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Liliana Heer
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Liliana Heer |
Presentaciones de Capone en Septiembre
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El Imaginario Cultural
Buenos Aires, 20 de Septiembre de 2018
HEER, UN VERBO INTRANSITIVO
"A propósito de Capone en septiembre", leído en la presentación
Por Guillermo Saavedra
Sinceramente, después de haber leído, en este magnífico dispositivo de filosas incertezas que es Capone en septiembre, no solo el extraordinario despliegue de la escritura de Liliana, sino también los luminosos textos, las “Apostillas finales” y la contratapa de quienes hoy nos acompañan en esta celebración, Ana Arzoumanian y Eduardo Stupía, la sensación que tengo es que poco cabe agregar. No lo digo por pereza, ni por cortesía de circunstancias hacia los autores, ni por creer que hayan agotado algo, el decir acerca de, o a partir de, o en consonancia con, el libro de Liliana. Lo digo porque me siento dicho por esos textos, con alegría.
En todo caso, lo que intento aquí es glosar de alguna manera mi entusiasmo por esa tríada textual que resuena y nos hace resonar en esta caja de herramientas magnéticas de Liliana. Una caja que, como bien dice Ana en su texto, no pone en juego una escritura sobre sino una escritura que es. O, como alguna vez me dijo el gran Leónidas Lamborghini sobre un texto mío, comentario que atesoro con gratitud, la de Liliana no es una escritura que refiera algo sino una escritura que actúa ese algo. No es una representación sino la reformulación, por vía de la tergiversación más deliberada y audaz, de un universo, el de la estructura mafiosa de todo poder, el de la constitución del capitalismo como gran banda delictiva, de la cual Capone, sus precursores y sus herederos no son más que la manifestación metonímica. Algo que advirtió muy tempranamente con su habitual perspicacia Bertolt Brecht en su Arturo Ui y que la saga de El padrino rubricó para siempre. Capone no es un desvío criminal de la senda virtuosa de una sociedad sino la expresión necesaria del vicio primordial que hace posible esa sociedad, la norteamericana de los años 20 y 30, y la de hoy en tantos rincones del planeta, si no en todos.
Pero este libro no es una aproximación anecdótica, ni sociológica a esa cuestión. Tampoco es novela (lo dice Arzoumanian), ni poesía lírica intimista. Es una desvertebración política que hace del lenguaje un espectáculo, no en el sentido banal de la cultura del entretenimiento: todo lo que es actuado en este “monumento paradojal”, según la feliz expresión de Eduardo en su contratapa, lo hace constituyéndose en escenas de un teatro de operaciones, sucesión de cuadros en batalla, ejercicio bélico de la lengua que mientras se hace se desgaja, en lo que dice nos desdice, en cuanto canta se decanta; y, en su sedimentación, nos expone a la incómoda pero necesaria tarea de pensarlo todo nuevamente y desde otro lugar, desde una posición en la cual no nos es dado alegar ni inocencia, ni desinterés. Somos dichos y puestos en cuestión por la actuación de esta palabra tránsfuga y transfigurada, que hace de la biografía de un héroe de nuestro tiempo como Capone, con sus modales fieros, sus tretas de hampón y sus cicatrices bastante arrabaleras, el diorama de un modo de ser en comunidad que hoy repercute Trump, suena Macrón, reverbera Macri y se declina, en versos que son como navajas, en todos los casos y desinencias de la desgracia de un mundo roto.
Admiro profundamente a Liliana desde hace años. Por su obra siempre en la banquina de la gran avenida del lenguaje, siempre en diagonal, tan deliberadamente alfil del ajedrez de la literatura. Y por su persona que, en su vida con los otros, parece ser la continuación amable y sutil de ese fervor siempre nómade, esa máquina de desasosegar conciencias y alimentar apetitos alegres que es su obra.
Hemos compartido conversaciones, lecturas, películas, músicas, discusiones, perplejidades más o menos comunes. Y, en los últimos tiempos, tuve el privilegio de rimar con ella un libro impar que espera su continuidad en otra aventura que no lo emparde y que quizás lo contradiga.
No es mi intención abusar de la auto referencia sino justificar una presunción acerca de ella, de su incomparable lucidez puesta al servicio de sus intuiciones.
Me gusta pensar, y cedo a la tentación de decirlo aquí, que Heer no es un apellido. O, en todo caso, que ese apellido es la punta de un destino infinitivo, el del verbo intransitivo Heer: una forma de leer que cambia la ele de la literatura por una hache que, lejos de ser muda, es una aspiración, un jadeo agazapado que susurra en el oído de la lengua el ruido de la propia lengua, sus momentos de interrupción de sentido, sus alumbramientos epifánicos.
Heer es un modo de leer sin certidumbres, es una forma de plantar cara a la miseria enquistada en los lugares comunes, con un pie en la risa negra de Beckett, que hace del sinsentido de la existencia un motivo para vivirla; con otro pie en Bataille, que hace de esa risa una consigna de resistencia en tiempos oscuros; y con sus hermosas manos de mujer siempre fatal agitándose como quien saluda e invita, como quien recuerda, con elegancia, con sensualidad, con necesaria insistencia que, como bien advirtió hace tiempo el Arcipreste de Hita, no hay mala palabra sino mal entendida. Y que de la fatalidad del malentendido no se sale con buenas intenciones racionalistas sino con aquello que vive en el corazón de la lengua, con la palabra airada y airosa que crea en su decir un horizonte posible de libertad, una algarabía reveladora. Heer es conjugar esa palabra, heer, queridos amigos, es una forma rabiosa y al mismo tiempo delicada de la poesía.
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