Reseñas sobre El sol después
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Testigos del encuentro
Por Nelly Pretel
El Litoral, Revista Nosotros
Santa Fe, 17 al 24 de abril de 2010
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El género novela suele ser definido como una mediación factible entre totalidad y sentido. Al no tener pertenencia exclusiva, cada novela plantea sus propios códigos en la lectura de referentes y estilos. En lo formal, El sol después responde a esta lógica, aún cuando conviva con lo poético. El hilo de la historia crece, las secuencias están articuladas con firmeza, lo anterior y ulterior culminan en confluencia; sin embargo, sería equívoco asimilar a otras esta novela. No sólo hay un quiebre en la disposición de las frases sino deslizamientos a nivel formal y temporal que involucran acción y lenguaje.
La ruptura de lo irreversible entre Nicole y Jota, la soledad que parecía cristalizada e inmóvil, muta transformando la versión oscura del acontecer en una versión nueva. La novela de Liliana Heer vuelve sensible el encuentro amoroso, dota a los impulsos de un estatuto original, poniendo en juego una lucidez más vasta que la consciente y potenciando de ese modo cuerpo y espíritu. No hay voluntad ni falta de voluntad, los protagonistas alternan oposiciones: silencio/ enunciación, movilidad/ quietud, entrega/ huida. Ambos personajes revelan una memoria intermitente, impresiones cambiantes encadenadas por encubrimientos parciales. Lo sensible fluye hasta absorber lo cotidiano mientras el devenir de la interacción dispara alertas, produce shocks, destroza lo previsible.
“Estamos en la frontera serbia,
lo que ocurra tendrá demarcación, incertidumbre.
La actualidad zarandeada por chisporroteos,
igual a sí misma no, síncopas: palpar y reconocer,
advertir el preludio de visitantes en tierra extraña”.
La fijeza del lenguaje puede ser engañosa, opera bajo reglas que dan ilusión de continuidad, perturbar ese continuo es una apuesta mayor. Los personajes en esta novela son ajenos al estereotipo que condena a repetir o degradar.
Nicole reitera “inventar no es mentir”, parece decirnos: La verdad es un error necesario solamente para subsistir, estar vivo supone algo más.
En El sol después no existe lo verdadero ni lo falso, los hechos están sujetos a perspectivas, la historia narrada incita a emprender una lectura de los pliegues del alma. A lo largo de los capítulos, algunos gestos, mínimas actitudes propician sentimientos, desatan emociones, afectos ignorados, montañas sin valle. Hay numerosos circuitos, espirales, vocación de elegir.
“El ingeniero de esta historia
dejó de ser ingeniero
Hereje es quien elige, balbuceó Jota.
Cuando la internaron en aquel hospital
creí que usted moriría
¿Hizo una promesa?
Y la renuevo de continuo
¿Entonces?
Asesiné mi rutina”
Cierto saber de Jota se traduce en rechazar el acuerdo que convierte lo admitido en norma. Abandonó la música, abandonó la profesión de ingeniero. No necesita decir lo que hace o deja de hacer, está despojado de artificios como el loft que habitaba antes de ver “la mancha violeta en la arena”. Inclusive, los rasgos que exaltan la quimera de superioridad masculina son lúcidamente atravesados por él.
La pareja ha estado en Valjevo visitando la casa donde se encuentra la tumba de Desanka Macsimovic. Siguen viaje hacia Belgrado.
Ante una confidencia de Nicole sobre el clima mutante de su crianza, Jota afirma:
“El espolón vuelve a crecer en el desorden”
Palabras que llevan a Nicole a preguntar:
“¿Cómo se hace para ser inteligente?
Inteligencia es una mala palabra
tenue placer calculado”
El sol después presenta un modelo de familia con identidades múltiples. Por un lado, el Ingeniero omite todo tipo de lazo sanguíneo; los amigos de juventud representan su pasado, un pasado que repite en las primeras citas:
“Éramos muy jóvenes
ensayábamos en el sótano del colegio
dimos varias funciones
música del azar
uno de los tres iba a morir
lo sabía
por televisión mostraron
el cerco de tiza sobre el pavimento
ninguna indulgencia
Hubiera deseado
nada
odié el sonido
un efecto instantáneo
olvidar las notas las claves los movimientos
ser una estatua
estudiar ingeniería construir puentes”
Por otro lado, Nicole dice haber pertenecido a una pequeña comunidad de extraños rousseauneanos, crédulos y agnósticos a la vez.
“Soy hija de varios padres, una buena escuela,
sin fórmulas a imitar, ninguno se detenía en la crianza.
Lo que hagas no alcanzará.”
El encuentro de los amantes está cifrado. Nicole es una mancha para el ingeniero. Ella relata en la página 36 el momento en que Jota se presentó:
“Había empezado a leer una novela –se refiere a Proleterka de Fleur Jaeggy-.
HAN PASADO MUCHOS AÑOS
Y ESTA MAÑANA
SIENTO UN DESEO REPENTINO
QUISIERA TENER LAS CENIZAS DE MI PADRE”
El tiempo del decir reducido al instante. Filoso, sin cáscara, sin cubrir ni descubrir, haciendo resonar la distancia en un titubeo de sonido y sentido. La muerte, zona escrita por Liliana Heer en todos sus libros, tiene aquí el aliento de un florecer. Jota se regocija por sentirla respirar, las palabras de ella “Sí, se puede escribir la muerte” marcan la intensidad de esa singular relación nutrida de varios presentes.
“Lo gris de la guerra se puede palpar, dirá más tarde
Theodora Hapn mostrando una estancia
vecina al salón principal absolutamente ennegrecida;
las paredes quemadas por radiación, cascotes
para golpear a nadie, polvo, vidrios rotos, muebles.
Mundo igual y contrario, de un momento a otro somos y no somos los mismos”.
Se podría pensar en la evocación de Nicole del tableaux vivant -réplica de un cuadro de De Chirico creado por los invitados de Theodora Hapn: The Archeologist. Notoriamente, en el hapenning, los bombardeos sobre la Ciudad Blanca están presentes, los rostros vendados de las actrices sentadas sobre un sofá de dos cuerpos sostienen ruinas –no atenienses- exteriores a la fábrica del tiempo.
El cuarto capítulo de la novela contiene una obra de teatro que Nicole dibujará sobre un mantel después y romperá como rompe siempre todo lo que dibuja. Delinea la escena del mundo: los actores, los templos, Cristo, las Magdalenas, el muecín, los espejos, la Meca, los lobos, su madre argentina guerrillera perseguida exiliada o la madre que pensó suya: “Trazos invisibles, absurdos al ojo que ignora la secuencia” insinúa el narrador.
Romper, diluir, descoronar los tópicos religiosos “sagrados” es otra de las características recurrentes en las novelas de Heer. El cura de Pretexto Mozart pronunciaba un sermón equivalente al de Cristo en Teatro Vuk.
“El hombre sabe que está solo en la inmensidad
indiferente del Universo de donde ha emergido
por albur. Igual que su destino, su deber
no está escrito en ninguna parte.
No hay redención, no hay felix culpa
en los nuevos ángeles rebeldes...”
En su último libro, la ironía que envuelve el episodio de Cristo en la cruz va más allá: “Cuando sube vuelve a vivir, cuando baja vuelve a morir”. La voz del actor invierte intempestivamente el mito de la causa y el efecto, desnaturaliza, desmiente el estado de sujeción esgrimido por las argucias de la fe.
“MAL AVENTURADO
QUIEN SACRIFIQUE SU ALMA
EN BUSCA DE BÁLSAMOS
SIN DEGENERACIÓN
PAULATINAMENTE
ENTRISTECE EL ESPÍRITU
VOLUNTAD DE SALUD ES COBARDÍA…
EL EDEN ES UN CINEMATÓGRAFO
LA VIDA ESTÁ AQUÍ
OLVIDAD LA SALVACIÓN”
Las imágenes proliferan, la puesta en movimiento es continua, los mitos religiosos son arrancados de raiz tal como fue arrancado de cuajo el inconsciente, un núcleo vedado a la ciencia. El sol después propone temporalidades en fuga, tensa anclajes perforando las matrices del arte y del tiempo. Pasado, presente y futuro conviven fuera de lápidas cronométricas, los “rufianes del cerebro” seguirán disparando, pero el lector mientras lea, olvide y se permita recordar lo leído experimentará la impresión de escapar de su blanco.
Diario El Litoral
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