir estar dormida, letalmente dormida, muerta pero no tan muerta como para que el hombre se asuste y crea que el susto paralizó el corazón de la Niña. El futuro le dio la razón, muy bien hizo en guardar el secreto; eso sabía, callar y callar, con uno y con otro, antes y después. No le dijo al Premier que detrás de los elásticos, ni le dijo al prisionero que amaba lo que hubiera podido porque ya no podía; el boquete era pequeño como para un perro grande. Tampoco abrió la boca con el peón de la caballeriza al descrubrir el hueco de salida, y eso que todavía pensaba que era fácil aumentar el diámetro de un caño de acero. De qué le habría servido a ella o a él entrar desde ahí al sótano, se preguntaba como si en su vida la utilidad tuviera algún sentido. Le quedaron las marcas de los arañazos, el rastrillo en la cara, ninguno de los dos podía imaginar, ella donde desembocaría y el peón qué hacía la niña enterrada: Pobre criatura, no está, no la vas a encontrar, tu madrecita se fue al cielo.
Ella cose el himen de la novia de los presos. La habitación anexa al despacho del Premier daba a una sala y la sala a un reducto equipado con un biombo, una camilla y una vitrina. La suma de objetos, algunos de los cuales habían sido trasladados del Dispensario, y la veneración del hombre hacia esa zona de la cárcel eran prueba suficiente. No era lana ni cuero, ¿pétalos?, ¿filamentos? Brillaba entre los dedos de la Niña algo traslúcido. Una línea continua de protestas salía de su boca por no encontrar el hilo de caucho transparente que el Premier, cansado de escupir tabaco, enrollaba al extremo de un lápiz y se ponía a mascar. Texto publicado en la revista Apofántica Nº 2, febrero de 2005 |