Biblioteca Nacional. Auditorio "Jorge Luis Borges" Buenos Aires, jueves 8 de abril de 2010
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SIGNOS DE AMOR - Apostillas de El sol después Por Jorge Monteleone
Una mancha en la arena
En el amor hay una empiria de la mirada que cree constatar lo real y en cambio ejercita la ilusión fundante del otro que está allí, una imagen que fluirá en su interminable detalle, la videncia de lo inefable, o de lo incontable. El ingeniero –que será llamado “Jota”– conoce a Nicole en verano, cuando ella dormía mientras él miraba. La ve cuando ella no mira y su observación siempre atenta al detalle de las construcciones se ve asaltada por lo otro del amor, que comienza a metaforizar un apartamiento de lo real pero bajo las especies de lo real: ella es “una mancha en la arena”. Esa visión de lo ilusorio en lo real es inútil como percepción, pero cierta como videncia. O como presciencia, que se basa en otra ilusión: siempre supe que iba a encontrarte. O bien: “Supe la cara que tenías antes de verla, / como si hubieras estado en mí desde siempre / una videncia algo inefable”.
El ingeniero, al ver la mancha del cuerpo a lo lejos, tiene un vago temor de que la mujer estuviera muerta, no dormida: “Fue a través de un catalejo / desde la grúa / Dormías ¿dormías?/ Una mancha violeta en la arena/ El agua / su piel / ¿respira? /”. Ese temor es un miedo y a la vez un deseo invertido, una anticipación de la mirada amorosa. Barthes advirtió en su lectura de Proust ese lugar común del deseo al escrutar el cuerpo amado: “algunas partes del cuerpo son particularmente apropiadas para esta observación: las pestañas, las uñas, el nacimiento de los cabellos, los objetos muy parciales. Es evidente que estoy entonces en vías de fetichizar a un muerto”. El ingeniero teme verla muerta porque al amarla la transformará en cuerpo escrutado, observado. Por ello escrutar el cuerpo amado y dormido guarda ese vínculo oscuro con el pasaje a la fetichización. La culminación de esta figura del amor romántico, que Poe exploró en Ligeia, ocurre en Vertigo, de Hitchcock. El retorno de la amada como fantasma se realiza a condición de que todos sus rasgos exteriores se repitan como fetiche y de ese modo la posesión completa se realiza en un límite absoluto que sólo un vampiro tornaría real: hacer el amor con una muerta, o mejor dicho, con una undead. Cuando el otro, dice Barthes, hace algo, mi deseo deja de ser perverso y se vuelve otra vez imaginario. Regresa a la fascinación, pero su inicio es acaso ese momento perturbador. ¿Por qué, si no, el ingeniero se pregunta si ella duerme, si respira al escrutarla con el catalejo, ese instrumento óptico que acerca lo lejano?
Las palabras entran por los ojos
En el amor hay una empiria del lenguaje que cree comunicar y en cambio ejercita la ilusión fundante del otro que no dice nada, salvo la redundancia del amor. En cierto modo, amar es decir nada. El amor es inefable en la repetición absurda de lo que no tiene sentido, salvo como signo ritual: te amo / no te amo. O “No importa lo que hagas / Voy a quererte para siempre”. Por eso las palabras en verdad no se oyen: se ven: “Quiere oírme, cree en el sencillo boca a boca, las palabras entran por los ojos, un almacén de Ramos generales, miles de objetos disponibles”. De allí que los amantes puedan tener una conversación interminable donde no se diga nada más que la redundancia de lo amoroso y donde las palabras dejan ver al otro en esa visión segunda, vicaria, de lo imaginario. La estela de lo amoroso en su ausencia se ve sólo cuando las palabras entran por los ojos. La palabra en el amor acaso sea también un desplazamiento verbal del fetiche, el modo en el cual lo simbólico realiza una transacción con lo pulsional en la voz y en la lengua.
Hay días
El amor se inicia cuando el pasado de cada uno de los amantes es una incógnita, un origen desconocido que se relata o se ignora, pero que de todos modos obra como un mito –siquiera negado u olvidado–. Sólo en ese comienzo existe realmente, porque en el presente sucesivo del amor, un nuevo mito reemplazará al del pasado de ambos: el de la propia historia amorosa. El pasado se vuelve invulnerable para los amantes y a menudo crece con una fuerza tan irresistible que condiciona y vacía el momento actual. Pero antes de ello, en el comienzo mismo de su encuentro, los amantes confrontan el pasado con un presente que quieren pleno y así ambos, a su modo, comienzan a traficar con el olvido. “El ingeniero besa mis párpados, lo dejo hacer, sin recuerdos, como la letra de la canción. NUNCA VOLVERÉ AL LUGAR DONDE NACÍ / NADIE ME ESPERA”, dice Nicole, que olvida. El ingeniero, en cambio, recuerda, pero su relato es una forma de conjuro. Es decir, si no olvida, desea esterilizar el recuerdo, o acaso donarlo para que deje de ser su terrible, dolorosa posesión personal. Jota tocaba el violonchelo, integró una banda del rock donde murió un amigo baterista: “Éramos muy jóvenes / ensayábamos en el sótano del colegio (…) uno de los tres iba a morir lo sabía”, cuenta. La muerte de su amigo lo hizo odiar la música y elegir la profesión de ingeniero. Cualquier amante que relate al otro su desgracia, establece un lazo amoroso que aspira indestructible. Esa tensión entre los recuerdos de Jota y el olvido de Nicole los une mediante el modo en que el pasado se hace presente en el inicio del amor.
Inventar no es mentir
Ese íncipit de lo amoroso –como si fuesen las primeras palabras de un manuscrito escrito a dos manos– es también el causante de la ficción. Heer halla en la temporalidad del amor otro vehículo para realizar su poética, que una y otra vez mina la causalidad narrativa del relato clásico –donde lo que sigue debe ser entendido como causado por lo anterior: “post hoc = propter hoc”–. Y si en Ángeles de vidrio se leía “el futuro de una historia está siempre presente, de ahí la inutilidad de narrarla”, en El sol después se lee: “¿Usted propone una excursión al porvenir? / Es demasiado temprano para tomar el tren hacia otro país / ¿Qué voy a contarle hoy? / ¿Nuevamente lo mismo? Mienta”.
La mentira es el modo en que los recuerdos, falsos o verdaderos, pueden elaborar historias, múltiples recuerdos que pueden contradecirse entre sí o falsearse, porque su objetivo es que el relato prosiga en numerosas ramificaciones, no que se eslabone jerárquicamente. Esos días del pasado de Nicole, cuando la presunta madre dice “Miente” y “Miente mejor”, son aquello del pasado que toma la forma del relato de una especie de mito de origen. De modo que la contracara del olvido de Nicole es esta fundación de la ficción como sustento de lo amoroso, menos mentira que invención o descubrimiento. Así comienza el amor: como un pasado de cada amante que se olvida o que se cuenta, verdadero o no, para sustituirlo por las minucias interminables del presente, las minucias que constituirán un nuevo relato, un nuevo íncipit, un nuevo mito.
Puedo y no puedo sentir la ausencia de peripecia
Una serie de hechos se disemina en el relato, siguiendo ese aspecto narrativo que la propia Nicole enuncia al comienzo: “Pocos datos, simplemente cuadros que faciliten pasajes verbales: cierta emoción puesta al día”. Como si fueran breves elementos de un caleidoscopio, esos pocos datos se conectan entre sí fugazmente y derivan hacia otro hecho, a otro, a otro, y a otro. La disposición espacial de la novela en la página, en frases como constelaciones, remiten al límite expresivo y rítmico que ofrecería un poema. En cierto modo ésta es una novela que se escande. El lector tiene así, amonedadas en los fragmentos que parecen cúmulos de sentido, vagas reminiscencias que no terminan de completar la escena como totalidad. Para poder hacerlo en el proceso de la lectura interviene la memoria. Pero precisamente todo lo memorizable en El sol después es incierto y de ese modo se superponen las incertidumbres de los personajes –que tienen con la memoria y el olvido un vínculo ambiguo– con las del lector –que obtiene con los hechos una fragmentación divergente–. “¿Qué dice la memoria ahora? –se lee– Dice basta.”
Nicole y Jota viajan a Serbia, zona de frontera con Bosnia, viven en una barcaza, son testigos de los efectos de la guerra en el pueblo, en la gente. Serbia se transforma en fondo móvil en el cual se despliega la sucesión amorosa, o acaso desde ella ejercen el “sondeo de un abismo”: visitan la casa de la poeta Desanka Maksimovic, conocen a los actores de Teatro Vuk, hacen el amor en el automóvil camino a Belgrado, ven una pieza teatral en la que se alteran los lugares comunes de la religión (se trata, de hecho, de una recreación de una breve pieza teatral de Heer: Do you want to play the drums? que se presentó en Serbia). Pero en el relato de Nicole se sabe de pronto: “Uno de mis padres me contaba: Nací en Belgrado. No dejes de visitar a la familia cuando viajes, el edificio sigue en pie…” O bien Nicole piensa en Kira, la novia del baterista, se identifica con ella o afirma: “Heme aquí, duplicada por un recuerdo ajeno”. En esos recuerdos inciertos, o falsos, los hechos se recortan, se multiplican o se sumergen, generando así ese efecto de una memoria que fuga en el relato. Nicole es el paradigma de la narradora de los textos de Heer: “deriva, fabrica versiones, inventa, observa, desconfía, canta, se deja desear, amar, regalar”. O bien: “algunas veces ella contaba y otro desmentía”.
Yo dibujo
Nicole dibuja y rompe lo que dibuja, desmiente aquello que es evidente, despliega los hechos o los pensamientos en siluetas, perfiles, trazos: “Dibujo sin papel un cocinero sacando filo a su arma blanca, el cuerpo repleto de redondeces. No es la primera vez que retrato en tiempo diferido, acumulo imágenes, luego surgen como si la mano pensara”, dice Nicole. Todo tiene su doble antojadizo en sus dibujos, como suelen hacer los niños, cuya compulsión a dibujar aquello que conmueve su experiencia desaparece por completo en su vida adulta –a menos que sean artistas–. Los dibujos de Nicole parecen la compensación a sus ejercicios de olvido, o a su memoria falible. Una nueva proyección del mundo: “Yo dibujo alentada por un impulso presto, armo la escena del mundo escogido sobre el mantel”.
Acaso dibuja para olvidar mejor o para que las cosas se dupliquen falsamente, tal como ella misma se duplica en falsas atribuciones, en recuerdos ajenos. Y dice: “En adelante, voy a dibujar sin romper”. ¿Será eso posible? Lo que se rompe, de hecho, no es el dibujo, sino la cadena de los acontecimientos que el dibujo une en el rescate de la imagen. El dibujo sostiene la ilusión de paliar la incompletud de peripecia, la trama que se deshila en cabos sueltos: “un cabo suelto invita a soltar la cadena completa. Habrá otras”.
Cuénteme sobre sus cabras
En algunos dibujos aparecen, confirmadas o desmentidas, cabras. “¿Y esta cabra? / No es una cabra.” Y también: “Permanecíamos poco en ese lugar, los cercos cambiaban antes que la lluvia borrase la hilera de cabras”. O, en fin: “¿Y las cabras? / Las devoré.” La cabra, sugiere Heer, es un signo que condensa el olvido de Nicole. En todo caso ese animal es especular de lo femenino, o a una imagen donde lo femenino comparece como lugar común: cabra, del latín capra, indicio del “capricho” femenino; volverse “loca como una cabra”; o reincidir en su tozuda libertad como la “cabra que siempre tira al monte”. Pero la cabra es también en numerosas tradiciones el símbolo de lo nutricio y de la iniciación a la vez física y mística. En las orgías dionisíacas las Bacantes estaban cubiertas por las pieles de las cabras sacrificadas y la cabra designa asimismo a Dionisos y su trance místico. Las cabras “devoradas” indican el retorno de aquello que quiere olvidarse o desplazarse: la epifanía de lo corporal como sitio irreductible: “Cubierta de mi propia desnudez, con el condimento de los pezones, el pubis, las uñas pintadas color coral, inclino la cabeza para besar su sexo”. Nada queda por decir salvo admitir la presencia que ningún fetiche ya puede ocultar.
Jota ha visto un maniquí de mujer cubierto por un vestido floreado. Va a comprarlo en la tienda pero ya no queda, salvo el de la vidriera. Persuade a la vendedora para que se lo venda, entre ambos le quitan el vestido al maniquí, y en esa acción ansiosa y forzada se cae un brazo. Le entrega el vestido a Nicole: “Esta noche voy a quitarte las flores”, le dice. Por la noche él desea quitarle ese mismo vestido: “Jota se detiene cuando estoy en la misma postura que la muñeca antes de dislocarse y caer”. Él confiesa: “tuve ganas de hacerte el amor en la vidriera / soy un delincuente / habría matado por conseguir ese vestido”.
Pero ella está allí ahora, cubierta de su propia desnudez. En ese punto la cabra aparece como el signo de lo que ya ni siquiera el lenguaje puede condensar. Como si iniciara un rito antiguo Jota comprende que, como en todo mito, algo recomienza en el ritual. La lleva en brazos a la sala de baño, abre las canillas y mientras cae el agua en una tina gigantesca, pide: “Cuénteme sobre sus cabras”.
¿Es este un verdadero fin o es otra vez un comienzo? Como en el teatro, los cuerpos representan otra cosa y en un instante absoluto son la encarnación de su propia imagen desnuda, mitológica y carnal. “Un hombre y una mujer –se lee–. La extrañeza. Algo perdido siempre.” Para que lo perdido regrese, para que los cuerpos dejen de ser espejismos, para que la desnudez cubra lo desnudo, máscara cara real, el amor trama sus signos una y otra vez, en la ilusión o el hábito de una carne atemporal. A veces relato que no cesa; a veces sol, sol diferido y deseado, sol: después.
Las Apostillas Signos de amor están incluidas en la novela El sol después.
Texto publicado en El Litoral, Revista Nosotros, Santa Fe, semana 17 al 24 de abril de 2010
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El sol después de Liliana Heer Por Reynaldo Sietecase
Lo primero que hice cuando terminé de leer El sol después, fue anotar una frase: “me fui de viaje”. Y creo que esa anotación es una buena manera de explicar de qué va la novela poética que acaba de publicar Liliana Heer.
Dije novela poética pero podría haber dicho poesía en prosa o novela poetizada. Pero ¿a quién le importa? Los géneros son para los tenderos o para que los exhiban en las mercerías. Lilliana Heer no los tiene en cuenta, y si los recuerda es para vulnerarlos. Los supera en su escritura.
El sol después es un viaje por el corazón de Serbia y, a la vez, es un viaje existencial. La persecución del amor y del deseo aunque, como se sabe, el verdadero deseo es inasible.
“La primera creación fue el viaje -puede leerse en el libro-. Luego llegaron la duda y la nostalgia.” En esta idea se acerca al tango sin proponérselo: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento...”. No hay viaje sin pérdida. No hay tango sin abandono.
Pero volvamos a nuestro itinerario original. La guía para esta travesía es estupenda.
Si a Liliana Heer le dieran a elegir un don, como su personaje Nicole, optaría por la clarividencia. Y qué mejor que dejarse llevar por una mujer que, como su alter ego literario, tiene la capacidad de vislumbrar.
“Nací en una casa rodante” dice Nicole.
El gran escritor chino Lin Yutang opinaba que un buen viajero es el que no sabe adónde va, pero el viajero perfecto es el que no sabe de dónde viene.
Y aquí haré mi principal afirmación sobre este libro: disfruté mucho este viaje. Para eso estoy aquí esta noche. Para recomendarles que compren estos tickets, no se van a arrepentir. En especial aquellos lectores que buscan historias que mixturen profundidad y belleza, pasión y pensamiento.
Heer utiliza una frase de Joan Miró en el acápite de su libro para anunciar el carácter de El sol después: “Un cuadro es como el viento, no acaba nunca”.
De esa levedad está conformada esta novela. Como en los buenos poemas, a este libro no le sobra nada.
Cada palabra, cada silencio, cada espacio en blanco responden a una arquitectura íntima destinada a hacer más eficaz la historia de Nicole y Jota, el ingeniero constructor de puentes. A propósito ¿por qué un ingeniero? Les cuento que Jota era músico hasta que la muerte de su amigo baterista lo llevó a dejar el arte por los cálculos. En la certeza de que el músico muerto pudo ser él mismo.
O es ingeniero porque se las ingenia para rescatar a una mujer, que en un principio cree muerta, hasta convertirla en su obsesión.
Una mujer que tanto de lejos, cuando la atisba durmiendo en la playa, como de cerca, cuando la posee, es pura incerteza
Desde el comienzo de la novela la historia crece en contrapunto. El diálogo se despliega en dos formas: la explícita con intercambio de ideas y la de los monólogos interiores que se interpelan.
Nicole y Jota se tocan en sus pérdidas, en sus pasados quebrados: “Nunca volveré al lugar dónde nací / nadie me espera…” dice Nicole recordando una canción para ratificar su falsa “vocación de olvido”. El ingeniero tiene problemas para evocar un tiempo que le duele en el alma.
Como en el final del Martín Fierro, los dos recuerdan que olvidar lo malo también es tener memoria.
En ese cruce entre la memoria lacerada de Jota y olvido elegido por Nicole crece este amor posible
Un amor con destellos de antiposesión. Como escribió el poeta Flavio Nascimento: “te amo tanto que te olvido para no saturarme de tu imagen”.
Sin embargo, el ingeniero dice “Estoy loco, te encerraría”.
Hay pasión y hay despojo a la vez. Hay todo.
Por momentos, esa pareja que se busca y se pierde remite a Horacio y La Maga, las deliciosas criaturas de Rayuela.
“Un hombre y una mujer. La extrañeza -escribe Heer-
Algo perdido para siempre.”
O como señala después “el amor a última vista”.
La novela funciona como el guión de un film: que la pluma sea cámara que la letra sea cámara. La apuesta es a leer y mirar.
En la novela de Heer se puede comprobar lo real maravilloso que anida en la buena literatura.
A veces es imposible creer lo real, es más fácil creer la ficción. La virgen de las tres manos, la esposa muerta de Cicerone, las manzanas sobre la tumba de la poeta Desanka Maksimovic.
Desde las primeras páginas hay una declaración de principios de Nicole…de Liliana Heer: “Inventar no es mentir”
Y más adelante: “Digan lo que digan las mentiras tienen mucho de real”.
Así aparecen en escena los actores del teatro Vuk, la provocativa obra que la emprende contra los pilares de las religiones monoteístas -una obra de teatro de Heer dentro de la novela de Heer. La autora sueña con un cristo que proteste.
Otra de las maravillas que incluye El sol después son las escenas de alta precisión erótica.
Tanto en la descripción de un abrazo: “Él sonríe, le tiembla la barbilla, me abraza con vigor; / siento mis huesos, su lengua, / La historia del contrabajo, un piano, la batería”.
O de un polvo: “Contengo la respiración. Él besa mis piernas, / los talones, los tobillos, la ingle, dos, diez, cien veces. / Un panal se desliza entre mis muslos. / En el silencio oigo su voz vagando por mi cuerpo, / tiernas palabras sueltas, modulaciones. /
Jota explora el principio, el fin, gradúa los latidos, / las líneas de su boca se deshacen. Bajo lo desnudo, / lo desollado, el centro móvil se desplaza impreciso, / algunos labios envenenan”.
O en la “íntima escena pública” del maniquí cuando Jota busca en una vidriera un vestido floreado que intentará, por la noche, quitar del cuerpo de Nicole.
Y como contraparte del Eros, está la guerra y sus secuelas: las marcas evidentes y las invisibles. Belgrado y el horror. La guerra, o la amenaza de la destrucción como escenario del amor:
“Lo gris de la guerra se puede palpar, dirá más tarde
Theodora Hapn mostrando una estancia
vecina al salón principal absolutamente ennegrecida;
las paredes quemadas por radiación, cascotes
para golpear a nadie, polvo, vidrios rotos, muebles.
Mundo igual y contrario, de un momento a otro
Somos y no somos los mismos”.
Nicole dibuja. A veces dibuja cabras. Parece acceder al pedido de El principito (de Saint-Exupéry) al piloto perdido.
Sus cabras son señales de la libertad.
La libertad de elegir.
El ingeniero deja de ser ingeniero.
“Hereje es quien elige”, dice.
Y Jota la lleva desnuda a la bañera.
Y le pide que le cuente de sus cabras.
Le pide que le cuente.
Le pide que le cuente.
Y la historia recién empieza en el final.
O termina en el comienzo.
Es que Liliana Heer reinventa una manera de contar. Sabe que escribir es un riesgo gratuito, pero los costos de esa excursión al misterio son siempre placenteros.
Hay síntesis, rigor y profundidad. Poesía desde los cuatro puntos cardinales. El Sol después propone una narración circular.
Lágrimas en la lluvia: los lectores son los presuntos implicados. No se pueden hacer los distraídos, deben entregar los ojos y el corazón. Y si lo hacen serán recompensados.
Dentro de esta historia hay otras más. Como en un juego de cajas chinas, como en la Cámara Oscura de Da Vinci.
“En una pantalla cóncava de trescientos sesenta grados es posible ver La Habana en presente –escribió Heer–, la ciudad entera en movimiento, el oleaje marino, las nubes, los pájaros, los edificios, la ropa tendida, los autos, la gente”.
Así funciona El sol después
“Aunque no lo crean, a veces hago magia”, dice Nicole.
“Aunque no lo crean, a veces hago magia”, dice Nicole.
Sí, Liliana, te creemos.