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Liliana Heer
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©2003
Liliana Heer |
Prólogos
FANTASMAS Y ARQUETIPOS
Por María Pia López
El teatro existe, decía Rubén Shumacher, en el hecho mismo de
la puesta, en la conexión entre una cierta atención o disposición sensible
del público y el cuerpo del actor tendido como cuerda para ser
doblemente tocada: por lo que actúa, por el modo en que es recibido.
Pero si ése es el hecho teatral, momento efímero y a la vez poderoso,
porque se sostiene en una fragilidad que todos perciben y aun sin
saberlo protegen; el teatro va más allá: metáfora última de la política
y sueño de las teorías, género literario y disposición discursiva.
Hay, se ha dicho, teatro de la política y del inconsciente, puesta en
escena y actores, y la vida pública implica algo así como un personaje
y toda sociabilidad la asunción de roles. Eduardo Rinesi, primero
a partir de Rousseau y luego de Shakespeare, pensó el teatro
como imagen de la fundación de la trama política y la tragedia como
género de la reflexión última sobre el conflicto.
Ese desplazamiento –que son muchos al mismo tiempo y que listé
a vuelo de abombado pájaro– del hecho teatral y dramatúrgico, el
juego de los cuerpos y sus afectos, hacia una disposición y un modo
discursivo, que tendría su momento culminante en su devenir metáfora,
es central para pensar el libro de Liliana Heer. Teatro, dice.
Obra, también. Y se inscribe en una tradición que brilló con Luigi
Pirandello: un juego alrededor de los arquetipos, una anteposición
del pensamiento a la materia de la actuación. Lo que en la obra se
llama teatro es la disposición de la lengua en estado de recibir fantasmas:
el de la admiración, el que toma alas de la invocación del
nombre ajeno, el de la dispersión, el que imagina. Cada uno de los
personajes que aparecen en Para empezar aplaudiendo es un aspecto de la sensibilidad y se podría decir que lo que hacen es poner en
escena los múltiples modos en que ésta puede desplegarse.
Es Macedonio, silente y aferrado a una guitarra que no cesa de tocar,
el nombre que convoca y reúne, aquel al que los personajes rodean pretendiendo
ser vistos, el displicente que mira y no mira a la vez, encandilado
con algo que está incluso más allá de lo que transcurre en la escena.
Ese estado del alma sin ninguna imagen que lo precise. Macedonio
es el nombre, claro, en el que una experiencia de pensamiento y escritura
de esta índole puede realizarse. Porque él opera en grado extremo
la tensión entre figuras y esencias, entre formas anímicas, lógicas de
razonamiento y acciones efectivas. Tomada de ese hilo o invocando ese
fantasma, Heer emprende esta disolución del teatro bajo el nombre de
teatro. Hay nombres, sí: Tantalia o Layda, pero también estados puros
o conductas. Hay nombres –o sea, personajes– pero están al servicio de
otra cosa: un juego de significantes que se va desplazando, que se vuelve
rumor sonoro, eco, desvío, palabra que replica –contrapuesta y
equivalente al rasgueo de la omnipresente guitarra de Macedonio–. En
el mismo sentido, no hay historia narrada sino rodeo de las condiciones
que permitirían narrar, rodeo sobre la lengua, sus estructuras y sus
matices.
Imagino esta obra sólo con una puesta en escena: oscuridad y sonidos.
Las palabras que se superponen, las voces que las pronuncian
sin mantener una identidad de principio a fin, las melodías de la guitarra.
Sombras, nada más. Liliana lleva al extremo una cierta fluidez
del pensamiento, que atraviesa los personajes y, de ese modo, borronea
sus diferencias. Pero al mismo tiempo, hay algo de humorística
ternura en el modo en que explicita sus contornos. Al comienzo, en
la presentación, el lector se encuentra con preciosas descripciones
de esos personajes: el Bobo, Desandar, Aspirante a Genio, Tantalia,
y los demás. El abanico de definiciones remite más a la experiencia
del diccionario chino borgiano que a cualquier clasificación ordenadora.
Puede decirse que alguien es fértilmente espontáneo o que otra
es afecta a los símbolos. Nada de datos civiles o físicos, sólo modos
de la sensibilidad o fuerzas anímicas.
¿Qué tipo de teatro es así el que construye esta obra? Dijimos Pirandello
pero no basta porque estamos ante un gesto más extremo.
Propongo: el teatro del discurso. Así como hay puesta en escena de
la política o del espectáculo, modo teatral de lo cotidiano y devenir
melodramático de las situaciones, aquí se dispone el escenario para
que se desplieguen formas retóricas y juegos discursivos. Frases como“pongamos las pretensiones bajo la lengua” o “Todo se parece a
media luz aunque haya dichos que despierten simpatía” o “Al Maestro
hay que regarlo, no ahogarlo” –botoncitos elegidos al azar de la
lectura y no perlas sueltas–, muestran la extrema orfebrería de esa
articulación discursiva, el modo en que se piensa la lengua y se la
dispone como materia de la reflexión filosófica y la experimentación
estética.
Todos los libros que leí de Heer son experiencias de la lengua.
Destiladísimos. Apegados a la sonoridad precisa y al brillo inventivo.
Éste persiste en esa senda a partir de una humorada macedoniana:
pensar un teatro con el propio Macedonio como centro.
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