Liliana Heer

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Prólogo
Libro
Reseñas

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©2003
Liliana Heer

El libro Nueve de la Púber y el Extranjero,
comúnmente llamado
Repetir la cacería

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Capítulo 1

Cuando cumplí catorce años, mi madre propuso que nos suicidáramos. En realidad, ella no utilizó esta palabra, fue una simple sugerencia exenta de patetismo. Lo dijo y no lo dijo, habló del agua y del escollo entre alcanzar la dicha y hacerla perdurable. Bastaría caer juntas, abrazadas, radiantes. 


Capítulo 2

Estábamos en el puerto, hacía calor, íbamos del brazo como se camina en las pequeñas poblaciones; la sombra de los cuerpos marcaba la proximidad del mediodía, su lentitud vegetal.


Capítulo 3

Entre esa mujer y la hija que yo era entonces, todo parecía estar demasiado cerca. Fluía una corriente de excitación, una ligera inquietud llena de júbilo. Lo opuesto al “No teníamos nada que decirnos” que llevó a Meursault a internar a su progenitora en un asilo a ochenta kilómetros de Argel.


Capítulo 4

La madre de Meursault estaba en un pequeño depósito. El resplandor en las paredes blanqueadas a la cal hería los ojos del extranjero. Preguntó si se podía apagar alguna lámpara.
-No, la instalación está hecha así -dijo el conserje-, o todo o nada.


Capítulo 5

En un rincón del depósito, de espaldas al féretro, con naturalidad de araña, una enfermera tejía. Había asistido a la anciana y presenciado el desenlace. Prudente, silenciosa, absolutamente lúcida de su función de testigo, la enfermera atesoraba confesiones, frases dichas en el duermevela letal de los que no tardan en partir. “Nunca se pierde lo que verdaderamente se ha tenido” habían sido las últimas palabras de la madre de Meursault. ¿Estarían dirigidas al hijo?


Capítulo 6

Con mi madre era distinto. Sin embargo, un día emigré a una ciudad, después a otra y fueron pasando los años pero no mi apego hacia esa mujer. No sé si el atractivo residía en las historias o en su voz. El tono de alguien que accede a innumerables mundos sin necesidad de visitarlos. Ella conocía el beneficio de la parodia y a la vez era experta en captar la inmediatez. Gracias a un definido estilo naif, cultivaba la ciencia de lo no domesticable. Como si hubiese mirado hasta el estremecimiento logrando ver que era una estafa el matrimonio, una desolación la soltería, un desvarío practicar la prostitución, obsceno depender de horarios, una bomba de tiempo ser mujer.


Capítulo 7

La copia de esa modalidad fugitiva ante los estereotipos me sirvió de instrumento para actuar con sosiego ante lo inesperado. Paisaje de jacinto y azufre. Ausente el matiz de culebrón en que termina cayendo hasta el ideal más sacro.


Capítulo 8

La noche del velorio, Meursault se fue adormeciendo acunado por el aroma de las flores. Lo despertó un roce. Los objetos parecían aún más blancos, el depósito más deslumbrante después de haber dormitado. Algunos amigos de la madre estaban en silencio alrededor del féretro. El extranjero sólo podía ver el brillo de los ojos en medio de nidos de arrugas. Por un instante, tuvo la absurda impresión de que ese grupo de ancianos estaba frente a él para juzgarlo.


Capítulo 9

-Sólo por humanidad se impide a los ancianos asistir al entierro -le explicó el director del asilo-. He tenido que hacer una excepción… ¿Quiere ver a su madre por última vez?
-No.


Capítulo 10

Pasado aquel verano y otro y otro más, mis rasgos fueron apartando la infancia hasta cristalizar en una figura de matiz expresionista. Con tres o cuatro frases de algunos poetas, Nietzsche por guía espiritual y un chaleco de piel, fui a estudiar a una ciudad tan grande que apenas podía recorrer sus márgenes. Criatura de carne, plumas y saciedades, agitada como una serpiente. Prisa ante lo incontenible, más prisa, prisa de juventud.


Capítulo 11

El extranjero observó al tímido hombrecito: llevaba un lazo negro en el cuello y le temblaban los labios. Lo observó caminar rengueando a campo traviesa para alcanzar al cortejo. Poco a poco el coche tomaba velocidad y el anciano perdía terreno.


Capítulo 12

Bendecida por una libertad apócrifa, oscilando entre el universo ideológico de la revolución y la magia mezcalínica, mi lectura de los hechos era surreal. Inútil sumar anécdotas: lo que otros creían exótico, me parecía inevitable. Al hablar, mi lengua recortaba sucesos, introducía minucias en el árbol bronquial; de modo que lo dicho era también descontado, trufado o mordido, dejando en suspenso la historia. Interminable como Las Mil y una Noches, con la salvedad de que sólo pretendía contar una noche, fiel al ritmo, a la confusión, a la sospecha. Un modo de convertir lo paradojal en inteligible.


Capítulo 13

Los informes sobre la vida privada no favorecían a Meursault. Según el juez de instrucción, se había mostrado insensible durante el  velorio de la madre.
-Usted comprenderá, me molesta tener que interrogarlo sobre algo tan íntimo, pero es importante. Puede llegar a constituir un sólido argumento para la acusación. ¿Sintió pena?


Capítulo 14

Cuando el extranjero aprendió a recordar dejó de aburrirse. Pensaba en el viejo cuarto donde había vivido, se paseaba por la habitación sin olvidar ningún detalle: las paredes, los objetos, las superficies, los colores, las imperfecciones. Había logrado hacer un extenso inventario y ese devenir lo entretenía. Al mismo tiempo ensayaba recuperarlo todo, ir poco a poco apoderándose del pasado. A pesar de ser un prisionero, tenía a su alcance el mecanismo perfecto: un solo día le habría bastado para vivir cien años.


Capítulo 15

Como quien posee dos discursos, uno crudo y otro cocido, el crudo a fuego lento se convirtió en carne de mi ficción. Magra carne desprovista de alas. Salmuera en la sintaxis. Blake decía: El que desea y no obra engendra peste. Adagio que vuelto al muelle condena la evitación. Como si hubiera tormentos no retrospectivos. Como si los anhelos dormidos tuviesen la densidad de una rémora, una barnacle, impidiendo avanzar a través de la noche, a través de la peste para nutrir sus escaras y hacer vibrar en los arcones el revoltijo de pesar y bagatelas.