Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

 

 


Acuarela trágica
Por Liliana Heer


                                                            a Tristana Muraro

Hermano de mi alma,
Hace años estoy en deuda contigo; se trata de una deuda histórica que no elegí contraer pero tampoco intenté diluir. Voy a comenzar desde el principio, ese principio coloreado por tu nacimiento y la muerte de Anner.
Nuestro padre estaba lejos, el médico presentía un parto normal, sin complicaciones, pero de pronto dejó de escuchar latidos. Silencio, incesante fluir, giraba el desierto con su fulgor perdido, manchas azules en las sienes, color tiza el cuerpo, las mejillas. El médico hablaba entrecortado, decía, desdecía.
Aquella tarde, fui espectadora de movimientos, voces, cadencias que irían perdiendo fuerza. El niño que eras, como se carga un pecado, fue conducido hacia atrás. Por la noche, lloras y soy incapaz de consolar. Las caras nuevas me intimidan, sin duda eres un extraño;  alguien debe haberte perdido. Hago preguntas, no recibo respuestas, con cautela soy alejada de tu cuna.

Hay un abismo irónico entre lo que sé y aquello que me incita a recordar, una verdad más intensa que cualquier reflexión. Me guío por mapas incorrectos y otras ayudas falsas, imagino, el fin y el origen sin interferencias, siempre en dirección al vacío. Anner era su nombre: mi madre me encendía como una centella; busco ese esplendor. Golpeo la puerta con las manos, con los pies, al fin se abre. Ella está sentada y mira a la altura de su rostro, del rostro de un adulto. ¿A quién espera? Muerdo esa pregunta, tengo en la lengua telas de araña, aspiro el aire y lo espiro con dificultad. Quiero decir algo como quien intenta saltar o zambullirse. Un abanico se abre dentro de mí. Siento olor a naranjas maduras.

        Tuve malos sueños. Hay gente alrededor, un desconocido acompaña la agonía. La luz disuelve el moblaje, las estanterías, el lecho. Anner mira como si no tuviera de quien despedirse, luego mira la pared, un pedazo de pared extenso, variado, una demolición. Yo abro los poros, la garganta, las arterias; abro una cueva, una brecha y aliso con la punta de los dedos la ropa que voy poniendo en una valija. Guardo un vidrio oscuro, está rotulado. Debería irme, el combate es largo, desigual y ni siquiera puedo decirle a la adversaria: Me rindo. Una madre tiene sutilezas, si nos crea después nos olvida.

          Durante aquella tarde, numerosas personas caminaban por distintas partes de la casa; en la sala y en el cuarto de armas hay invitados. Nuestro padre está de viaje:
            -No hemos podido avisarle al General Orlac.
            Se toman providencias, impiden que me acerque.
-Federica es demasiado pequeña.  

            Los invitados esperan en silencio, algo me atrae en ellos, el ímpetu de la llegada, los gestos medidos, la consonancia. Juego con un reloj de cadena, cubro y descubro las tapas, también río con otros niños junto a la verja al ver salir de nuestras bocas niebla. Recuerdo algunos carros y huellas sobre el piso blanco. Oigo frases de contenido inexplicable. En la cocina mataban peces, cuerpos plateados en una canasta. Quiero uno, envuelto en trapos se mueve, siento la respiración antes de dormir. Desde las habitaciones del fondo se escuchan tus gemidos, pocos acuden a mirarte. Cuando el padre regrese tampoco te verá.
 
          Por algunos instantes el viento helado lastima mis ojos. El mayordomo deja de atender a los invitados, lo espío mientras descuelga los vestidos de Anner; llora como cuando rompía algo y ella lo increpaba. Nunca le importó lo que dijera el General Orlac. Él había cuidado a mi madre desde niña, fue su guardián en el extranjero. Los años más felices, solía decir contando la historia del foulard que encontraron a orillas de un lago. Había sido mayordomo en una familia donde reinaba el caos, el caos con los encantos del azar.
 
          Tu llanto precipita el desorden, la impaciencia. En marcha acompasada se oyen los  tambores a través de las galerías, veo soldados y flores y caballos. Un sacerdote canta  estrofas de una oda, ese mundo heroico donde los amantes mueren. 

          Poco después la casa quedó deshabitada, puedo moverme a voluntad, no existe ningún cuidado, exploro corredores, pasadizos, desvanes, trepo escaleras. En las paredes del salón hay cuadros: hombres llenos de orgullo y gratitud, prisioneros de realidades ilusorias, con uniformes, condecorados, la expresión de una fe infatigable. Me deslumbra el don irresistible de ver, como si bajo la luz de un rayo, en plena niebla, descubriera los ojos de una multitud, también su farsa. Del mismo modo que se emprende el recorrido de un museo o un barrio, emprendo la conquista de este mundo lleno de ecos donde cada pasaje se superpone. En la parte posterior de la casa vive una enfermera; eterno olor a desinfectante y voces de radio. Unto los dedos en miel para que el niño calle. Tu lengua me estremece.

            Mi soledad tiene tentaciones, todo se vuelve apacible, solemne. Obedezco a leyes absurdas, la memoria asimila inventos, disloca sucesos. Anner murió muy pronto, haces oscuros los cabellos, en las sienes reflejos azules. El silencio, las palabras, sus ademanes parecían tener un porvenir vasto. Recuerdo su voz: dos minúsculas cuerdas de seda,  alguien que conoce los interrogantes, el ardor. Improvisación, introitos, acordes, ella alcanza esos tonos a través de cercos de alambre. Tienta oír su inmediatez. Baladas por el ayer, por la última flor del verano.

           Es domingo, está oscuro, amenaza llover, seguramente Orlac mira viejos álbumes  en lugar de asistir a la misa de oficiales. Busca rostros de la época en que Anner actuaba, fotos con dedicatorias que ahora posee, cuya fragancia huele mientras habla. Pide que Anner le cuente, él que siempre prohibió que le contara. Sólo le permitía mecerme en silencio. Anner para nadie, ni siquiera para él.
          -Hubieras podido escoger mil caminos distintos. Nada de música. Voy a quebrarte las muñecas cada vez que te encuentre susurrando canciones al piano.

          Con el mismo ruido de jaula cerrándose, abre la tapa y la invita a tocar. Una población ficticia lo rodea, él dirige de pié emitiendo sonidos más y menos altos; otras veces ejecuta instrumentos, otras se limita a suplicar. Son tardes locuaces, habla en tono humilde, ruega a los músicos que lo acepten, lentamente esgrime causas con abogados y oficiales de justicia, pasa del sindicato a la corte, la acusa de adulterio.
          Nunca creyó en su muerte, pensó que lo habían engañado, el nacimiento del niño le pareció inverosímil, los decires del médico falsos. Para él Anner vive, la servidumbre deberá comprender o será despedida.
           -¡Se fue con otro!- gritó durante años cada vez que bebía y cada vez que bebía necesitaba viajar, ir tras distintas orquestas, sobornar a los cantantes, elegir entre sus amigos un espía, un doble, un traidor.

Sigo a Orlac sobre las mismas piedras en desoladas tardes de domingo, habla como siempre que pasea por los patios, habla con Anner, se conduele, reprocha, protesta.
-Debí tratarte de otro modo, nadie se burla de la crueldad. Te resistías a mis órdenes aunque fingieras respeto. No debí olvidarme que eras hija de Boris. ¿Qué se puede esperar de un padre jugador? Llevabas su trampa en la sangre, eras la mascota de un sinvergüenza. Aprendiste a cantar para engañarme, sobre un escenario es mucho más fácil elegir. Se muy bien que fui tu mejor apuesta, un General, eso querías, teniéndome tendrías a la tropa, y yo tan crédulo defendiendo el canto ante los soldados. Mi virgen, mi santa madre te llamaba cuando nació la pequeña Federica; mientras tanto tus ansias crecían, la alimentabas delante de todos para mostrar los senos. Me conformaría con saber que fue una jugada tuya y no de Boris. Todos mienten. Debe ser el miedo, tu propio miedo te mantiene lejos. Es sólo cuestión de tiempo, debes estar con alguien a quien poco le durará la fortuna en manos de tu padre. Nunca he tenido celos, la verdadera unión es con él, temblabas de dolor cuando lo perseguían sus acreedores. Nunca pudiste aceptar que era mío el dinero que salvaba. Anarquistas malditos, se creen dueños de todo; casada con un General y despreciando al ejército, como si el arte y la locura estuvieran exentos de pecado.

            Hubo también mañanas en que despertó diciendo:
-Tengo necesidad de maldecir.
            Maldecía en voz baja, pero a medida que iba dando forma a sus pensamientos el rencor proliferaba. No sólo Anner era la causante de su ira.

         Entre rejas, para mi madre fui una distracción. Me aferraba a su cuerpo como si hubiese tormenta o soltaba mi mano como quien  se quita un anillo.
            Un automóvil se aproxima, Anner sube, el hombre que conduce la incita a apresurarse. Ella me observa con disgusto, la expresión que genera una herramienta inservible. Por la noche vuelve, me mira, abre sus brazos: sabe que iré corriendo a recibirla. Tiene los ojos tan oscuros que apenas veo sus pupilas.

          En este mundo, para nuestro padre soy la posibilidad de limpiar el pasado. Llegó el día en que resguardándome del instinto empezó a distanciarse. El alcohol le devolvía la razón aunque también la perdiera. Me enviaba orquídeas por los aplausos del estreno, pero enseguida partía. Desbaratada la ilusión, volverá a construirla.

          Habría querido sacarte de esa casa en la que estabas encerrado desde el día de los peces, atravesar contigo la ciudad, el cuartel y otras fronteras, llevarte lejos, a un sitio donde nadie supiera quiénes éramos y al mismo tiempo nadie ignorara nuestra unión.           Solos en una plaza cubierta de cielo.
      
         Sé que nos movía una fuerza engañosa, nuestro espanto era legítimo, también el asombro, es difícil concebir un placer no vedado. Todos los niños han conocido esa atracción, no se necesitan demasiadas virtudes para el riesgo, porque se odia la vida aunque una obsesión humilde indique lo contrario. Habría querido que fueses un muñeco, menospreciaba tu confianza, la ingenuidad, el pedido constante de ratificar el parentesco: esa ridiculez. Querías que ambos perteneciéramos a la misma estirpe, insistías, llegabas a enfermar por oír que eras mi hermano. Yo no podía entender una preocupación tan vana, simplemente observaba el efecto de mis palabras, dueñas de tu mundo, las mirabas salir de mi boca confiado en un consuelo que no siempre obtenías.

          Solías llorar por las frecuentes infecciones cuando fui testigo del inmenso respeto que Orlac inspiraba; un sentimiento más próximo al temor que al compromiso. Celebraban la boda, volvían a celebrarla con el mismo sacerdote luciendo hábitos de obispo. Los invitados, aquellos a quienes el mayordomo había servido licor el día de la muerte, festejaban el casamiento, bendecían la unión entre la cantante y el General, convencidos de que desmentirlo habría sido imperdonable. Lo supe porque mi presencia los perturbaba, a ellos, no a nuestro padre. Nada grotesco en su comportamiento, se movía entre la gente con la ilusión de haberla recuperado, con la alegría de apresarla de nuevo.

          Sentada en la mecedora comparto el entusiasmo, observo a Orlac frente al sacerdote, no necesita mirar, Anner está allí; tampoco debió haberla mirado mientras vivía. Como los animales de presa, intuye, huele, sabe que lo único que anhela es el deleite de sentir otra vida en sus manos.
Sorteando la custodia, detrás de los muebles, dormida me llevan en brazos al amanecer.

          No existió orden que prohibiera hablar de la muerte. Anner está viva, nunca has nacido. El sacerdote consigue una enfermera para los cuidados de Javier: así te nombran. El olor, las luces, los ruidos en la parte posterior de la casa molestan al General. Más tarde tu crianza estuvo a mi cargo sin ninguna consigna. Ignoras que soy tu hermana, esa palabra no se pronuncia.

          Nuestro padre te odia, detesta el olor a alcanfor, se irrita, profiere ofensas. La enfermera abotona su vestido blanco, las costuras estallan pero no devuelve agravios. Una vez más recibes baños de vapor en la tina, la radio confunde tus quejidos con otra clase de programa. Gorda y de blanco tararea canciones. Orlac prohíbe el llanto, se enfurece, asido al vano de la puerta, insulta, los echa. La enfermera es un soldado, jamás reacciona, canta versos sueltos de carnavales antiguos. Canta como si fuera sorda.

          Una noche cedí a la atracción del piano, toqué con precaución, como si tuviese que dormir una inquietud intensa. Hay algo conmovedor en recorrer teclas que siguen un ritmo inesperado. Existen circunstancias que propenden a la duplicación. Pude sentir tus pasos desde la puerta hasta el círculo de luz que me envolvía. Eras la réplica de mi propia figura cuando en puntas de pie me acercaba a esos sonidos temerosa de que Anner se diese vuelta, temerosa de interrumpirla. Tenía sus manos tan presentes que en un momento creí verlas sobre el teclado: dos veces vivo mi amor por ella, dos veces imperdonable tu aparición.
          No entendías. Eras un niño como todos, vulgar, necio e inútil, un niño criado por la servidumbre, peor que un salvaje, un inocente.
          Debí encerrarte aunque gritaras, lograr que prometieras obediencia, sumisión. Utilicé expresiones similares a las del General. Quise a nuestro padre mientras te golpeaba y más lo quise cuando tu rostro me incitó al consuelo. Esa noche velé tu inquietud como una amante. Recuerdo las primeras caricias, temblabas de asombro sin entender la reversión del dolor. Inadmisible el éxtasis que sobrevendría: brillante y rojo, una palpitación, la desesperada alegría del sosiego.

          Despierto cuando la lluvia recrudece, ondean por el cuarto numerosas banderas. Demoro en reconocer los muebles, todo tiene un sentido arbitrario. Me miras con aire extraviado; un nuevo tono atraviesa tu carne, esa transparencia de uvas blancas cuando  entrevemos la sombra de semillas. Surgen señales sinuosas y veloces, abro mis manos delante de tus ojos, alimento un capullo, es como si dijera "escúchame",  pero no hablo.
          -¿Nuestros cuerpos pueden verse, Federica?
          -Sabes que sí. Como si hasta ahora hubiesen estado ciegos.

La palabra exorciza, consagra encantamientos; es también ese animal que descubre  carcasas podridas.

        Eres dócil por naturaleza, puedo someterte a cualquier clase de tiranía con delicia, hay tanta bondad en tu cariño que siento temor de extraviarme. Había experimentado algo similar en relación a mi madre, pero entonces era yo la protagonista de esa bondad. Ella cosechaba mi amor a prisa, como quien recoge los frutos de un jardín privado, con saciedad cruel.

Variaciones sobre la novela Frescos de amor, editorial Seix Barral, 1995.
Publicado en la antología Mi madre sobre todo, selección de Gloria Lenardón y Marta Ortiz, Editorial Fundación Ross, Rosario 2010.