Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

No es rojo, es sangre
Por Liliana Heer



Como todas las mañanas, también hoy, miro las escenas filmadas en la playa. Veo a un militar de espaldas con los hombros encogidos por el agobio del deber. El militar desde su silla de ruedas da instrucciones a un subalterno.
La playa estaba casi desierta –dice Félix-, sólo había algunas canoas con pescadores recogiendo las redes.
La cámara enfoca un portafolios que más adelante aparece conteniendo un grabador y fajos de billetes. Ni el militar ni el subalterno alcanzan a ver a los pescadores que caminan a pocos metros de las sombrillas haciendo gestos obscenos.
Le comento a Félix que la costumbre de filmar escenas eróticas en la playa debe haber inducido a los pescadores a imaginar que de eso trataba la película. Félix no responde, tiene el vicio de atender sólo a sus pensamientos. Está interesado en describir las técnicas del director. Ross, fiel a la búsqueda de un nuevo realismo, había ordenado desviar la cámara hacia el tramo que unía el muelle con la arena.
Una mancha roja se acerca a la cámara. Cierta lasitud en el andar y el ademán de subir la mano izquierda hasta la cintura hacen pensar que es una mujer.
Hay niebla, algunas gaviotas se precipitan exactas como flechas contra los peces atrapados en las redes. Zoom sobre la mujer vestida de rojo riéndose de los pescadores. Descalza sobre la arena avanza retorciendo el cuerpo diminuto en un baile que pretende imitar a un mismo tiempo a los peces y a las aves. Es muy joven y le faltan todos los dientes.

El advenimiento de la mujer, al principio anacrónico e irreal, no fue vano. La idea era introducir una bifurcación –explica Félix. Plan que luego vería llevar hasta sus últimas consecuencias. La joven de rojo tuvo cada vez mayor peso en el film; desde su aparición detrás de las dunas, cuando insolente abordó con su risa a los pescadores arrebatando las redes y volviéndolas al mar, hasta la última toma.

Tantas veces vi las mismas escenas que no puedo asegurar si las imágenes corresponden al relato de Félix o pertenecen al film.
En la secuencia de la playa, los pescadores corren para detener a la mujer de rojo. Llegan demasiado tarde; ella ha soltado las redes y únicamente alcanzan a rescatar una nutria de mar. El animal yace sombrío, los ojos abiertos, la boca manchada de arena, los labios en un rictus inmóvil dejan asomar sus dientes inferiores. Sobre los flancos y en el vientre, el pelaje pardo y áspero se torna rígido; por una herida que tiene en la paleta mana líquido mezclado con sudor y espuma. Vociferando, el círculo de pescadores rodea el cuerpo del animal.

En la sustancia de la pausa, en la fijeza y el perfecto silencio de la toma, un sonido nace y con él otras voces y movimientos: resuenan olas plácidas, gritan los pescadores, se oyen las carcajadas de la mujer y nuevamente las gaviotas descienden sobre las peces, ávidas.
Sol, la actriz principal, trata de imitar la risa de la mujer desdentada. En medio de querellas, la cámara sigue filmando. Se suceden una serie de negros y blancos.
El título de la película aparece sobre el agua: No es rojo, es sangre. Luego, un coche se acerca; el reflejo duplica las luces de los faros de un Packard. Primer plano de la capota oscura. El subalterno tiene las manos firmes en el volante, el rostro tenso; a pesar de tener un arma actúa como si estuviese a la espera de un balazo en la nuca. La pantalla oscurece mientras una música dulzona se aleja hasta disolverse en una voz que informa el secuestro de un cardenal cuya ausencia impide la elección del futuro Papa. Datos sobre el desplazamiento de tropas son acompañados por rezos de feligreses y ceremonias cuasi paganas.
El desierto avanza sobre la cámara. Un rosario de luces dibuja el golfo y la escollera de la pequeña población. La voz en off alterna con oleadas de música a base de percusión; por instantes, el tono monocorde del emisor impide captar el sentido de lo que dice.

Sucesivamente, la cámara muestra el coche por dentro y por fuera: el conductor abre la puerta y desciende; está vestido con el traje claro que lucía durante la tarde en la playa. Maniatado con jirones de su propia toga, el cardenal duerme en el asiento de atrás.
Mediante un close up la escena se desvanece en la capota del Packard para mostrar a los filmakers y al director discutiendo el plan de las tomas futuras. Ross parece decir: Dios es montaje.

Una tempestad de protestas resuena en la pantalla. La cámara enmarca las manos de Félix abriendo el portafolios negro; en su interior hay fajos de billetes. El teorema de la mentira: re-filmar lo verdadero y lo falso, todas sus caras.
En la pantalla vuelan gaviotas. Con aire extraviado, una de ellas se posa junto a la mujer que ríe, divisa su presa y se lanza en dirección a las redes.
 Pequeños islotes de luz revelan la fachada de los galpones del puerto. Los filmakers se han desplazado hacia los ventanales. Se extienden grandes zonas de sombra. A través de la lluvia llegan ruidos esporádicos.
En la escena siguiente, Sol camina entre las mesas de un bodegón haciendo preguntas sobre la mujer de rojo que durante la tarde tiró las redes al mar. Los pescadores no levantan la vista de sus vasos, pero a medida que ella da vueltas con la mano izquierda sobre su cintura y ríe, comienza a oírse un murmullo. No es lo que se supone: la sexualidad no está en juego; ellos aguardan la llegada de la comida, están inquietos por saber en qué consiste el menú.
      
Un hombre con delantal de carnicero asoma a la puerta; aparta con el codo la estera y modula un dicho popular que los tiempos de guerra han vuelto frecuente:
             -¡A la soupe, mauvaise troupe!
El hombre trae una inmensa fuente de vidrio donde la nutria de mar descansa en la misma posición que tenía sobre la arena.
El hijo del cocinero desliza la cabeza entre las piernas de su padre y apartando el delantal contempla el animal cocido.
Sol se tapa la boca con un puño como siempre que llora fuera de escena pero no llora. Tiene en la boca un rictus que pretende anular bebiendo del vaso más cercano. 
Sol aparece de nuevo. Ha vuelto del bodegón, el puño cubre su boca. Se puede oír la respiración entrecortada por accesos de hipo. En las articulaciones de sus falanges y en los bordes de las palmas permanece adherida esa suciedad negra e indeleble que dejan el aceite o la grasa. Tiene los labios partidos y algunos mechones de pelo se le incrustan en la cara.
Pide que la ayuden. La impotencia de Ross es notoria, lo único que se le ocurre es darle el vaso que acababa de servirse. Sol empieza a hablar después de beber varios tragos de whisky. Empieza diciendo:
            -Parece agua.
Sol se ha vuelto una espectadora de sí misma, quiere saber qué han visto los demás, pide que la ayuden a reconstruir el estallido de los pescadores:
Félix estaba eligiendo un disco en la consola del bodegón cuando el cocinero entró.
El hijo del cocinero entre las piernas de su padre espiaba a través de los pliegues del delantal.
Los pescadores protestaban ansiosos por empezar a comer.
La nutria de mar lucía inmóvil sobre la fuente; un hacha en la mano del cocinero desprendió su cabeza de un solo golpe.

La mujer sin dientes, rota la soga que la mantenía atada en un rincón, irrumpió de un salto arrebatando la nutria.
El hijo del cocinero vio a su padre correr detrás del animal cocido con el hacha en la mano.
Félix recuerda haber caído contra la pared.
La cámara siguió a los pescadores cuando maniataban a la mujer desdentada, su cabeza cubierta por una bolsa.
El sonidista no pudo impedir que Sol interviniera.
Sol respondió a un impulso, quiso agarrar el hacha, se precipitó sobre el cocinero pero los pescadores no estuvieron dispuestos a contemplar un nuevo arrebato. Vieron en el rostro de Sol los mismos gestos burlones que antes les dedicara con risas, preguntas y bailecitos.
Los pescadores habían presenciado los hechos en silencio hasta que de pronto estallaron. Sus gritos tapaban el pedido del más joven de los filmakers que defendía a Sol como si fuese el hermano, sin poder evitar que la llevaran hasta el muelle y la ataran a un aro del espigón. Imposible rescatarla del círculo que habían hecho los hombres.
Félix, mientras tanto, había permanecido dentro del bodegón quitando la bolsa que cubría la cabeza de la mujer de rojo. Estaba pálida e inmóvil como el cardenal. Tuvo que sacudirla para que recuperara el aliento. Felix no estaba solo: el hijo del cocinero con la palma de la mano abofeteaba a su madre que reía y volvía a reír como todas las mañanas.

Variaciones sobre un fragmento de la novela Frescos de amor.