Liliana Heer

Textos

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©2003
Liliana Heer

Suaves como telarañas
Por Liliana Heer




I


(Pata de Bolsa le dicen en el campo al amante que burlando controles penetra en la casa y en la mujer del señor).
Cuando el marido salía Teresa colgaba del alambre para tender la ropa un pañuelo rojo, esa era la contraseña. Roberto cubría con trapos sus pies, precaviéndose, sin dejar huellas. Lejos estaban de suponer que una noche serían descubiertos.

Pata de Bolsa busca el sitio justo donde los alambres ceden, saliva sus manos y las restriega contra el pelo. Sabe que el rapto se avecina. Ha visto el pañuelo rojo pero ignora si esa noche podrán escapar. Entrepierna descalza. El riesgo comparte una dimensión trágica. Si sólo fuera un desconocido. Si la pelea hubiera sido reciente. ¿Cuánto hace que no habla con su hermano Florindo? ¡Maldito! fue la última palabra que cruzaron.

Los amantes conversaban plácidos, a horcajadas las piernas de la mujer, ojos atentos a los ojos, la boca, el pubis. Él había ido a buscarla. Querían huir a la gran ciudad. Perderse entre la gente.
La traición es siempre familiar, con sangre se lava la sangre. Ellos lo saben. Una generación de víctimas curiosas, mezcla de soledad y triángulo obtuso. Los miembros de la muerte sólo conocen su propia voz, es posible reconstruir las líneas siguiendo el griterío.

          No el hambre ni la sed sino el amor, el odio, la  
          piedad, la cólera, son los sentimientos que
          arrancaron las primeras  voces.

Roberto y Teresa yacían abrazados. Florindo, al sorprenderlos sintió vergüenza. La mujer hablaba despacio, su hermano besaba las palabras, de pronto callaron y de pronto rieron. Los derechos perdidos ante la evidencia. Él no hubiera podido impedir nada; su único deseo fue que no se diesen vuelta, que no lo vieran.
Lentamente llegó hasta la despensa, levantó con cuidado la puerta del sótano y se metió en aquella oscuridad hasta el amanecer. Cuando cantó el gallo supo. Aún jadeaba.



II


Sobre sus tacones altos, Teresa recorrió los pocos metros que la separaban del vagón. Roberto a sus espaldas. Guarecidos para que nadie los viese, aferrados al marco de la puerta esperaban que el coche se pusiera en movimiento. Una vez arriba, sin vacilar, caminaron hasta el último asiento. Si alguien observó la partida, seguramente se distrajo con las flores que asomaban por debajo del abrigo negro de la mujer.

Tiene las piernas cubiertas por el vestido largo. Teresa sonríe y repite la letra de una canción que habla de flores bajo la nieve. Es el tema de una película que vio poco antes de casarse. Teresa apoya la cabeza contra la ventanilla, mira el nombre de las estaciones, lee con cuidado cada cartel porque teme haber tomado el tren en sentido inverso.
En la película, la actriz no se había equivocado, quería huir de la ciudad, no ver nunca más a Wilson. La actriz había sido el alma de un conjunto de jazz. Una cantante rubia, gorda y vencida, bajó del tren en una aldea abandonada. Su colorido equipaje sobre la nieve era un inmenso ramo de flores. ¿Y tu corazón?, le había preguntado Wilson mucho antes del viaje. La actriz sufría de palpitaciones, por las noches se incorporaba presa de agitación como quien emerge sin aliento del agua. Cubierta por una bata azul, sentada en el apoyabrazo del sofá donde Wilson ensayaba  partituras, la rubia solía decirle al guitarrista: Sos un ángel, porque él mantenía los ojos abiertos mientras ella dormía. Eso le decía, pero una noche Wilson casi termina ahorcándola. La cantante tenía la garganta morada y él, con sus dedos de zombie eléctrico, susurraba feliz en un rincón: La condenada gorda ha muerto.

          Si alguien quiebra la rutina, la realidad de
          inmediato se vuelve una abstracción.



III


Cuando los edificios comienzan a crecer, Teresa sacude el brazo de Roberto. Él se adormeció en el último tramo; antes supo muy bien probar su lealtad, diluir cualquier semilla de incertidumbre. Unión en la carne. Cuerpos deseados y todavía extraños.

Pata de Bolsa y Teresa llegaron a la ciudad. Quiso la suerte que el hermano mayor reprimiera cualquier signo de violencia. ¿Cómo iban a saber los amantes que habían sido descubiertos? Ante ellos se anunciaba el porvenir. Alquilaron un cuarto próximo a la estación de trenes; el único objeto que la mujer se permitió conservar del matrimonio fue una radio. Al encenderla escuchó en tono de arenga:
-Este no es lugar para diversiones indecentes... Y así finalizamos la pausa para dejarlos a ustedes con ....
Teresa intentó cambiar el dial pero la mano de Roberto interrumpió el movimiento.
          -Mejor que haya ruido -dijo llevándola hacia la cama.

Música radial, ritmos populares, anuncios de espectáculos. Mientras Roberto hace horas extras en el frigorífico Teresa da vueltas por el cuarto. Copia letras de canciones, las memoriza. Tiene ganas de escribir a su familia, contarles que vive en el centro de la ciudad.



IV


Teresa Fuentes (inquilina de una habitación, cocina y baño compartidos) avanza hacia el espejo con su vestido rojo. Es tan estrecho que Roberto le ayuda a subir la cremallera. Un vicio: vestirla y desvestirla. Cuando llegó le dijo a Teresa que cerrara los ojos y fue desnudándola despacio para ponerle el vestido. Quería ver el color de cerca, no flameando en el alambre junto a la ropa de fajina. La contraseña había sido una camisa roja, pero como no era de él  le daban celos. Ni se atrevía a pensarlo: Si la hubiese sacado a bailar en la kermés ahora Teresa sería del hermano.
           
Los hermanos estaban en silencio junto a los barriles mirándola de reojo. Cada uno sin saber que el otro también lo hacía. Por las luces, Teresa no vio quién se acercaba. Le gustaban los dos: engominados, trajes oscuros y camisas blancas. El mayor tenía fama de enérgico. Así la agarró Florindo, soltándola bruscamente al terminar la pieza para después ahogarla contra el pecho: Mansa te quiero, dijo más de una vez mientras la llevaba del hombro hasta la casa. Dejó pasar un mes y fue a pedirla: anillo de compromiso, desafueros, dejarse manosear, mucho silencio.

Florindo entraba y salía del sueño, dormía de a gajos. Diez, cien veces la misma imagen en los párpados. Era indudable que dormía porque ni el mayor de los ruidos lo despertaba, pero también era cierto que sin mediar razón se obsesionaba con la idea de no volver a dormir nunca más. Eso creyó que iba a ocurrirle la noche que se encerró en el sótano. Tenía la sensación de volver al dormitorio: entraba al cuarto y veía a Teresa en la cama con su hermano en idéntica postura, desnudos, conversando, las piernas a horcajadas. Sin embargo, cuando salió del sótano y se acostó en el hueco que los amantes habían dejado en el colchón, no le ocurrió lo que temía. Vacío, silencio, calor, la nieve oscurece al instante, negro en los ojos. Se durmió de inmediato, durmió como solía dormir cuando iba de cacería: de un lado brasas, del otro cenizas: olor a hiel, a fuego, a devorar.



V


Roberto no odia a los hombres que se aproximan a Teresa, simplemente está alerta. Son adversarios no enemigos. Se contenta con vigilar. Espía, hurta, huele en las miradas el desafío, los piropos, la codicia. Entra en el cuerpo de su mujer  llevado por el ansia de asir secretos, fantasías.           Teresa cambió desde que huyeron del campo. Parece una mujer distinta, más reservada, una mujer que atesora lo que siente y evita manifestar placer. Como si cada expresión la privara de éxtasis o el éxtasis sólo pudiera alimentarse en un espacio mudo.
Las promesas cautivas en el dormitorio donde nunca supieron que habían sido descubiertos y junto a las promesas el ardor. Ese ardor insaciable que está hambriento de hambre y maldice la obligación, el deber marital, la brutalidad sin palabras de Florindo en medio de la noche.
Teresa le rogaba a Pata de Bolsa que la llevase lejos, porque entre un hombre y una mujer el único infierno es olvidar la tentación. No es que ella la hubiese olvidado; de sólo pensarlo a Roberto se le abría la úlcera. Cada pensamiento un estilete. Sólo la primera noche, los primeros días, a pesar del frío ella se desnudaba. Al principio no había cambiado, recorrían las calles del centro buscando un lugar para vivir; después se fue poniendo arisca. Se dejaba vestir y desvestir pero enseguida, bajo cualquier excusa, tenía puesto el camisón bordado. No había traído otra cosa del ajuar. En un arranque de furia Roberto pensó en quemarlo, pero el fuego trajo el recuerdo del hornillo y el hornillo al batón y el batón a su madre y su madre a Florindo y Florindo a la higuera y la higuera al alambre y el alambre a la camisa roja que veía desde el camino mientras contaba los pasos que había entre la casa y la tranquera. No la distancia en metros sino los pasos de sus pies envueltos en bolsas para que no dejaran huellas.
No se pregunta si Teresa piensa en Florindo, descarta la idea. Esa inquietud está vedada.

          La inercia tiene poca importancia en circuitos
          de corriente continua.



VI


Muda en la cama para apartar recuerdos, mordiéndose los labios, oyendo que era hermosa y él la deseaba tanto. Cada vez más pálido, ojeroso, las manos de un artista cuando la acariciaba. Suaves como telarañas. Roberto quitándole la ropa le decía: ¿No ibas a estar desnuda, siempre en la cama, esperando que vuelva, rogando que te haga mía, que te enloquezca? Sos libre, así te quiero, de eso me enamoré, todo mi amor para una sola mujer: la puta de mi hermano. Entregate a cualquiera, yo no voy a sufrir, quiero volver un día y que me cuentes que estuviste con otro. Sé que lo callarías,
conozco tus embustes. ¿Te arrancaba la ropa? Pobre Florindo, ¿cómo pude creerlo? Querías venir a la ciudad para ir al cine. Lucirte por las calles. Lo importante del cine es que está oscuro y pueden manosearte como lo hacía mi hermano. Yo estaba atrás de ustedes, ni miré la película, los oía gemir como animales. Te voy a hacer acordar cómo lo hizo: sedoso entre las piernas, despacito. Primero te negabas, ofendida. Nos vamos a casar, dijo él confiado y se te volvió a echar encima. ¿Si iba a defenderte? Nunca de lo que te gustara, y te gustaba rubia, te gustaba... Jadeabas más que hoy.  

Fragmentos extraídos de la novela Pretexto Mozart.
Texto publicado en revista La Pecera, número 7, 2004.
Texto traducido al serbio por Ljiljana Popovic-Andjic y  Branko Andjic, publicado en la revista Pismo, No. 78/79, 2004, Belgrado, y de pronta aparición en una antología del nuevo cuento latinoamericano publicada por Casa Editorial Geopoetika, Belgrado.