Liliana Heer

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Prólogo
Libro
Reseñas

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©2003
Liliana Heer

Libro Seis de Federica,
comúnmente llamado
La maldición privada

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Capítulo 1

Nadie olvida un hermano como se olvida un paraguas. Te he visto crecer sin el resguardo de ningún consuelo; escasas banalidades, momentos de captura, de soledad extrema. La secuencia entre la muerte de mi madre y tu nacimiento no fue dispuesta por nadie. Existir es una provocación. Giraba el desierto con su fulgor perdido, manchas azules en las sienes, color tiza el cuerpo, las mejillas. Voces y movimientos fueron perdiendo fuerza. El niño, como se carga un pecado, fue conducido hacia atrás.


Capítulo 2

Hay un matiz irónico entre lo que sé y aquello que me obliga a recordar, una verdad más intensa que cualquier reflexión. Me guío por mapas inconexos y otras ayudas falsas, imagino: fin y principio sin interferencias, siempre en dirección al vacío. Anner era su nombre. Mi madre me encendía como una centella: busco ese esplendor, golpeo la puerta con las manos, con los pies, al fin se abre. Ella está sentada y mira a la altura de su rostro, el rostro de un adulto. ¿A quién espera? Muerdo esa pregunta, tengo en la lengua telas de araña, aspiro el aire y lo espiro con dificultad. Quiero decir algo como quien intenta zambullirse. Un abanico se abre dentro de mí. Siento olor a naranjas maduras.


Capítulo 3

Poco después la casa está deshabitada. Puedo moverme a voluntad, no existe ningún cuidado. Exploro corredores, galerías, trepo escaleras. En las paredes del salón hay cuadros: hombres llenos de orgullo y gratitud, con uniformes, condecorados, prisioneros de realidades ilusorias. La expresión de una fe infatigable.
Me deslumbra el don irresistible de ver, como si bajo la luz de un rayo en plena niebla descubriera los ojos de una multitud y también su historia. Del mismo modo que se emprende el recorrido de un museo o un barrio, emprendo la conquista de este mundo lleno de ecos donde cada pasaje se superpone. En la parte posterior de la casa hay una enfermera: eterno olor a desinfectante y voces de radio. Unto los dedos en miel para que el niño calle. Su lengua me estremece.


Capítulo 4

Mi soledad tiene tentaciones, todo se vuelve apacible, solemne. Obedezco a leyes absurdas, no hay testimonio de ciclos, Anner murió muy pronto, sus ademanes parecían tener un porvenir vasto. Recuerdo su voz, dos minúsculas cuerdas de seda, la voz de alguien que conoce los interrogantes. Improvisación, acordes, sonidos. Alcanza esos tonos a través de cercos de alambre: tienta oír su inmediatez. Baladas por el ayer, por la última flor del verano.


Capítulo 5

No existió orden que prohibiera hablar de la muerte. Anner está viva, tú no has nacido. El sacerdote consigue una enfermera para los cuidados de Javier: así te nombran. Las luces, los ruidos en la parte posterior de la casa molestan al padre. Después la mujer partiría y tu crianza hubo de quedar a mi cargo sin ninguna consigna. No sabes que soy tu hermana, esa palabra no se pronuncia.


Capítulo 6

Nos mueve una fuerza engañosa, nuestro espanto es legítimo, también el asombro. Habría querido que fueses un muñeco, menospreciaba tu confianza, la ingenuidad, el incesante pedido de ratificar el parentesco: esa ridiculez. Querías escuchar que ambos pertenecíamos a la misma estirpe, llegabas a enfermar para que lo jurase. Yo no podía entender una preocupación tan vana, simplemente observaba el efecto de mis palabras: dueñas de tu mundo, las mirabas salir de mi boca confiado en un consuelo que no siempre obtenías.


Capítulo 7

Una noche cedí a la atracción del piano, toqué al principio con precaución como si tuviese que dormir una inquietud intensa. Hay algo conmovedor en recorrer teclas que siguen un ritmo inesperado. Pude sentir tus pasos a mis espaldas, desde la puerta del salón hasta el círculo de luz que me envolvía. Eras la réplica de mi propia figura cuando  en puntas de pie me acercaba a esos sonidos temerosa de que Anner se diese vuelta, temerosa de interrumpirla. Tenía sus manos tan presentes que en un momento creí verlas sobre el teclado: dos veces vivo mi amor por ella, dos veces imperdonable tu aparición. No entendías. Eras un niño como todos, vulgar, necio e inútil, un niño criado por la servidumbre, peor que un salvaje: un inocente.


Capítulo 8

Debí encerrarte aunque gritaras, lograr que prometieras obediencia, sumisión. Esa noche velé tu inquietud como una amante. Recuerdo las primeras caricias, temblabas de asombro sin entender la reversión del dolor. Inadmisible el éxtasis que sobrevendría: brillante y rojo, una palpitación, la alegría del sosiego.


Capítulo 9

Despierto cuando la lluvia recrudece, ondean por el cuarto numerosas banderas. Demoro en reconocer los muebles, todo tiene un sentido arbitrario. Me miras con aire extraviado; un nuevo tono atraviesa tu carne, esa transparencia de uvas blancas cuando en el centro entrevemos la sombra de semillas. Abro mis manos delante de tus ojos, alimento un capullo, es como si dijera “escúchame",  pero no hablo.
         

Capítulo 10

La palabra exorciza, consagra encantamientos, es también ese animal que descubre las carcasas podridas.


Capítulo 11

Eres humilde por naturaleza, puedo someterte a cualquier clase de tiranía con delicia, hay tanta bondad en tu cariño que siento temor de empalagarme. Había experimentado algo similar en relación a mi madre, pero entonces era yo la protagonista de esa bondad. Ella cosechaba mi amor a prisa, como quien recoge los frutos de un jardín privado, con saciedad cruel.