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Liliana Heer
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Libreria Ross
Rosario, sábado 17 de abril 2010
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Los delfines, el viento y otras cuestiones
Por Angélica Gorodischer
Siento algo como un oscuro cosquilleo cada vez que se anuncia un nuevo libro de Liliana porque sé que la muy traidora me va a dar una puñalada trapera desde donde yo no la esperaba. Cosa que efectivamente sucede y que al contrario de lo que podría pensarse, me llena de satisfacción.
Me pasó desde el principio, creo que desde Bloyd. Lo leí y dije “¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué es esto?”; y lo volví a leer y dije ¡al fin!, cosa que quería decir al fin, menos mal que hay alguien que emprende la tarea de contar de otra manera. Bueno sí, ya sé, hay infinitas maneras de contar porque la palabra, como el universo y, según Einstein, la estupidez humana, la palabra es infinita. Lo cual no significa que haya infinitud de palabras sino que cada una contiene a todas las otras y todas las otras pueden desplegarse y mostrar cómo contienen a cada una. Si no fuera así, no seríamos humanos. Seríamos vaya una a saber qué, loros o delfines o chimpancés, todos animalitos muy simpáticos pero imposibilitados de decirnos “un cuadro es como el viento” que equivale a decir “una novela es como el aire”.
¿El sol después es como el aire? ¿Es como el viento, infinita, sin descanso y sin barreras? Creo que si. Que sus personajes se mueven o algo los mueve (no me interesa averiguar qué) en las dimensiones del tiempo y el espacio, y que recurren a las palabras impensadas y empujadas por los vientos para decirse o tratar de decirse lo que ha significado el encuentro en ese viaje.
En ese viaje, veamos, se mezclan las palabras, con los pretextos de un idioma otro. Eso que no se entiende pero se comprende porque se puede recitar, puede decirse como una oración o como un mantra, despaciosamente para llamar con alguna precisión a las puertas de las emociones. Nicole no es una heroína y Jota no es un galán. Son de pronto dos presencias recortadas por el movimiento de la brújula, por el sonido apagado de los acontecimientos del mundo y por los pasos de un viaje que se tiene por el teatro en el que la Naturaleza va marcando la construcción de los cuerpos que ríen o que parecen muertos sobre la arena; los colores y los verdaderos significados de las pausas y los silencios.
El sol después es también como el núcleo, el nebuloso vínculo del que se despliega la peripecia que deja cicatrices transparentes cuando se recurre al dibujo, al vino, al salto de las cabras en la montaña de la locura, a la inseguridad inmanente de toda acción que sólo puede darse cuando una chispa temporal cambia el presente por algo que pudo ser el pasado o totalmente al revés, algo que quizás alguna vez podrá ser el futuro de este presente inestable.
El tiempo (los calendarios increíbles), el espacio (la brújula, el auto), el viaje, la cantinela siempre presente que es anhelo de eternidad en los maniquíes rotos o en los brindis perpetuos a la hora azul, va bordando y bordeando una relación entre dos que tiene algo de tentacular, algo de lo que surge de aquel núcleo olvidadizo, de aquel empeño de llegar por otros caminos a quien está delante, casi tocando el horizonte del violeta.
Poetas y músicos, actores, la autora, narradores que terminan por no serlo a fuerza de tímidos intentos para construir un papel que como el del muecín o el de Cicerone, el baterista, quien sea, se plante frente al mundo y sea capaz de invadir los templos o de elevar al cielo la alegría de una mano en la cintura.
Ya no me hago preguntas acerca de los libros de Liliana. Dejo que me agarren de los pelos y me sacudan de atrás para adelante hasta sacarme las palabras de la garganta. Está bien. Eso es saludable. Una se sumerge y tiene la sensación de que se va perder en la barrera de coral pero no. Ahí está el universo infinito de las letras una a una pegándose para hacer palabras inesperadas, todas elegidas por ella, eso sí, con infinita sabiduría. Los delfines no podrían hacerlo mejor. La estupidez humana retrocede: se puede ser esto, esto mismo, una novelista excepcional que como quien no quiere la cosa nos regala una novela excepcional.
El sol después
Por Roberto Retamoso
Entre las múltiples virtudes que exhibe El sol después, de Liliana Heer, una no menor es la de reponer la plenitud de la dimensión significante de la lengua. Quiero decir: en tiempos donde esa plenitud es aplanada por un complejo aparato cultural que pretende hacer de la lengua un mero instrumento de comunicación de sentidos socialmente codificados; en tiempos donde los relatos literarios se someten, muchas veces servilmente, a las demandas de una industria editorial y un mercado de lectores que exigen “claridad” y “atracción” a los autores; en tiempos donde la literatura se confunde cada vez más con formas de contar más próximas a esos híbridos que consagró el periodismo decimonónico -el folletín, la crónica, el melodrama, el relato policial- abandonando aquello que la constituyó en uno de los discursos más relevantes de la modernidad occidental, este libro de Liliana Heer viene a decirnos que aún hoy la literatura genuina es posible.
Y lo es, en su caso, precisamente porque logra potenciar un conjunto de fuerzas o tendencias que caracterizan las instancias más recientes de la literatura moderna, aquello que algunos llamaron vanguardia y que otros concibieron como una especie de cenit donde la literatura de occidente alcanzó sus mayores posibilidades de significar, es decir, de potenciar como nunca la capacidad de desplegar sentidos ya no de manera lineal sino de manera volumétrica.
No emprenderemos la investigación genealógica donde podría inscribirse este texto de Liliana Heer: sería tan farragoso como agobiante. Diremos, simplemente, que de esa genealogía virtual una serie de rasgos se reconocen en su escritura. El primero, sin duda, consiste en la deposición de las formas del relato clásico, puesto que si éste se concibe como una especie de discurso sin solución de continuidad, para hacer de la sucesividad sintagmática no sólo un modelo formal sino también, y esencialmente, un modelo lógico -tal como lo recuerda Jorge Monteleone en las “Apostillas” que acompañan al texto-, El sol después hace de la “solución” de la continuidad, o mejor dicho, de su hendidura, uno de sus rasgos relevantes.
En el texto de Liliana Heer, se leen diversos modos de practicar esas incisiones sobre su cuerpo. Uno está dado por las elipsis diegéticas, que fracturan la linealidad del relato para convertirlo en una serie yuxtapuesta de situaciones que oscilan entre su condición de sucesos narrativos y su condición de puro acontecimiento. Otro está dado por la composición del texto mediante líneas que se leen como auténticos versos: allí, la apelación a las formas métricas, aunque sea aparente, no deja de evocar el hiato que traza los límites métricos, que pueden leerse tanto como marca de separación de un enunciado como elisión de sentidos que subyacerían en los blancos que separan los versos. Desde ese punto de vista, la escritura de Liliana Heer se revela como una escritura radicalmente elíptica, como una escritura lacunar donde sobre el horizonte del blanco o del vacío se yerguen los lugares textuales que se leen como ínsulas que sostienen el terreno fértil del sentido.
Porque lo no dicho no sólo se lee como ausencia o falta; también se lee como ese continente de silencio a partir del cual la palabra adviene, enigmática tanto como aforística, para mostrarse como la sustancia lábil donde el sentido no deja de insinuarse sin acertarse jamás de forma plena.
Quizás por ello El sol después nunca deja de poner en cuestión la presunta fidelidad del lenguaje respecto de las cosas, su naturaleza representativa y por ende comunicacional. Por el contrario, el texto no hace más que interpelar esas creencias, transponiendo el relato a ese otro plano de sentido donde las cosas devienen apariencias, simulacros -como la representación que realizan unos actores en su sección o capítulo cuarto- aunque esas apariencias excedan lo específicamente teatral para proyectarse en el infinito propio de la vida. De ese modo, el texto desestabiliza permanentemente lo que podría tomarse como verdad. Así, cuando el padre de la narradora le cuenta su historia, la madre dice “miente”, y esa mera aserción que no es más que una proposición negativa provoca que el padre, de inmediato, cuente una historia distinta.
Estamos, como es obvio, en las antípodas del relato realista, pero ello no significa que el texto no hable de eso que denominamos realidad. Como cualquier texto, como todo texto -incluso aquellos que programáticamente se reivindican “antimiméticos”- El sol después no deja de hablar acerca del mundo. Pero no lo hace como los discursos que pretenden dar cuenta de su condición “real” según procedimientos que evocan los protocolos de la ciencia positiva. Por el contrario, lo hace al modo de la poesía o de los sueños, esos otros discursos que se entregan al reino de la imaginación o de la fantasía para crear al mundo desde sus propios lenguajes: para hacer del mundo el efecto de una escritura que, nutriéndose en su registro atraviesa el orden simbólico convencional, y se despliega como mito, como leyenda o como fábula nombrando al mundo mientras lo sustrae de toda forma estereotipada de representación y de relato.
Reynaldo Sietecase intervino leyendo el texto que figura en la presentación de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires.
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