©2003 |
Diamonds
Wilson no tardó en sentir las agujas del pudor ante el engaño: todos los músicos (menos él) sabían que la gorda repetía canciones en varias lenguas sin dominar ninguna. Cuando la escucharon cantar en inglés, alemán y danés en el teatro del puerto, nadie creyó que el objetivo de la actriz fuera engrupir a alguien. Pasaba de una lengua a otra buscando sonidos y los sonidos salían revestidos del suero mercurial que el uso de consonantes transfiere a las vocales. Por las noches, como quien emerge sin aliento del agua, la actriz tenía sobresaltos. Cubierta por una bata azul extendía los brazos y con timbre de musgo cantaba. Walking on the edge Some days Maybe the sun Walking on the edge These are the danger days You know the attraction La cantante extendía los brazos como si fuera a volar. Un solo impulso le resultaba entrañable: hacer a Wilson feliz. Te abrazo como a un bebé, te amo, abro la valija repleta de rosas, cubro con pétalos el cuarto y luego empieza el sueño de alcohol y barbitúricos, me desvanezco, las palabras no están y el miedo te lleva a meterme en el agua. Todo al revés empieza de nuevo. Así lo contarás por la mañana. Estás seguro de convencerme que se cura la vida. Siento entrar las gotas por la ventanilla de un tren. El viaje es largo, hay bruma, los acordes de tu guitarra eléctrica anuncian las estaciones. Escucho decir que no te gusta viajar, ya has visto los lugares donde nunca has estado, sólo la falta de imaginación puede llevar a alguien a otro sitio. Convocás mi prudencia, exigís que estemos listos para la hora del show. Nos haremos oír, tengo un repertorio de blues infinito. Muchos envidian mis escalas subterráneas, siempre es más bajo el tono que alcanzo. La actriz ladeaba la cara para prender un cigarrillo tras otro sin ser vista. Eso creía. Creía ser invisible. Uno, cuatro, dieciséis, sin cuenta. Texturas de negro, alquitrán espeso, la garganta helada: toser, sacudirse, tiritar. Morir en los ventisqueros. El aire, la ropa, los dedos, el guiño alveolado de las máscaras: un paisaje jeroglífico del agotamiento. La gorda pensaba en Wilson guardián y rápidamente, bebiendo cócteles, asesinaba su tentación de ser protegida. Lo había descubierto una noche espiando por el ojo de la cerradura. El ojo del otro lado: un metrónomo. Ella no podía estar sola de noche y aunque Wilson hubiese tenido el carácter de un sacerdote el pan del deseo levaba su estómago. Un acróbata haciendo piruetas recorría la malla escarlata de la gorda. En vano. La cantante rubia y vencida, vaciada de todo sentimiento, sin pupila ni mirada ni respiración yacía a lo largo de una tina. Las piernas al aire, el torso sumergido como si empollara diamantes. Aunque por la noche le dijera: te abrazo como a un bebé, te amo, cubro con pétalos el cuarto, Wilson sabía que los acordes de su guitarra le importaban menos que ese maldito tren que la llevaba de un extremo al otro del continente. Con una seguridad de sonámbulo, Wilson extrajo de la valija algunos pétalos de rosa. Tenía la ternura de un confidente mientras los esparcía sobre la cabellera de la rubia. Después de haber dicho que tomaría una foto del puente por donde cruzan las cuerdas vocales, la rubia había dejado de hablar. Sólo cantaba. Y si bien Wilson supo que la letra de las canciones le estaba referida, optó por guardar silencio. Lo hizo en segunda instancia, cuando se dio cuenta de que la intención de ella era transferir la intimidad al escenario. Sin emoción Ella jugaba con las palabras. Percutía letras, trasvasaba líquidos. Fue inútil que Wilson la llamara; una ronda de muñecas de papel centelleaba bajo el agua. Ofelia repetía arpegios, quebrados hasta enloquecer. Texto publicado en la revista Confluencia, Fall 2003, volumen 19, |