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Entrevistas --------------------------------------------------------------- Con las palabras todo es cuestión de inventar --- En Neón, su última novela, la protagonista es una costurera. “Coser era la forma de fugarse de las mujeres”, sostiene Heer, una autora que tiene como característica un trabajo muy fino con el lenguaje. “Mi ilusión es ingresar en el universo de lo que no se dice”, señala. Desde las ventanas del décimo piso se puede ver
cómo el sol se repliega del parque Las Heras. No hay balcones en
ese departamento amplio, cálido y confortable. La escritora y
psicoanalista Liliana Heer, que acaba de publicar su nueva novela Neón
(Paradiso), disfruta de esa visión panorámica y repasa
con una calma no exenta de ironía lo que ella define como sus
mitos de iniciación en la literatura. “En el colegio
secundario tenía cierta facilidad para escribir cartas; era un
Cyrano de Bergerac travestido que solucionaba problemas amorosos de mis
compañeras y compañeros, y eso me facilitaba mucho todo
porque en los bailes tenía garantizada la diversión
–recuerda la escritora, que nació en Esperanza (Santa
Fe)–. Con el tiempo me di cuenta de que lo que hacía era
utilizar muchas de las argumentaciones que escuchaba en la radio o que
veía en las pocas películas que llegaban a esa ciudad de
provincia. Era una plagiadora original, me parece que todos los
escritores somos Pierre Menard”, bromea Heer. Por la época
de Onganía, después de su regreso de un viaje por Europa,
cuenta que sentía que “en la cabeza me faltaba un
balcón, y ese balcón podía llegar a ser la
escritura”. –¿Neón surge de la experiencia del trabajo con el lenguaje o de la anécdota de la trama? –En mi caso la anécdota siempre es una construcción, una lectura. Después de haber escrito Pretexto Mozart, una novela que tiene muchísimos personajes porque jugaba con la idea de emular a un Balzac actual, quería escribir una novela con muy pocos personajes. Dos hombres y una mujer me pareció lo ideal porque había leído una frase del abate de Vogler, que dijo: “Hacer de tres, no un cuarto sonido, sino un astro”. Esa potencia que tiene el triángulo, la potencia ascendente del ternario, se fue imponiendo como una chispa, un centelleo. Quería que cada uno de esos personajes fuera absolutamente autónomo, pero a la vez que estuviera atrapado en el vínculo. Tenía por un lado esa idea de que fuesen tres, y lo complejo en una novela es llegar a estar cómodo con el lugar del narrador, que algunos le llaman tono, pero que diría que es como estar descalzo en la oscuridad de un bosque. Ese narrador, en mi fantasía, iba a reunir a los personajes, dando unas pequeñas claves, introduciendo suspenso y también teniendo la precaución de evitar el encuentro entre ellos, de tal manera que si dos estaban juntos, uno estuviese afuera. Y por supuesto que de esos dos que estuviesen juntos, siempre iba a ser un hombre y una mujer. El narrador, además de dar estas claves y presentar a los personajes, se desdobla y ésa me parece la situación de mayor invención en esta propuesta. No es igual un narrador en primera o en tercera, o si da lugar a una segunda como lo hace Beckett en Compañía. Tener facilitado el acceso a un segundo narrador, que opinara sobre los personajes y también sobre el narrador, me hizo sentir muy cómoda. Cada novela es como una historia de amor, tiene sostenidos y bemoles. Esta novela se abrió realmente con estas poquitas ideas y una frase, la primera, que para mí suele ser una frase salvadora, un anzuelo que después me permite tirar la tripa para desenvolver la trama. –¿Se refiere a la frase “ella cose el himen de la novia de los presos”? –Sí, fue una frase que soñé. Padezco de insomnio, nunca sé cuándo voy a dormir, pero sé que cuando duermo, sueño y recuerdo. Entonces me desperté y anoté la frase. Estaba trabajando sobre movilidad y quietud en ese momento, en un ensayo de Benjamin, y esa frase me cayó como una piedra en el ojo. En el pasado me había encontrado una frase, que es la primera de Ángeles de vidrio: “Ella no va a contar la historia de un loco. Vivió tantos años con él, que poco le agregaría. No va a contar la historia, pero empieza a hacerlo. Empieza por el final”. Esta frase funcionó de manera parecida, fue un hallazgo onírico. La frase del himen fue un regalo, no sabía si empezaría por la frase o por esta idea que tenía a propósito de quién cuenta, si cuenta el que viaja o el que permanece en la quietud. Eso me llevó al comienzo de la novela, donde da lugar a ese narrador que afirma “dejémoslo así”, cualquiera de los dos, el viajante o la costurera puede ser la usina, el motor de las historias. –¿Por qué le interesa tanto la posición del narrador? –El lugar del narrador es el pasaporte de la novela, es como si hubiera miles de celdillas mientras se escribe. Esas celdillas están comunicadas o se cierran. El lugar donde se encuentra el narrador habilita el pasaje a esas celdillas. El narrador, como en todo juego, es muy activo. Un libro está vivo cuando juega su partida con los lectores. –¿Se podría establecer un paralelismo entre el arte de escribir y el de coser, “como arte de fuga”? –La costurera está relacionada con la cosedora de cadáveres de mi novela La tercera mitad. El coser es absolutamente metafórico; sería “la costurerita que dio el mal paso”, ese lugar de alguna manera maravilloso y abominable al que se condenó a la mujer a lo largo de los siglos. En Neón, si el narrador juega a fondo con un lenguaje, es con el de la pintura. Se plantea una pugna entre escribir y pintar equivalente a la establecida entre el poder y la virilidad de los hombres. El Viajante narra, dibuja; el Tutor, esculpe, aprieta pomos, cubre la superficie de la pantalla con su presencia. La Niña/Celadora/Costurera mira los ventanucos de la prisión, escucha al joven improvisar, al viejo maldecir pero privilegia un programa de música radial. Coser era la forma de fugarse de las mujeres, coser es tejer, y la tela es himen, es esa trama que se descose y cose, son los cinturones de castidad. Con las palabras se puede hacer todo, es cuestión de inventar. La Costurera aprendió a coserse las amígdalas que le extirparon, a coserse la boca, a coser el miedo que le tenía a ese hombre. En el personaje femenino está trabajada la estrategia de la víctima, que es salirse de ese lugar porque mientras se es víctima siempre se está en la peor posición. La pequeña ante el abuso, en lugar de llorar, cuando ve que es mirada al tocarse la boca, desesperada al haber sufrido esa extirpación de amígdalas, directamente impotentiza al tutor, diciendo: “¿Dónde estará la lombriz?” –En sus novelas siempre hay muchas reflexiones sobre las consecuencias del poder, sobre todo en las mujeres. –Es que no hay más que relaciones de poder, y lo que a mí me interesa ver es qué se hace cuando hay abuso porque a ese tipo de circunstancias mis personajes están sometidos todo el tiempo, como nosotros en la vida real. –¿Por qué hay varios capítulos o zonas de la novela en donde la narración deviene en poema? –Lo que más leo es poesía, pero fue bueno no haber publicado un mal libro de poemas que tenía, que fue el primer fervor de la fuga directa, porque nada directo funciona de una manera deseada. Sin mediación, toda escritura es muy cruda. Este narrador de Neón habilitaba para distintas celdillas, entonces la poesía la pide el texto. Mi idea de la escritura es que una palabra o una frase lleva a la otra, en la frase anterior está contenido lo que va a seguir. Una vez, conversando con Angélica Gorodischer, ella me comentó que de entrada hace un mapa y lo tiene todo armado. Recién en la mitad del texto yo necesito hacer un mapa porque o se me coagula o se disemina, como me pasó en Pretexto Mozart, en donde tenía unos treinta personajes más que eliminé. Yo no podría narrar una escena donde alguien dice: “alcanzame la sal” (risas), porque me parece que para eso vivo, pero cuando escribo la pretensión y la ilusión es ingresar en un universo que tiene que ver más con lo que no se dice.
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