Liliana Heer

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Liliana Heer

Presentaciones de El sol después

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Centro Cultural Islas Malvinas
La Plata , sábado 15 de mayo de 2010

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Esto es demasiado para mí
Por Anahí Mallol

¿Qué es lo que sucede cuando, al intentar sumar uno más uno, obtenemos como resultado cero? Bueno. Puede suceder de todo. Por ejemplo, pueden aparecer, como un fulgor de ese misterio, las “novelas” de Liliana Heer. Porque el cero, se nos ha dicho, es el vacío, y puede por lo tanto representar la nada, lo que no hay, lo que falta, lo que no se da a la existencia o no acaece. Eso que Lacan decía bajo la fórmula: no hay relación sexual. Pero el 0, y esto lo sabían los antiguos, pero no dejaron de recordárnoslo los románticos, también puede expandirse y expandirse hasta abarcar el universo entero.

Es justamente sobre ese vacío que crece la fábula de fábulas: una historia de amor. Es sobre la desemejanza de esos dos unos que no hacen sumatoria, es por los bordes de ese cero, que la historia avanza, o, para mejor decir, circula. Pero la novela, como la poesía, como el amor, sólo termina cuando recomienza, una novela infinita, perfilada de ecos, porque habla de la vida y a ella vuelve, porque no puede sino tener que ver con los ciclos, con aquello que no sólo nace y muere, sino que está naciendo al momento mismo de su muerte y está muriendo con su nacimiento.

“Han pasado muchos años y esta mañana siento un deseo repentino: quisiera tener las cenizas de mi padre”.
Un ingeniero puede observar la playa, y no saber si una mujer está dormida o muerta y no obstante, enamorarse al primer golpe de vista, rendirse sin reparos a ese azar, y transitar a la vez los caminos de una percepción ralentizada y exquisita, extrañada: “Sostengo una taza, revuelvo líquido castaño./ Trago café hirviendo.”

Y ella puede dejarse amar. Con parsimonia, una bella indiferencia interceptada, se deja vestir y desvestir, se deja contar cuentos, se deja emborrachar, se deja amar. “Inicio la prueba: dejar hacer, ver actuar, oír decir, entender entre líneas”.

¿Y quién puede decir quién es el amante y quién el amado? ¿Quién puede decir que es el que más ama? Personajes que no tienen nombre y casi no tienen historia, porque podrían ser cualquiera, a la vez todos y nadie, su pequeña historia de amor, que avanza a golpes de ojo, como un videoclip, con colores y sonidos saturados, plenos, definidos, con frases cortas, pensadas, sopesadas como versos, como escribe Heer,  una historia tramada como subjetividad expuesta, como superficie que se vacía a sí misma en el lenguaje, en los pequeños diálogos tersos, y tramada también en la violencia urbana, en el choque, en la guerra civil. Y ahí, en esos intersticios, rendirse a la evidencia plena: “ningún juicio/ sostener dudas/ manchas de luz”. Y un sol que sale después, siempre después.

Entre los cuerpos destrozados, los recuerdos, las lápidas, los homenajes, pequeños ritos ofician un pasaje entre lo vivo y lo muerto, entre lo poético y lo fílmico, pero ofician sobre todo como soportes genuinamente líricos. Una invitación: “¿Qué voy a contar hoy?/ ¿Nuevamente lo mismo?/ Mienta.”

Porque se trata sobre todo de una novela musical, no sólo porque las imágenes y palabras, los universos semánticos puestos en juego, de fuerte y evidente pregnancia visual, cuadros o fotogramas de, como dije, ese arte ya en plenitud pero todavía incomprendido de los videoclips, que cuando están realizados con arte son lo que más se acerca al poema por su poder de síntesis, por su potencia de impactar al espectador, por su fuerza sonora y visual, por su síntesis polisémica, por su lógica de la yuxtaposición de secuencias cortadas, como decía, imágenes, palabras, universos semánticos remiten al mundo musical. Pero además, o sobre todo, porque si se lee este texto como ha de ser leído (nota: a pesar de que uno no puede desprenderse de él y sucumbe a la tentación de leerlo de una vez, con un apetito voraz que lo hace avanzar y avanzar y avanzar), y esta es otra rara virtud de Heer, en quien la sed por la peripecia no ahoga la densidad del trabajo artístico sino que la aumenta) es decir, quien lee con detenimiento y aún, con el detenimiento y la voz elevada que piden los poemas, no puede sino caer en la cuenta de que este texto está escrito como una partitura. Así sus partes, así sus tonos (los personajes y sus entradas dialógicas se caracterizan por esto y sólo por esto), así su modo de narrar, a la manera de un tema con variaciones, las historias del pasado y aún, la fundación mítica de este amor entre Nicole y Jota, así sus frases que retornan, así sus crescendos y diminuendos, sus corales y sus solos. Mi voz, un canon. Canon entre Liliana Heer, Nicole, William Blake, Fleur Jaeggy, Dante, Desanka Maksimovic, etc. Canon, contrapunto, fuga, de voces que nos hacen el amor como invención, que nos inventaron el amor que reescribimos, cuando “la virtud de las palabras escasea, todo parece dicho, incluso el no decir” en cada historia, con nuestro ritmo propio, en la novela infinita de las voces, de los personajes.

Novela en la que todo es lo que aparenta y otra cosa más, viaje dentro del viaje, voz anidada en cada voz, subjetividades en el lazo social,  adentro y afuera reunidos, arte y vida, distorsión.

Delicadísima sensibilidad de la autora que sabe extraer del amor su esencia: una voz, un tono, una pronunciación, (dice “su voz, vagando por mi cuerpo”) aquello que es el “entre dos”, lo imposible de definir, pero que decanta como una evidencia sin palabras en la historia de amor verdadera, como un perfume particular, lo que la diferencia de cualquiera otra y hace que merezca la pena de ser escrita, de ser vivida.

Es famosa la frase que asegura que el círculo es la forma geométrica más perfecta. Pero para Liliana Heer lo son los triángulos. Por eso, y porque no reniega sino que expone una tradición del verso, del reverso y de lo que vuelve una y otra vez en sus sutiles variaciones, instrumentaciones, arreglos y florituras, no podía en esta historia faltar Dante, poeta del amor de los amores, y tampoco su Virgilio. El Cicerone: el amor, la literatura misma que hacen de terceros en esta historia entre dos. Pero sobre todo el ritmo, que Heer reinventa desde el Modernismo y su barroco y tensa hacia un exacto minimalismo, de una triple adjetivación que opera casi como un conjuro hipnótico.

Cuando uno más uno no puede de ningún modo dar dos, lo que hay es la poesía, es el amor, esa gran invención, ese idioma que a fin de cuentas cada uno roza pero nadie entiende (y ahí todos somos visitantes en tierra extraña) es la cuenta en la que cuando se pierde se gana, ese drenaje de la sangre por el cuerpo y de la tinta por la hoja, de la mirada por las palabras, de la música por el cuerpo, que nos halla aquí, reunidos, celebrando, una vez más, el acontecimiento de lo literario (o lo literario como acontecimiento) a que nos convoca, con su fina maestría, esta amante de las palabras y sus sones, Liliana Heer, poeta. Porque nunca antes igual densidad, porque nos hace “escalar inocencia”, porque habla, porque convoca, apoyados los dedos donde el corazón late y dice LA VIDA ES AQUÍ, y la hace resonar en nuestro interior, maestra del stacatto, como el arco de un violoncello.


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El sol después, de Liliana Heer
Por Mario Goloboff

Primero, voy a decirles dobar dan, que en serbio quiere decir buen día, y esto porque voy a hablar de una novela que transcurre en Serbia. Aunque, en realidad, no es para mí tan claro que se trate de una novela ni, estrictamente, que trascurra en algún lugar preciso.

Qué quiero decir con esto de que El sol después puede no ser una novela: que no obedece demasiado a ciertas reglas consagradas por el uso del llamado género novela, que no sigue las normas de una poética realista, que no intenta (vanamente) representar la realidad; que no es unívoca, que es contradictoria; que no es transparente y fácil, que exige un esfuerzo de lectura; que no cuenta algo tremendamente importante que parezca haber pasado entre nosotros o en el vasto mundo, condimento indispensable, como suele quererse, para que tenga éxito editorial y comercial: ni un crimen múltiple y perfecto en un country, ni un asalto a viejitos desvalidos en el conurbano, ni un asunto de faldas entre próceres, apropiado hoy más que nunca para la literatura del Bicentenario, ni la instalación de un prostíbulo masivo en la selva amazónica, ni el ascenso y caída de un dictador latinoamericano, ni la historia del perfume o de la seda o, en pleno siglo XVI, el descubrimiento del Amor Veneris, equivalente anatómico del kleitoris, hasta entonces (enigmáticamente, es verdad) desconocido en Occidente; no, apenas una historia íntima, de amor, heterosexual para peor, con una escritura ambigua, onírica, flotante, levemente psicoanalítica y altamente poética.

Con todo lo cual, este libro, lejos de conformar al llamado “género novelesco”, se planta como una elaboración que va más allá de la costumbre literaria y de la lengua, y produce algo que la modernidad literaria, alcanzada a partir de las enseñanzas del peyorativamente denominado “formalismo ruso”, ha llamado texto, resultado, más que de un habla y un pensamiento cotidianos, de una suma de operaciones ocultas, extrañas, un tanto marginales y bastante desestimadas que llamamos “escritura”.

En la época en que era derridiano y se quería también marxista, Philippe Sollers supo escribir: “Lo que quiere disfrazar la ideología parlante es que, lejos de ser “primero”, originario o situado en alguna parte como un punto iniciador absoluto, el “sentido” se deriva en relación con un efecto de trazo, de desbrozamiento, de producción disimulada por el sistema de la lengua investida como palabra, después como palabra escrita. El problema estará, pues, en pensar esta palabra, esta pre-escritura, que abre la posibilidad de la lengua en sus diferencias /.../ La escritura así, no como representación de la palabra, sino como proceso productor translingüístico (y aquí surge toda la problemática de la “literatura” moderna) se muestra hasta el presente ocultada por las misma razones que el trabajo en la teoría premarxista”. Y el propio Derrida escribía, en su bien recordado primer capítulo de De la gramatología, titulado justamente “El fin del libro y el comienzo de la escritura” (donde ejecutaba famosamente al logocentrismo y al etnocentrismo), que “la voz de las fuentes no se oye. Ruptura entre el sentido originario del ser y la palabra, entre el sentido y la voz, entre <la voz del ser> y la phoné, entre el <llamado del ser> y el sonido articulado”.

A lo que se agrega una de las advertencias que formulaba nuestro Juan José Saer cuando alertaba respecto de los malentendidos que pesan sobre la novela. Un obstáculo, entre otros, decía, “proviene del carácter mundano de la novela o, mejor dicho, de los restos de novela que, como reliquias de la inteligibilidad absoluta a que aspiraba la época burguesa, el público se disputa por toquetear en las páginas de los diarios, en la televisión, en los supermercados culturales, en las estaciones. Este tipo de literatura es mundana en la medida en que tiende a preservar ciertos ritos de sociabilidad y cierta mitología cuyo objetivo es la perpetuación de los esquemas fantasiosos en que se funda la autocomplacencia de la época”

Qué quiero decir, por otra parte, cuando arriesgo que no es seguro que El sol después transcurra en algún lugar más o menos conocido… Algo de lo que le escribí a Liliana cuando leí por primera vez su libro: “Tu texto me ha interesado mucho. Tiene bastante de lo que yo llamaría "la novela errante", que alguna vez practiqué aunque nunca publiqué, porque es una narración errática, sobre gente que vaga (por tierras que, además, me son bien conocidas), y es también un texto deslizante, flotante”.

¿Y qué es esto de la novela errante? se dirán algunos. Bueno, una fantasía sobre todo tipo de historias que se cuentan de este modo. Algo parecido a decir que al contar una errancia, como en El sol después, por tierra, a pie o en coche, y por agua, en una barcaza, los desplazamientos de una protagonista, Nicole, quien dice: “Nací en una casa rodante”, y a quien en la página siguiente se le dice, en cursiva: “Naciste en una casa rodante”, la novela, digo, como texto, va volviéndose también errante. Vaga en sí misma y en los otros sin encontrar su lugar, sin poder detenerse en un sitio. Sin saber cuál es su lugar y cuál es su sitio: si la vida de mujeres y de hombres, si su propia vida como texto, si la muerte de alguno, si su propia muerte como “novela”. No sabe si su deber es seguir el camino que hicieron otros o es hacer un camino, si su sueño recoge el sueño de alguno o se sueña. Pero, para la novela, ¿cómo hacer su sitio en medio de tanta vida, cómo hacer su camino si no tiene lugar? Si no tiene más lugar que el que los otros le dejan, el que los otros le traen (aquéllos que hacen en ella su lugar y su sitio, los que andan por ella como por su propio ámbito, cuando es ella quien los ha convocado, quien los ha urdido). Para entendernos mejor: algo ciertamente macedoniano (me refiero a Macedonio Fernández, quien dice por ahí que es de escritores ingenuos ir matando personajes a lo largo del libro, cuando todos, se sabe, van a morir en la última página, al cerrarlo…).

La “novela”, así, y ésta principalmente, se hace errante casi por naturaleza, y pasa de un sueño a otro sueño, y de una vida a otra vida. Como corre de una palabra a la otra y de una línea a otra línea sin poder detenerse (ya que su marcha es su ser), sin mirar atrás (porque le está prohibido por la costumbre mirarse), sin saber adónde llegará (porque si lo supiera tendría un destino, y eso es para vidas, no para páginas).

Desde este punto de vista, para esta concepción, la novela no es más que forma, y su destino será el de errar hasta hacerse: su fin no es otro que andar. Así como el de cada uno es su andanza. Porque también la búsqueda de novela es búsqueda de verdad, pero verdad de novela, no de mundo.

La propia cita del pintor catalán Joan Miró que abre este libro: “Un cuadro no acaba nunca, tampoco empieza nunca, un cuadro es como el viento: algo que camina siempre sin descanso”, condensa esta consagración de la errancia en ambos planos: en el físico de lo humano y en el espiritual de lo artístico, plástico o literario.

Así, los hilos de tanto asunto aquí evocado se cruzan varias veces y, me parece, especialmente en un nudo revelador cuando el falso padre de Nicole cuenta: “Siempre estábamos en otra parte. / Hasta el más  cruel de los sucesos / era disuelto por algún miembro de esa comuna, / improvisada para sostener una célula libertaria” (p. 64). ¿Pura coincidencia o captación muy íntima de la historia? No sé si Liliana lo sabe o lo recuerda o su sangre lo había inscripto en la memoria, pero esa errancia fue consagrada por los máximos líderes libertarios de la revolución española (en la cual, dicho sea no tan de paso, se dice habría participado ya Josip Broz -“Tito”-), y marcada a fuego en lo que se conoce como “La excursión americana”, la empresa que condujo, a mediados de los veinte, a Francisco Ascaso, Gregorio Jover y Buenaventura Durruti, a Cuba, Venezuela, Chile, Uruguay y la Argentina, y en la que se dieron, como enseña del grupo que actuaba en asaltos para juntar fondos para la acción libertaria, el nombre de “Los errantes”, y dejaban cartoncitos con la leyenda “La justicia de los errantes” luego de cada intervención.

Por eso, continuaba yo con mi mensaje personal a Liliana, diciéndole que su libro es “un largo poema de amor y de errancia, donde se dice siempre lo que el amor puede decir: que es amor. Perdón por la cita personal, pero es la que más cerca tengo (le decía): <El movimiento del amor se mece con palabras, con ellas se alimenta, y sólo en el oído receptivo tienen eco. No basta con amar si no se dice>. Creo que es muy aplicable a tu Soleil”.

Y, por último, terminaba contándole una anécdota bien personal, que en su época me impresionó mucho: “una frase ocasional del gran poeta serbio Miodrag Pavlović, quien me la dijo en un café, comentando alternativas de amigos comunes” (un profesor que se había escapado con una alumna, esas cosas que nunca suceden, que sólo se ven en las películas o en los libros), una frase de Pavlović que recuerdo “y se la robé para siempre: <Los grandes amores son siempre antisociales>. A la que me permití agregar, es cierto que tiempo después: <Así en la tierra como en el cielo>”.

A pesar, pues, de esa aparente falta de descripción detallada y tradicional, se ve en esta novela una tierra extraña a la nuestra aunque parecida, se ve la mirada extrañada de la viajera, se ve esa errancia libertaria, se siente el clima de fraternidad y de hostilidad que ha hecho explotar a nuestras sociedades, se percibe el humo de la guerra interna, se intuye que luego habrá sol.

Porque en El sol después, de una manera no tan subterránea, se ve transcurrir la política y se ven los goyescos “desastres de la guerra”, actividades ambas que, como en la Argentina, en lo que son hoy los restos de la Yugoslavia socialista siempre anduvieron juntas. Vale la pena ver de qué modo se inscriben en las páginas finales del libro. La pareja Nicole-el Ingeniero llamado Jota va a visitar a una célebre mecenas, Theodora Hapn, amiga de un director de teatro al que encuentran en su vagancia. La casa “belleza bellísima: salones con espejos, vitrinas sobreabundantes en reliquias, alfombras hipnóticas, chimeneas imperiales, techos cubiertos por frescos. / El Danubio asomando a través de los ventanales infunde un éxtasis táctil. /…/ Lo gris de la guerra se puede palpar, dirá más tarde Theodora Hapn mostrando una estancia vecina al salón principal absolutamente ennegrecida; las paredes quemadas por radiación, cascotes para golpear a nadie, polvo, vidrios rotos, muebles. Mundo igual y contrario, de un momento a otro somos y no somos los mismos”.

Otro enorme poeta serbio, Vasko Popa, muy querido como persona y como escritor mucho más allá de quienes lo conocimos, escribió a mediados del siglo XX en La casa en mitad del camino (1956): “Nuestra casa está en mitad del camino / Que une el primer sol con el último”.

Así que Dovidenja, que quiere decir hasta la vista y srećan put, que es el título de uno de los capítulos de la novela y el de la película que luego vamos a ver y que quiere decir feliz viaje. Feliz viaje a través de este texto.

 

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