Liliana Heer
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©2003
Liliana Heer

 

 

 

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Epílogo
Por Eduardo Stupía


Dada la apuesta conceptual de arquitectura gráfica que el dúo Heer–Saavedra ensaya en este libro, parece especialmente adecuada la inclusión en él de un epílogo, antes que un prólogo.
Aquí parece cumplirse el axioma de John Keats: “Escuchamos las dulces melodías, pero más dulces aún son las que no escuchamos”.
Aquí todo ya ha sucedido y todo es el dulce regusto del silencio, como esa bandada de pájaros que ve Borges solo cuando cierra los ojos, el eco de una fuga en ausencia.
La singular extensión que hemos visto abrirse con la ubicación tipográfica del poema, desde el extremo superior de cada página hacia abajo, se resiste a ser una mera diagramación que engalana discretamente el soporte físico para convertirse en caja de resonancia, donde el blanco es un muro rebatido en el que repican como ondas sonoras los efectos metabólicos de una gramática cincelada en la extracción y el desvío, la sustracción y el amague.
En su extensión casi miniaturista, que es a la vez experimento de duración y ensayo alquímico de persistencia, cada poema se erige con la microscópica fastuosidad reluctante de un palacio en negativo que nos es re-velado con una lupa empañada: cada verso es el vaivén entre la luz que deja entrever la escena y el telón que se cierra, el acto de una enunciación que al enhebrarse despliega su delicado rebatimiento.
Una económica utilería escritural compone escenario, ficción, acción y fábula. Y, en la porosa recámara de la página, frasea su avance como un espejismo sensorial y perceptivo, renovado grado cero para que la lectura hedonista quiera volver al punto de partida, como si la conclusión del recorrido tuviera el efecto instantáneo de un bumerang que atraviesa en reversa el cielo blanco del papel para que releer sea una de las formas de no haber leído.
En el sucesivo plenilunio donde Heer–Saavedra conjugan la noche de una primera lectura, su estrategia experimental nos acorrala según el doble impulso de la inercia progresiva que extrañamente se ve afectada de un inductivo tironeo retroactivo, mientras no dejamos de advertir una inquietud de visiones residuales que presentimos a punto de aparecérsenos detrás de nuestros ojos, en un raro territorio impalpable pero de aparición incipiente: el teatro mudo de la palabra y su hueco, su hueso, como un sonido armónico visual que persiste aun cuando ya hace tiempo que se ha pulsado la cuerda. Es así como el último poema hace de su página un estanque vertical en cuya superficie se refleja en flashback el anterior, y  sucesivamente todo el libro.
La proporción perfecta entre el retórico punto final y un arranque que parece haber empezado antes de su propio inicio sustenta la alta pausa de vertical mutismo gráfico que exalta el protagonismo del proverbial hiato en la lectura. Y en ese momento inesperado nos acomete la inquietante sensación de que allí acecha, como en una pantalla calcinada, la fértil visualidad sonora que el poema ha desplegado en el puro artificio de su frugalidad bifronte, para desvanecerla enseguida como fraguando la melodía óptica de una fisonomía invisible.
Sustancias, situaciones, oficios, materiales, gestos disimulados y actos furtivos se suceden en marchas y contramarchas que contaminan de oclusión y elipsis aquello que sin embargo es tan fáctico y visible como esas piedras en cuya epidermis creen detectarse imágenes y signos en el instante mismo en que la piedra vuelve a cerrarse sobre sí misma.
Especialmente en las partes tercera y cuarta –de una obra que excede ontológicamente la normativa de cualquier capitulado–, asoma una desperdigada troupe de personajes que apenas alteran la preciosa ecuanimidad del sistema y nos hacen señas y muecas, camuflados entre las bambalinas de la propia fisiología semántica que los anima.
Desapegados y fanáticos, líricos y científicos, admonitorios y delirantes, Liliana Heer y Guillermo Saavedra se retiran de su jardín de los cantares insinuando un sainete extraterritorial con ecos expresionistas: la partera, el cartero, la actriz, el general, el fraile, la aviadora, el rufián se enfrascan en las peripecias de la lengua, que muestra su backstage de maquinaria haciendo del sentido un puro efecto geométrico: sedimentos figurales de un tarot cuya trascendencia predictiva es apenas la gloriosa resaca de un oráculo secular que nos conduce al maelstrom de su núcleo sin centro, sostenidos en el fascinante intercambio de operaciones sustantivas y verbales que, para el afortunado lector, siguen creciendo en loop como una plusvalía infinita que arranca en el instante mismo de su conclusión.