©2003 |
Acuarela trágica
Hermano de mi alma, Hay un abismo irónico entre lo que sé y aquello que me incita a recordar, una verdad más intensa que cualquier reflexión. Me guío por mapas incorrectos y otras ayudas falsas, imagino, el fin y el origen sin interferencias, siempre en dirección al vacío. Anner era su nombre: mi madre me encendía como una centella; busco ese esplendor. Golpeo la puerta con las manos, con los pies, al fin se abre. Ella está sentada y mira a la altura de su rostro, del rostro de un adulto. ¿A quién espera? Muerdo esa pregunta, tengo en la lengua telas de araña, aspiro el aire y lo espiro con dificultad. Quiero decir algo como quien intenta saltar o zambullirse. Un abanico se abre dentro de mí. Siento olor a naranjas maduras. Tuve malos sueños. Hay gente alrededor, un desconocido acompaña la agonía. La luz disuelve el moblaje, las estanterías, el lecho. Anner mira como si no tuviera de quien despedirse, luego mira la pared, un pedazo de pared extenso, variado, una demolición. Yo abro los poros, la garganta, las arterias; abro una cueva, una brecha y aliso con la punta de los dedos la ropa que voy poniendo en una valija. Guardo un vidrio oscuro, está rotulado. Debería irme, el combate es largo, desigual y ni siquiera puedo decirle a la adversaria: Me rindo. Una madre tiene sutilezas, si nos crea después nos olvida. Durante aquella tarde, numerosas personas caminaban por distintas partes de la casa; en la sala y en el cuarto de armas hay invitados. Nuestro padre está de viaje: Los invitados esperan en silencio, algo me atrae en ellos, el ímpetu de la llegada, los gestos medidos, la consonancia. Juego con un reloj de cadena, cubro y descubro las tapas, también río con otros niños junto a la verja al ver salir de nuestras bocas niebla. Recuerdo algunos carros y huellas sobre el piso blanco. Oigo frases de contenido inexplicable. En la cocina mataban peces, cuerpos plateados en una canasta. Quiero uno, envuelto en trapos se mueve, siento la respiración antes de dormir. Desde las habitaciones del fondo se escuchan tus gemidos, pocos acuden a mirarte. Cuando el padre regrese tampoco te verá. Poco después la casa quedó deshabitada, puedo moverme a voluntad, no existe ningún cuidado, exploro corredores, pasadizos, desvanes, trepo escaleras. En las paredes del salón hay cuadros: hombres llenos de orgullo y gratitud, prisioneros de realidades ilusorias, con uniformes, condecorados, la expresión de una fe infatigable. Me deslumbra el don irresistible de ver, como si bajo la luz de un rayo, en plena niebla, descubriera los ojos de una multitud, también su farsa. Del mismo modo que se emprende el recorrido de un museo o un barrio, emprendo la conquista de este mundo lleno de ecos donde cada pasaje se superpone. En la parte posterior de la casa vive una enfermera; eterno olor a desinfectante y voces de radio. Unto los dedos en miel para que el niño calle. Tu lengua me estremece. Mi soledad tiene tentaciones, todo se vuelve apacible, solemne. Obedezco a leyes absurdas, la memoria asimila inventos, disloca sucesos. Anner murió muy pronto, haces oscuros los cabellos, en las sienes reflejos azules. El silencio, las palabras, sus ademanes parecían tener un porvenir vasto. Recuerdo su voz: dos minúsculas cuerdas de seda, alguien que conoce los interrogantes, el ardor. Improvisación, introitos, acordes, ella alcanza esos tonos a través de cercos de alambre. Tienta oír su inmediatez. Baladas por el ayer, por la última flor del verano. Es domingo, está oscuro, amenaza llover, seguramente Orlac mira viejos álbumes en lugar de asistir a la misa de oficiales. Busca rostros de la época en que Anner actuaba, fotos con dedicatorias que ahora posee, cuya fragancia huele mientras habla. Pide que Anner le cuente, él que siempre prohibió que le contara. Sólo le permitía mecerme en silencio. Anner para nadie, ni siquiera para él. Con el mismo ruido de jaula cerrándose, abre la tapa y la invita a tocar. Una población ficticia lo rodea, él dirige de pié emitiendo sonidos más y menos altos; otras veces ejecuta instrumentos, otras se limita a suplicar. Son tardes locuaces, habla en tono humilde, ruega a los músicos que lo acepten, lentamente esgrime causas con abogados y oficiales de justicia, pasa del sindicato a la corte, la acusa de adulterio. Sigo a Orlac sobre las mismas piedras en desoladas tardes de domingo, habla como siempre que pasea por los patios, habla con Anner, se conduele, reprocha, protesta. Hubo también mañanas en que despertó diciendo: Entre rejas, para mi madre fui una distracción. Me aferraba a su cuerpo como si hubiese tormenta o soltaba mi mano como quien se quita un anillo. En este mundo, para nuestro padre soy la posibilidad de limpiar el pasado. Llegó el día en que resguardándome del instinto empezó a distanciarse. El alcohol le devolvía la razón aunque también la perdiera. Me enviaba orquídeas por los aplausos del estreno, pero enseguida partía. Desbaratada la ilusión, volverá a construirla. Habría querido sacarte de esa casa en la que estabas encerrado desde el día de los peces, atravesar contigo la ciudad, el cuartel y otras fronteras, llevarte lejos, a un sitio donde nadie supiera quiénes éramos y al mismo tiempo nadie ignorara nuestra unión. Solos en una plaza cubierta de cielo. Solías llorar por las frecuentes infecciones cuando fui testigo del inmenso respeto que Orlac inspiraba; un sentimiento más próximo al temor que al compromiso. Celebraban la boda, volvían a celebrarla con el mismo sacerdote luciendo hábitos de obispo. Los invitados, aquellos a quienes el mayordomo había servido licor el día de la muerte, festejaban el casamiento, bendecían la unión entre la cantante y el General, convencidos de que desmentirlo habría sido imperdonable. Lo supe porque mi presencia los perturbaba, a ellos, no a nuestro padre. Nada grotesco en su comportamiento, se movía entre la gente con la ilusión de haberla recuperado, con la alegría de apresarla de nuevo. Sentada en la mecedora comparto el entusiasmo, observo a Orlac frente al sacerdote, no necesita mirar, Anner está allí; tampoco debió haberla mirado mientras vivía. Como los animales de presa, intuye, huele, sabe que lo único que anhela es el deleite de sentir otra vida en sus manos. No existió orden que prohibiera hablar de la muerte. Anner está viva, nunca has nacido. El sacerdote consigue una enfermera para los cuidados de Javier: así te nombran. El olor, las luces, los ruidos en la parte posterior de la casa molestan al General. Más tarde tu crianza estuvo a mi cargo sin ninguna consigna. Ignoras que soy tu hermana, esa palabra no se pronuncia. Nuestro padre te odia, detesta el olor a alcanfor, se irrita, profiere ofensas. La enfermera abotona su vestido blanco, las costuras estallan pero no devuelve agravios. Una vez más recibes baños de vapor en la tina, la radio confunde tus quejidos con otra clase de programa. Gorda y de blanco tararea canciones. Orlac prohíbe el llanto, se enfurece, asido al vano de la puerta, insulta, los echa. La enfermera es un soldado, jamás reacciona, canta versos sueltos de carnavales antiguos. Canta como si fuera sorda. Una noche cedí a la atracción del piano, toqué con precaución, como si tuviese que dormir una inquietud intensa. Hay algo conmovedor en recorrer teclas que siguen un ritmo inesperado. Existen circunstancias que propenden a la duplicación. Pude sentir tus pasos desde la puerta hasta el círculo de luz que me envolvía. Eras la réplica de mi propia figura cuando en puntas de pie me acercaba a esos sonidos temerosa de que Anner se diese vuelta, temerosa de interrumpirla. Tenía sus manos tan presentes que en un momento creí verlas sobre el teclado: dos veces vivo mi amor por ella, dos veces imperdonable tu aparición. Despierto cuando la lluvia recrudece, ondean por el cuarto numerosas banderas. Demoro en reconocer los muebles, todo tiene un sentido arbitrario. Me miras con aire extraviado; un nuevo tono atraviesa tu carne, esa transparencia de uvas blancas cuando entrevemos la sombra de semillas. Surgen señales sinuosas y veloces, abro mis manos delante de tus ojos, alimento un capullo, es como si dijera "escúchame", pero no hablo. La palabra exorciza, consagra encantamientos; es también ese animal que descubre carcasas podridas. Eres dócil por naturaleza, puedo someterte a cualquier clase de tiranía con delicia, hay tanta bondad en tu cariño que siento temor de extraviarme. Había experimentado algo similar en relación a mi madre, pero entonces era yo la protagonista de esa bondad. Ella cosechaba mi amor a prisa, como quien recoge los frutos de un jardín privado, con saciedad cruel. Variaciones sobre la novela Frescos de amor, editorial Seix Barral, 1995. |