Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

Presentaciones de Repetir la cacería

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Centro Cultural de España
Buenos Aires, abril de 2003

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Repetir, Repasar, Repensar
Por Diamela Eltit

La novela se abre hacia un territorio inevitable: la madre. Texto madre entonces que propone maternidades literarias convocadas por la escritura para establecer, en el interior de su propio relato, un re-toque, una ceremonia cultural. Digo, un velatorio o el claveteo incesante de un ataúd. Cómo no recordar ese ataúd sonoro e inquietante que atraviesa la novela Mientras Agonizo. La atraviesa y la perfora porque la muerte, esa muerte devastadora de la madre, sí iba a consolidarse.
Pero ahora, en Repetir la Cacería se instala la muerte de la madre como punto de partida. Inicia su relato con la invitación a la muerte común que le establece la madre a su hija adolescente de catorce años, que, a su vez, cita y concita el escenario turbulento de Salomé y Herodías, carne de la misma carne, unidas ante la inminencia del asesinato de Juan Bautista. Juan el primo de un Dios todavía no legalizado por la cultura Occidental. Juan el que bautizaba con agua porque le fue negado el acceso al aceite.
-Pídeme lo que quieras- dijo Herodes cautivo en los movimientos del cuerpo de su hijastra y sobrina Salomé, la adolescente de catorce años.
Herodías, la madre, promotora y agente de la escena conocía la exactitud del ansia de Herodes y por encima del deseo de su marido marcó la impronta de su propio deseo.
-¿Qué pido?- le preguntó Salomé a su madre después que ya habían caído los velos bailarines destinados a develar los sentidos de su tío-padrastro.
-La cabeza de Juan Bautista- contestó la madre. Y lo que fue elidido en la respuesta era que esa cabeza decapitada por el poder insoslayable del cuerpo adolescente, las iba a redimir. Quiero decir, desde el reconocimiento de la madre del poder depositado en el cuerpo de su hija, ordenó aquello que les salvó la cabeza. El pacto entre madre e hija fue literalmente a muerte y, como paradoja, después que hubo de consolidarse el sacrificio de Juan, les otorgó vida y el acceso perenne a la Gran Historia.
Las lanzó hacia la fama. La de ellas dos.

La madre en la novela Repetir la Cacería incita al suicidio compartido con su hija de catorce años y esa petición se establecerá como la marca flotante que va a impedir el sosiego a lo largo de la novela.

 “Cuando cumplí catorce años, mi madre propuso que nos suicidáramos. En realidad ella no usó esa palabra, fue una simple sugerencia exenta de patetismo. Lo dijo y no lo dijo, habló del agua y del escollo entre alcanzar la dicha y hacerla perdurable. Bastaría caer juntas, abrazadas, radiantes.”

Allí están madre e hija. Allí pende esa ambigua línea oscilante que no puede y quizás no debe ser dilucidada. Lo que perdura en la memoria de la hija es, tal vez, la envidia de la madre, una madre envidiosa que no puede soportar la contundencia del cuerpo danzante de la hija y lo único que resta es emprender un abrazo radiante hacia la muerte. Podría ser. O es la hija, aún demasiado niña, asustada, temerosa de sí, la que, de manera interpuesta, solicita a su madre que le otorgue la felicidad perdurable del agua, para no crecer, para evitar así, lo que resulta una insoportable separación.
Lo que en realidad quiero expresar es que –se trata de una inestable conjetura- la hija, aterrada por la dimensión de un cuerpo entregado a la plenitud de sus catorce años, renuncia a la autonomía de su goce para no herir a su madre o para no convertirse en madre o para no llegar a ser como su madre y entonces se empuja junto a ella a la extinción dual.
O quizás no. Puede ser que la hija, ocupando la memoria como juego, sólo evoque ese momento crucialmente dramático en que la madre iba a ser, de manera irremediable, relegada al desván sexual. Y esa es la marca que el texto impone, el relato de un desplazamiento. La muerte del poder corporal de la madre. Y así, precisamente, de modo simbólico, esté inscrita la matriz del verdadero suicidio: ambas expatriadas de esa dicha íntima que les niega el inexorable paso del tiempo.

“La familia: figuras de cordel entre los dedos.”

Porque el peletero de la madre está allí, aguardando a la hija.
El lujo de la piel, la sensualidad animal que otorga la piel animal. El peletero inmerso en su saber técnico que le permite distinguir, catalogar, seleccionar la tersura de los materiales y su valor ineludible. El mismo peletero que transportará a la hija al centro de su particular costosa piel, poseída en el suelo animal, justo debajo de la acumulación de pieles, para que ella se transforme en piel-piel bajo la supervisión del peletero. El experto.
(Se podría suponer que en cualquier iniciación sexual interviene siempre la experiencia ultra calificada de un peletero).
 “Nuestro peletero había heredado el oficio del padre de su padre.” Un peletero severo. Linaje peleteril que enlaza históricamente tacto y violencia, cuerpo y agresión: goce turbio. Así es el peletero. “Nuestro peletero”. Padre nuestro. Hijo de su padre, protagonista del génesis de la piel más verdadera.

“¿Te gustaría ser mi muñeca?"

Me propongo ampliar el sentido de esta pregunta. Pensar en la articulación de la mano. Muñeca-mano, mano de muñeca que escribe lentamente. Con parsimonia. Repetir la Cacería es también una invitación cultural, un desafío de citas cruzadas en un movimiento deliberadamente continuo, inacabable. Fragmentos, ecos de fragmentos que comparecen para augurar la literatura como un territorio lingüístico dotado de una feroz y potente arqueología. Excavaciones, ruinas ilustres que actúan como cotas, como vallas históricas que indican las curvas y las curvaturas en medio de un camino sinuoso.

El procedimiento en Repetir la Cacería alcanza todavía una audacia mayor porque también se hace arqueología de novelas ya publicadas por la propia Liliana Heer, quien se re-cita, se re-corre y disemina sus fragmentos entrelazándolos a relatos diversos:

“Fusionar, hacer converger lo propio y lo ajeno, ejecutar un tema descubierto por otros, introducir personajes prestados, prologar el giro del carrusel.”

Y con este procedimiento se abre un campo teórico al interior de la novela. Instala una pregunta crítica en torno a los materiales literarios y su incansable flexibilidad. Mientras que en la rama de la construcción se habla de “la fatiga del material”, la literatura parece inmune a ese proceso. No hay “fatiga”, al revés, los materiales que conforman el campo de la arquitectura literaria, se convocan, se conjuran, se trenzan, se disputan el sentido. Lo reformulan. No existe una exterioridad que los fatigue pues responden a su propia lógica interna

Porque integran la distancia.

A distancia, con una máxima distancia, Liliana Heer se reapropia de su autoría y así la neutraliza y la anula. El autor, en el sentido más sagrado del término, termina hecho añicos, pulverizado en una compleja otredad. Desaparece porque precipita la presencia de textos huérfanos que se disponen como materiales narrativos desde una técnica oficiosa.

Así, la muerte del autor se permuta por la suerte del autor.
Pero, ¿cuál es su suerte? El desprendimiento, la proliferación incesante de un texto que se ata locamente o de manera lúcida o sigilosa a otros textos para entregarse al vértigo de una apropiación perpetua que permite, precisamente, la existencia, la coexistencia y la persistencia de lo que algunos de nosotros denominamos literatura.

Liliana Heer en su novela Repetir la Cacería escoge esa ruta. Difícil, compleja, sí. Apasionante.

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Heer: Cazar/Narrar
Por Jorge Monteleone

1. Cazar como acto intrínsecamente repetitivo. El ojo se adiestra para captar la presa, percibe el espacio y sus limites, percibe generalidades, perspectivas, y adopta un precise punto de vista donde su objeto es centrado. Pero ese objeto de una mirada alerta, la presa que debe ser cazada, es una repetición, porque la presa es esencialmente la misma. Repetir la cacería, como acto, es también repetir su objeto: algo debe ser capturado para que la cacería tenga lugar. Repetir la cacería equivale a buscar una y otra vez la misma presa. Esta nueva novela de Liliana Heer parece decirnos que el relato tiene algo de eso: narrar como acto intrínsecamente repetitivo. Su presa es el hecho que pasa, lo que pasa. Al repetirse como acto, el relato quiere capturar una y otra vez aquello que ocurrió, pero la condición de lo sucedido se vuelve tan evanescente, tan fugaz, que el acto de narrar regresa para que lo ocurrido retorne. Esa repetición oculta, acaso, su sentido. Repetir el relato, como acto, es también repetir su objeto: algo deber ser capturado para que la narración tenga lugar.

2. Cazar/narrar: esa instancia de repetición es lo que afirma esta novela como inquietud, como condena y, al mismo tiempo, es aquello que desdice en su propio modo de narrar, aquello que desbarata lo previsiblemente repetido. Como es habitual en los textos de Liliana Heer, la anécdota, el elusivo argumento de sus libros es la piedra de toque para cuestionar la narración clásica.
Tuve ocasión de escribir sobre su anterior novela, Ángeles de vidrio, de 1998. Señale allí un rasgo que, como lo demuestra este nuevo libro, puede constituirse como una poética propia. Quisiera repetir aquí esas conclusiones para señalar la nueva articulación que halla en esta novela. Heer se propone diluir la ley causal del relato clásico y destronar los patrones de verosimilitud, es decir, imponer un ethos del mal frente a la moral de contar una "buena" historia. A la buena conciencia de las historias (historias de la historia, historias televisivas, historias de vida, historias reales) superpone la irrisión de toda legalidad narrativa al uso (entonces yo llamaba a esto una lógica del crimen). Por otra parte, Heer conoce bien los relatos sacralizados y los repite, en pedazos omo en una alucinación privada. Esa modalidad disuelve la teología del sentido autoral, trascendente, y lo transforma en el evangelio apócrifo de las falsas atribuciones. Estos rasgos reaparecen, se reafirman en Repetir la cacería.

3. Como señaló Luis Guzmán en la contratapa, la novela se desdobla al menos en dos historias paralelas que, en verdad, son las dos historias principales, aunque no las únicas. Además de otros episodios menores que se intercalan y complementan, está la historia de la actriz cantante y el músico, Wilson, pero también la alusión a historias de otras novelas de Liliana Heer, como Bloyd, o, como es habitual en la autora, la memoria de films, de imágenes, de letras de canciones, apócrifas o no. Ese es su modo de manifestar una vez mas la critica de la causalidad narrativa y de la continuidad del relato como garante del sentido. Por un lado, intenta generar esa impresión de simultaneidad de los episodios, quebrando la fantasía de que aquello que sucede a otra cosa parece causado por ella. Por otro lado, como lo manifiesta explícitamente, prefiere "irritar al lector mediante cortes transversales que denuncian altibajos", para evitar así la cristalización del sentido. "Cuando el sentido -escribe Heer- (punta de dardo y muesca de anterior perforación) esta por ser atrapado, negarse a seguir."

4. Pero de idéntica importancia a las dos historias principales, son las paginas e incluso las frases que podríamos llamar "metaficcionales": en ellas la narración se describe a si misma, o describe su propia poética. En una novela que declara y a la vez parodia toda repetición, ese aspecto también supone repetir un gesto acostumbrado en las narraciones de fines de los años sesenta. Repite un gesto telqueliano o, sin ir mas lejos, las morelliana de Rayuela, repite el ademán de aquellos fragmentos teóricos atribuidos a Morelli. En estos fragmentos, la narradora se desplaza a una voz que sostiene su estética narrativa, auto afirmándose en ella y a la vez poniendo en cuestión el estatuto mismo del que narra. Doy un solo ejemplo, de la pagina 42: "Supersticiones literales: el argumento, el libro, la caligrafía. A cuenta y riesgo del lector. Una violencia consentida, encuadernada. Olor a tinta ácida".

5. La primera de las historias corresponde a la narradora en el día en que cumple catorce años y a su madre. Esa historia comienza con una frase de enorme contundencia, cuya acción, aunque no es consumada, produce sin embargo un oscuro significado que recorre todo el conjunto. Dice: "Cuando cumplí catorce años, mi madre propuso que nos suicidáramos". Pero es precisamente la no consumación del hecho lo que mueve la lógica de esta trama: narrar lo que todavía no ha sucedido, narrar lo que pudo ser. Ese aspecto destrona ya lo repetitivo de todo relato, porque afirma tanto su aspecto ficcionalizador e inventivo, como su carácter paradójico (es decir, lo que se opone a la doxa del relato tradicional). Los fragmentos metaficcionales afirman esos rasgos: dicen, por un lado, que el arte es "un estado de rechazo cuyo apetito se alimenta de lo que no hay". Y, por otro lado, aseguran que el modo de narrar esa historia consiste en recortar sucesos e introducir minucias, de modo que lo dicho sea descontado, dejándola en suspenso. Concusión y sospecha: "convertir lo paradojal en inteligible". Pero, en cambio, la historia deriva hacia otro hecho. La madre acompaña a la hija al negocio de un peletero para que este diseñe un chaleco de ocelote como regalo de cumpleaños. Cuando la hija va sola a retirar el regalo dos semanas después, no solo recibe el chaleco y un maniquí que le había pedido, sino también es violada por el peletero. Ese hecho traumático, que si fue consumado, es el que ahora debe ser repetido en el relato. Y aún más: no solo deber ser relatado, sino también debe ser delatado. Sin embargo, la repetición en el relato de un acto no consumado y el de un acto consumado se vuelven equivalentes, porque no hay trama que pueda justificarlos, dado que la propia narración ha vuelto irrisorio todo argumento, incluso toda argumentación y toda causalidad. De ese modo, Heer cuestionará la noción misma de relato como fundamento de una moral social y lo hace en su núcleo mismo: su condición de ser repetido. Me referiré a esto al final.

6. La segunda de las historias es tanto una ironía como una nueva afirmación de este aspecto. Se trata de la narración de L'étranger, El extranjero, la novela de Albert Camus. Como un alarde de la repetición, Heer relata de nuevo la historia de Mersault y, como un espejo invertido de la historia de la narradora y de su madre, revela el mecanismo absurdo por el cual el crimen del extranjero, que mata al árabe en la playa de luz rabiosa, puede ser condenado al comprobar simplemente que no lloró en el funeral de su madre. Leemos en la página final: "Poco podía importarle al extranjero ser acusado de asesinato si lo ejecutaban por no llorar en el entierro de su madre". Heer se vale de esta historia, narrada con una notoria elegancia a lo largo de la novela, creo que con varios motivos: uno de ellos es utilizar la ficción de Camus  especularmente, como una exemplum de lo que afirma la ética de la escritura en su contenido social. Otro es repetir, efectivamente, una historia, realizar el relato de un texto consagrado como soberano acto de repetición, cuestionando de nuevo, como anticipé, la teología del autor y, al mismo tiempo, despedazando su lógica narrativa al diseminarlo en otros relatos. Otro, en fin, afirma, como antagonismo, un relato clásico en tanto ejemplo contrario de la causalidad narrativa. Es decir, hace uso de su clasicidad normativa para desbaratar la clasicidad como forma hasta hacerla estallar.

7. Para finalizar, quiero leer un fragmento de la página 87. Se refiere al relato de la violación, mencionado aquí como el "relato de un atropello". Dialogan la narradora y su amiga Gerty. Dice:
"-¿Sólo a un coleccionista le interesa el relato de un atropello?
-    No se, depende como se narre -contestó Gerty.
-    Soy mala para narrar.
-    ¿Atropellos?
-    Cualquier cosa.
-    No creo.
-    En realidad, no cualquier cosa...
-    ¿Entonces?
-    Atropellos".

Fórmula irónica de su critica: "Narrar mal los atropellos". Como se ve, Liliana Heer siempre pone en juego una ética de la escritura, que supone asimismo una ética de todo relato en un marco social. Creo que se atreve a insinuar aquí que "narrar mal", es decir, narrar alejándose de las convenciones habituales, supone, en verdad, narrar "mejor" o, en todo caso, conjurar aquello que del relato se naturaliza como repetición.
Narrar / cazar como actos repetitivos. Decía antes que Heer cuestiona la noción misma de relato como fundamento de una moral social y lo hace en su núcleo mismo: su condición de ser repetido. Dado que ese mismo relato es el que señala la culpa y en consecuencia la condena. La constitución de tal relato puede llevar no solo a la justicia, sino también al crimen. Es por la reducción al absurdo de la noción misma de relato en la novela, que su condición es cuestionada. Por ello leemos en la última página:
“¿Cuál es el argumento que justifica una delación? No se mata a un hombre como a un lobo. Habría sido fácil acusar al peletero. Repetir la cacería: alemán judío raza degeneración." Es esa causalidad del relato y su repetición lo que subyace a la repetición de toda cacería cuando el hombre se vuelve lobo del hombre. Otra vez, la ficción juega con su propia imposibilidad para señalar el malestar de una cultura.

Texto publicado en la revista de psicoanálisis Enlances, número 5, septiembre de 2003.


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