Libro Catorce de la Celadora,
comúnmente llamado
Pedalear
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Capítulo 1
Sin quitarse los zapatos, la Celadora apaga la luz del cuarto,
sintoniza la radio y se echa sobre la cama. Se trata de la misma
Niña que ha dejado de ser la Niña que flotaba en el
vacío de los corredores atendiendo y desatendiendo los mandatos
del Tutor.
Apaga la luz para no verle la cara y él, con una
rapidez que anula su decadencia, vuelve a encenderla. Un viejo sin
camisa expuesto a los arrebatos de la juventud, íntimo y
sombrío, acaricia el cuerpo de su protegida con pasos de cabra.
Capítulo 2
La Celadora caminaba desnuda por los pasillos sin importarle el
frío, el uniforme sobre la piel daba ilusión de manto,
los botones desprendidos, saltados de tanto tironear. Los presos no
podían distinguir qué imágenes pertenecían
a sus propias quimeras y cuáles eran sembradas por la perversa
voluntad de esa mujer. Heridos por la servidumbre apaciguadora del
encierro, bebían el desenfreno de la imaginación y
despertaban contraídos por el vértigo.
Capítulo 3
Pólvora bañada en saliva.
Saboreando a puerta cerrada, habituados a su figura de tanto verla
comer en el comedor de la cárcel, los reclusos aceptaron que
fuese una mujer la Celadora.
Capítulo 4
Ella no hacía fila con el cuenco en la mano, le llevaban a la
mesa el plato servido, un tenedor y una cuchara de aluminio. Daba gusto
verla elegir con el mango los trozos de carne a velocidad de buitre,
verla quitarse un arete dando a entender que ningún rumor se le
escapaba.
Capítulo 5
La Celadora procedía con calma, guiada por intuición, una
pinza en la sien. Estridente, cacofónica, usaba a los presos de
verdugos: el ajuste de cuentas era continuo; el deterioro de
liderazgos, secuencial.
Capítulo 6
La locura insensata y vengativa poco a poco impuso en la cárcel
un modelo desconocido de traición que excedía el control
de los guardias. El odio se desplazó de celda en celda y durante
varios meses sólo estuvieron regidos por las leyes del caos.
Capítulo 7
Una precaución animal anidaba en cada recluso; sin embargo, a
fuerza de aislamiento y desconfianza, lentamente lo sórdido fue
perdiendo sordidez y el silencio obstinado dio lugar a la
maniática necesidad de compartir.
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