Liliana Heer

Textos

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©2003
Liliana Heer

Cuerpo Extraño
Por Liliana Heer




I

El ámbito del relato es una membrana bilabiada.
Su orificio vertical atraviesa el cuadrante como el iris de un felino o el himen más barroco.

Himen.
Cinco letras celebran el pentágono estrellado,
emblema universal de la vida:
una ranura.

Cómplice de vocales y sombra consonante,
la hache colorea el sentido
provoca una andanada melódica,
muge
líquida
en labios
de musgo
y heno



II

A la hora de la siesta
la Niña se escondía en la caballeriza.
Un vapor a orín y centeno espesaba su respiración.
Punta de dardos la piel.
Perseguida,
desafiante,
el impulso temprano,
deshuesado y simple de la curiosidad.

Traían fardos del campo, montañas de hierba seca.
Ella trepaba hasta alcanzar las vigas del techo
y una vez allí,
sólo quería volver a bajar para volver a subir.

A la hora de la siesta
el mal humor del Premier llegaba a su apogeo.
Era suficiente el zumbido de un insecto
para desencadenar el griterío.

¿Cómo diluir la tumba que estallaba en su parietal?
Sin pompa,
con las falanges sordas al toqueteo y la entrepierna humeante,
emprendía el control de la guardia:
un remolino de estados cuartel.



III

Cuando tenía accesos de furia, el Premier encerraba a la Niña en el sótano ignorando el plano de la cárcel o exactamente al revés, creía a pie juntillas en el documento que le habían entregado junto a condecoraciones y prebendas en la ceremonia del nombramiento. Había desplegado ese cartón resquebradizo como quien posee el mapa de un tesoro y deposita en un dibujo la solución de todos los males.
Lo estudió para tenerlo en la memoria y no necesitar verlo más; estudió los cimientos, hizo cubrir el osario, mandó a tapiar la bodega, anuló pozos de agua, pero el sótano le trajo recuerdos y ante los recuerdos el Premier actuó como un hombre cualquiera, se dejó llevar por el aspecto inocente de una habitación debajo de otra, el misterio de una oscuridad más oscura que la noche y creyendo en lo que veía, un espacio limitado por gruesas columnas, paredes de ladrillos sin revoque y decenas de elásticos vencidos, confiado en el rápido descenso, las luces intermitentes de faroles sostenidos por guardias inseguros que no dejaban de cuadrarse y entorpecer la dificultosa bajada, hizo un ademán pueril, levantó los hombros y ordenando cerrar la tapa, dijo: ¿A quién se le ocurriría pasar de una celda a otra?



IV

El mundo subterráneo donde todo se podía cambiar de sitio era para la Niña un experimento, lo oscuro se movía por empuje, por derrumbe; ella sentía las pisadas arriba de su cabeza, los ojos dependían de la palabra combustible, de la palabra fósforo. Que hubiera o no luz transformaba la aventura en piedra. Un paraíso azul y anaranjado si la iracundia del Premier no trepanaba paredes, si la voluntad de castigo no la encontraba desprevenida, si los bolsillos contenían granos de anís, si al encender el sol de noche ondulaban desgarros y lo negro desaparecía. Entonces, el tiempo de lo visible, el ciclo que roba la voz fabulada y atesora sonidos iniciaba su expansión.

Ir detrás de cada columna, envolver el vacío, rastrear el hueco entre los hierros y la escalera, llegar al rincón de los tachos, los grandes toneles llenos de estopa. Olores narcóticos, hedores balsámicos. Buscar, apartar, perder, revisar, esconder, abrir, sin otro propósito que palpar; lastimarse las rodillas, los codos, las manos, dar impresión de haber sido parte de los escombros, de las ruinas, tener la precaución de disimular el entusiasmo para que el castigo siga siendo castigo y corresponda a los recuerdos del Premier, a su vocación de sufridera. Fingir estar dormida, letalmente dormida, muerta pero no tan muerta como para que el hombre se asuste y crea que el susto paralizó el corazón de la Niña. 

El futuro le dio la razón, muy bien hizo en guardar el secreto; eso sabía, callar y callar, con uno y con otro, antes y después. No le dijo al Premier que detrás de los elásticos, ni le dijo al prisionero que amaba lo que hubiera podido porque ya no podía; el boquete era pequeño como para un perro grande.
Tierra ingrata pero no del todo.

Tampoco abrió la boca con el peón de la caballeriza al descrubrir el hueco de salida, y eso que todavía pensaba que era fácil aumentar el diámetro de un caño de acero. De qué le habría servido a ella o a él entrar desde ahí al sótano, se preguntaba como si en su vida la utilidad tuviera algún sentido.

Le quedaron las marcas de los arañazos, el rastrillo en la cara, ninguno de los dos podía imaginar, ella donde desembocaría y el peón qué hacía la niña enterrada: Pobre criatura, no está, no la vas a encontrar, tu madrecita se fue al cielo.



V

Ella cose el himen de la novia de los presos.

La habitación anexa al despacho del Premier daba a una sala y la sala a un reducto equipado con un biombo, una camilla y una vitrina. La suma de objetos, algunos de los cuales habían sido trasladados del Dispensario, y la veneración del hombre hacia esa zona de la cárcel eran prueba suficiente.
¿Qué otro fin podían tener las poleas, roldanas y argollas de las cuales pendían las piernas de la Novia del Rey?
El Rey nunca existió; la Novia era una contraseña de las mujeres dispuestas a entregarse a los guardias para que los guardias les permitieran entregar a los colonos ciertos bienes comúnmente censurados.

No era lana ni cuero, ¿pétalos?, ¿filamentos? Brillaba entre los dedos de la Niña algo traslúcido.

Una línea continua de protestas salía de su boca por no encontrar el hilo de caucho transparente que el Premier, cansado de escupir tabaco, enrollaba al extremo de un lápiz y se ponía a mascar.

Texto publicado en la revista Apofántica Nº 2, febrero de 2005