|
Liliana Heer
Contratapa
Prólogos
Primer capítulo
Ilustraciones
Presentación
Reseñas
Entrevista
<
©2003
Liliana Heer |
Prólogos
UNA MÚSICA SIN RITMO, PURA IRONÍA
Por Martín Alomo
Se oye la voz de Macedonio.
En el trabajo perseverante de hacer emerger la ausencia del ser en su ocultamiento, allí se oye la voz de Macedonio. Algunos pasos detrás
del cortinado negro, una espera que promete, un presagio de lo
que vendrá, una anticipación retardada, más bien a des-tiempo.
No es extraño, después de todo, que Macedonio quisiera una
música sin ritmo. Casi como quien pretendiese una pintura sin tela
o una escultura sin la noción de espacio. Se trata de Macedonio
contra Kant. En todo caso, si hubiera un apriorismo macedoniano
sería el del Amor. La lógica radicalizada del Amor, único elemento
capaz de permitir el cálculo de la muerte, y por eso mismo fundamento
de la Vida.
Una música sin ritmo figura el anhelo de desmarcarse de la dictadura
del metrónomo, de las garras del tiempo. El instante, como al
costado del camino de la secuencia, parece denotar ese punto más
allá, ese punto fuera de línea invocado por la pretensión macedoniana.
Se trata del instante capaz de hacer presente el infinito en acto,
un punto de infinito fuera del tiempo. El mismo punto que en El concepto
de la angustia, a propósito del ensimismamiento, Kierkegaard
atribuye al ironista. Allí radica, dice el danés, el goce propio del ironista.
Ensimismado, a cierta distancia de la realidad, al costado de
las solicitudes provenientes del lazo social, el ironista practica su goce
desanudado, libre en lo que respecta a las ataduras de las que la
mayoría no logramos desprendernos.
Una música irónica, entonces, es la que nos propone Macedonio. Se
trata de una música que con su sola insinuación desacomoda la realidad
tal como estamos acostumbrados a pensarla y a percibirla. La música
macedoniana, como la fisión atómica, provoca una reacción en cadena
explotando el núcleo mismo de los átomos de eso que llamamos cosmos.
La incitación al caos de un acorde sin tiempo afloja las corbatas
de los más almidonados y relaja las piernas de las más castas, refuta los
argumentos más sólidos y socava poderes instituidos, por su sola presencia.
Así como Sócrates, también irónico, se apartaba ensimismado
para dialogar con su Daimón, del mismo modo Macedonio se reía a
cierta distancia del mundo circundante.
Aunque tal vez convenga apelar a Heidegger, quien sobrevuela
la metafísica macedoniana sugerentemente, aletheia, para situar con
alguna precisión el instante irónico-ensimismado en el pentagrama
propio de Macedonio. No es precisamente el tiempo lo que refuta
una música sin ritmo, sino la temporalidad. La ficción temporal o el
tiempo ficcional, eso que la música instaura con su devenir, eso que
en su seno hace advenir –¿o debería decir suscita?– eso es lo que refuta
una música sin ritmo.
Los grandes ironistas, de Sócrates a Schopenhauer, de Mark Twain
a Borges, ríen de esa ficción en la que dormimos cotidianamente.
La música irónica de Macedonio proviene de la oquedad vacía llena
de ausencia, esa artesanía que él ha construido con tanto trabajo
a lo largo de su vida, ya sea escamoteando su presencia a los requerimientos
del mundo o distribuyendo en proliferación de prólogos su Museo de la Novela de la Eterna haciendo de ella lo que ellos dicen
de ella; ya sea prometiéndose a una entrevista en la que finalmente
se hace representar por su ausencia casi traicionada, o bien adelgazando
su cuerpo hasta la consunción. Ese lugar vacío y a la vez lleno
de ausencia, ese es el lugar desde donde la voz de Macedonio se
hace oír. Se trata de una voz incluso áfona, semejante al Lógos heideggeriano
antes que a cualquier esbozo acústico.
La música sin ritmo de Macedonio hace oír su voz, que más bien
emerge en el vacío que toda su obra, su vida, ahueca en la secuencia
maquinal en la que se soporta eso que llamamos realidad. Esa es la
música irónica que Liliana Heer aprendió a tocar magistralmente,
para componer después las condiciones a-rítmicas y a-tonales capaces
de suscitar su voz. La propia, la de ella, en el trabajo perseverante
de hacer emerger la ausencia del ser. En su advenimiento,
hermana en el discurso a la de Macedonio. Entonces, la incontestable
metafísica del Amor lo re-suscita para nosotros, que no podemos
sino constatar lo que perdura.
Enero 2014
|