Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

Presentaciones de Repetir la cacería

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Centro Cultural Bernardino Rivadavia
Rosario, junio de 2003

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Cazando Heers con técnicas de escondidas hermosuras
Por Alejandro Pidello

Damas y caballeros, estáis aquí reunidos
para oír por qué cielo y tierra se conmovieron
por culpa de las enigmáticas artes de una escritora de esperanza en Buenos Aires

esperanzada
Hace diez días que su libro me envió.
Más o menos  unas cien veces lo leí,
de delante hacia atrás, de abajo a arriba,
a través de los dos extremos del telescopio.

Esto no lo escribí yo,  modifiqué un poema de James Joyce que se llama Gas de un Mechero, y un biógrafo dice que en realidad el que habla (por orden de Joyce) es alguien que se llamaba George Aoberts, es decir, el que hablaba antes de que yo lo modificara.
En realidad lo que más retengo de mi elegida introducción es el asunto de los dos extremos del telescopio. Y en realidad debe ser porque creo que hay un componente de misterio en la cuestión de los telescopios (lo que me llevó, por ejemplo, a pulir durante meses un disco espeso de vidrio en mi infancia para fabricarme uno) y que ese misterio se agranda con la historia de los dos extremos. Es mucho más misterioso que mirar de delante hacia arriba y de abajo hacia atrás. Y toda cosa no sabría existir sin su misterio, decía el fantástico pintor René Magritte. Y también relacionaba el misterio con lo invisible y con la distinción invisible - oculto. Lo visible que está oculto, una historia en el libro de Liliana Heer que presentamos hoy,  Repetir la cacería, por ejemplo. Un ser desconocido en el lado oculto de las cosas no es invisible, simplemente está oculto.
Volviendo a los dos extremos y a mis cien lecturas del libro de Liliana Heer, en un extremo del libro aparece la madre, la alemanita (¿Lilianita?), Meursault y Camus,  la gorda maravillosa que como si fuera mediana o flaca podría ser amada sobre la mesa de roble de mi abuela, el peletero sexual de la Peletería Antártida. Unos cuantos pueden caer en este extremo de la linealidad, aunque vislumbrando nerviosamente el juego (reacción que  sería inexplicable), a veces ante la fotografiada mirada rebosante de Liliana Heer en un diario-  transcurrir enigmático.
Dice Nancy Hagenbuch, en una página sin identificación en Internet: “Jacques Lacan en su seminario La ética del psicoanálisis coloca en el seno mismo de la creación la introducción de un significante nuevo en oposición a otro, y su efecto va a venir a producir un nuevo orden en el mundo. La creación emerge alrededor de un vacío, ex nihilo”.
En estos textos de Liliana Heer se va produciendo un juego de escondite, para lo cual es útil el otro extremo del telescopio. ¡Pero atención! No se puede mirar por los dos lados al mismo tiempo. Hay que mirar primero por uno, después por el otro, guardar el telescopio, y ponerse a gozar. Porque es bueno agrandar o achicar la palabra Barnacle (p. 32), por ejemplo, y encontrarla como mujer (originariamente camarera) de Joyce o como el molusco percebe, ya descripto por Liliana Heer de la misma manera en el trabajo introductorio a la traducción del Giacomo de James Joyce, que hiciera en 1992, con Martini Real. Dice en los dos textos:

una rémora, una barnacle.

¿Por qué repite esas cuatro palabras en ese orden?
Descubrir que  atrás del texto de Blake de Proverbios de infierno que Heer cita,  está la pista del Swedenborg doctrinario abarcador de iglesias cristianas, que ella también cita y que también sigue Joyce en Giacomo. Y que, en otra parte, ella captura en un acto de la escuela pictórica puntillista a la virgin most prudent de Joyce solo para meter mágicamente una virgen prudentísima en la cacería (p. 73).
Nancy Hagenbuch también dice, que Lacan habla de lo que se debe leer sin tratar de comprender. De eso que se lee porque uno siente el goce de aquél que lo ha escrito, que es lo único que podemos atrapar. Atrapar a la virgen en la cacería, la madre que no se suicida nunca o sí,  lo biográfico o no,  del emigré, residía, conocía, cultivaba, hubiese mirado (Meursault, el de la alusión obvia a Camus para que todos la descubran y se engañen, en pasado y pisado?), atrapar la idea de dibujar recuerdos en películas propias, o de robarse sus propias traducciones. Desvíos, disfraces convenientes en toda biografía, reconoce Heer. “Vivir peligrosamente hasta el fin” como walking on the edge (caminando en el borde) en la canción de la enigmática gorda de los pétalos en el fervor de los años sesenta, ¿no es biografía?
La cacería repetida de Liliana Heer es un manual de procedimientos. Con un trabajo práctico incluido: lecciones para tratar de cazar a Liliana Heer. Se lee: “La táctica es irritar al lector”, “hacer converger lo propio y lo ajeno, ejecutar un tema descubierto por otros, introducir personajes prestado, prolongar el giro del carrousel”. Por ejemplo, en la p.91:
“la falda apenas subida, marcada a la altura de las rodillas por el ligero gesto de coquetear con recato”, contrariando abiertamente la “falda recogida por la rodilla” de Giacomo porque esa es un “remate de un refajo levantado sin discreción”. Dejo al pasar, pequeños y  estéticos trofeos de la cacería, como  la “memoria del palimpsesto” (p.22), en honor a los inventos de Joyce.
Nancy Hagenbuch también dice que el juego de escondites,  le permite a Joyce desplazar cierto agujero de un texto a otro e ir armando una escritura en forma de nudo. Eso toma forma de búsqueda y se ve el juego de escondidas entre el nombre del autor y la criatura a nivel del arte. Y James Joyce dice “...el lenguaje se perfecciona cuando sabe jugar con la escritura”. Ja.
Y se ve que a Joyce le fascina este asunto (como a mí) cuando en Ulises escribe: “Si lo revelara todo perdería mi inmortalidad. He metido tantos enigmas y rompecabezas que tendré atareados a los profesores durante siglos discutiendo lo que quise decir, y ese es mi único modo de asegurarme mi inmortalidad”.
Por otra parte, yo creo que además de meter enigmas importa la técnica que se usa, y “eso forma parte del oficio” dice  Magritte, el pintor que también dijo “porque toda cosa evoca de hecho el misterio”.
En la página 67,  Liliana Heer explicita que “no hay lectura posible sin poesía” y a uno, por un lado, no le quedan dudas que la poesía también puede soplar en las cacerías (como preveía Murilo Mendes) y por el otro lado, que constituye un recurso poderoso en la cacería, tanto para el cazador como para la presa. Porque como dice Heer en el previamente citado prólogo: “en  Giacomo, puede leerse, por primera vez, el proceso de construcción asociativa que marca la melodía de una sintaxis fraseada con diversos elementos...” Desarmar, entonces, genera nuevas sintaxis donde lo deslumbrante es el proceso de génesis, o sea la cacería. Esto es otra cosa que sale de este excepcional libro: lo invade a uno una tendencia compulsiva a marcharlo hacia delante o hacia atrás, línea por línea, pero como dice Liliana Heer en otro libro, “ingresando a los espacios como si se abriese un álbum de fotografías, desplegando cortinados, graduando vértices de luz, contemplando recintos dormidos, alcanzando lo que ya no era”. Repetir la cacería  genera un ciclo de nacimientos y renacimientos, un perfume de Samsara, para placer de muchos, entre ellos, sin duda, para M. Jean-Paul Guerlain y yo.
Este juego de escondites con los nombres de los padres de la cultura le permite desplazar cierto agujero de un texto a otro y va armando una escritura en forma de nudo. Eso toma forma de búsqueda y se ve el juego de escondidas entre el nombre del autor y la criatura a nivel del arte.
El lector, al sumergirse en el mundo joyceano, se va encontrando con múltiples encrucijadas que el texto ofrece. El mismo Joyce decía: “lo que yo escribo no dejará de dar trabajo a los universitarios” ya que en el texto abundan innumerables enigmas. Es el escritor más enigmático de los últimos tiempos.
En Ulises escribe: “Si lo revelara todo perdería mi inmortalidad. He metido tantos enigmas y rompecabezas que tendré atareados a los profesores durante siglos discutiendo lo que quise decir, y ese es mi único modo de asegurarme mi inmortalidad”.
Tanto en Ulises como en Finnegans Wake, se produce algo que como significado puede parecer enigmático. El sentido allí se pierde. Lean las páginas de Finnegans Wake, nos invita Lacan, sin tratar de comprender, eso se lee. Eso se lee porque uno siente el goce de aquél que lo ha escrito. El goce es lo único que podemos atrapar en sus textos.
Finnegans Wake (1939). La última obra escrita por Joyce es un intento de encarnar en la ficción una teoría cíclica de la historia. La novela está escrita en forma de una serie ininterrumpida de sueños que tienen lugar durante una noche en la vida del personaje Humphrey Chimpden Earwicker. Simbolizando a toda la humanidad, Earwicker, su familia y sus conocidos se mezclan, como los personajes oníricos, unos con otros y con diversas figuras históricas y míticas. Con Finnegans Wake, Joyce llevó su experimentación lingüística al límite, escribiendo en un lenguaje que combina el inglés con palabras procedentes de varios idiomas.

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Repetir lo Inasible: la lectura
Por Victoria Lovell

"Dicen que en un tapiz persa el león ruge al langostino escudado en un estanque artificial. El escalofrío recorre la trama. No hay lectura posible sin poesía."

Repetir la cacería permite al lector hacer un recorte, desorganizar las secuencias porque el orden es ilusorio. Desde este registro metaliterario de la página 67, la primera página del libro abre un espacio múltiple. La pregunta por el género literario se diluye; la ilusión del lector dura poco. Si creemos que la primera línea: "Cuando cumplí catorce años, mi madre propuso que nos suicidáramos", potencia lo narrativo y nos conduce al camino seguro de la novela, pronto la linealidad se torna curva y preanuncia el círculo.

La última oración, cierre del primer párrafo, genera extrañeza frente a la primera: "Bastaría caer juntas, abrazadas, radiantes".

Si nos detenemos en el primer enunciado, el suicidio como marca lexical polariza la acción, porque anticipa la tragedia en su sentido radical. Pero, "Bastaría caer juntas, abrazadas, radiantes" disemina el sentido del texto.

(...) Estética de lo fragmentario, varias historias se narran en forma paralela: la narradora con su madre, que se contrapone a la de Mersault, el personaje de El Extranjero, de Albert Camus, frente a la muerte materna y la indiferencia que le provoca; la cantante rubia y políglota que Liliana Heer describe como una protagonista menor, reitera una y otra vez el mismo acto, hacer a su amante Wilson feliz. Está delineada como "puro montaje, ninguna espera; la acción atraviesa el argumento, puro alambre de púas". La gorda políglota se desplaza de una novela anterior de la autora a este texto, compulsión repetitiva, una línea de blues que entona "Maybe the sun". Línea que recorre el texto, plegaria del no creyente ante el muelle: "Maybe the sun es el título de la canción, cuya letra escribí para que el suicidio que no había acontecido encontrara en la música su revelación".

Estética de lo fragmentario, que evita la solidificación de las formas y de los sentidos, combate la ilusión del sentido como finalidad del texto y también como causalidad.

Liliana Heer toma distancia de su propio texto, objetiviza su escritura; pero también pone en acto sus propias lecturas, algunas las explicita, otras forman parte del corpus secreto: "Memoria del palimpsesto". Cada página está escrita como una escena cinematográfica, marcada por dos ritmos: velocidad y detención.

Giro del carrousel en cámara lenta, fundido negro, voz en off, meditación de la escritora, cadencia de jazz.

El lector se acerca o se aleja. Suerte del lector, depende de su propia captación, si lee en estas marcas una digitación de lectura programada o, por el contrario, le permite bucear en su interioridad (¿acaso eso que llamamos autobiográfico no está poblado de nombres propios y geografías prestadas?).

Lo fragmentario recorta una pieza entera de "Felis Pardalis" para confeccionar un chaleco de piel, irrupción de un signo transgresor en el imaginario cultural. Lo siniestro se hace visible, descubre lo que está oculto, y al hacerlo efectúa una inquietante transformación de lo conocido en desconocido.

La madre lleva a su hija a su peletero de confianza, primero la amonesta y luego la viola: "Decía que iba a pegarme mientras sacaba de la caja el chaleco, mientras subía mi vestido, mientras soltaba mis trenzas. Sin parar repetía que iba a pegarme". Un maniquí articulado viste el chaleco, deambula perdida con el maniquí. Fin de la inocencia, juego de espejos: antes madre ahora muñeca articulada.

En Repetir la cacería puede leerse también los signos de una generación: "Con tres o cuatro frases de algunos poetas, Nietzsche por guía espiritual y un chaleco de piel, fui a estudiar a una ciudad tan grande que apenas podía recorrer sus márgenes". En la misma página: "Bendecida por la libertad apócrifa, oscilando entre el universo ideológico de la revolución y la magia mezcalínica, mi lectura de los hechos era surreal".

En Crítica y verdad, Barthes reconoce al escritor como aquel "para quien la lengua es un problema, que experimenta su profundidad y no su instrumentalidad o su belleza". Liliana Heer pertenece a esta raza de escritores.

La gorda políglota canta "carne mojada bajo las uñas / ¡Oh dios! / larga es la noche / para quien no puede partir".

Es cierto, no hay lectura posible sin poesía.

Texto publicado en el diario El Litoral de Santa Fe, 28 de Agosto de 2003.

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Allí donde el escudo de la  maldición habita
Por Angélica Gorodischer

Perseguir otra manera de contar, cazar, concretar los intersticios de la escritura, hacer del texto un mapa en el que pueda quien lee perderse gozosamente, son, de principio, las sensaciones que la asaltan a una, frente, junto, en medio de las novelas de Liliana Heer. Puede ser que aquí, en Repetir la cacería haya dos, tres o más historias que se van desenvolviendo como si el papel, mojado por el agua de ese puerto, se ablandara y compusiera de nuevo letras y párrafos.

Conjeturar, esa palabra usa la autora en alguna página de este libro que se compone y se recompone una vez y otra vez. Conjeturar eso que hay detrás del texto y que como en un texto privado permite a los personajes aparecer a su antojo aun antes de que el telón se levante, no sólo ante nuestros sentidos, sino a nuestro lado.
¿Quiénes son esas personas que actúan bajo los “abismales efectos de pequeñas conductas”? No importa que las hayamos conocido antes (Mersault) o que de pronto se presenten como quien está dispuesto a desafiar la vieja costumbre de leer un libro, como quien se resiste a eso de dibujar un elefante con el recuerdo de los mirlos.

En cada lector, en cada lectora, hay a medida que se dan vuelta las páginas, una especie de voluntad de cuña, de obligar al texto a ser lo que se piensa de antemano que debe ser una novela. Una novela o un poema o un fascículo coleccionable, lo que sea. Finalmente, y sin resistencias, resulta fácil encomendarse a las palabras y recorrer serenamente algo que, como un complot o una casualidad, nos lleva a oír la canción de la que se habla, a acompañar a la mujer vestida de novia que nada en el río.

Eso es: el lugar del lector no está deshabitado. En mi caso, en el caso de esta lectora que siempre se acercó a los libros de Liliana Heer con el paso expectante de quien sabe que no será defraudado, recordé ¨L´Atalante¨ en un cine de la universidad, muy al norte de nuestro sur, y súbitamente la novela fue otra cosa. Fue esa cosa invisible que repta tras las cosas visibles, como quería Magritte. Finalmente, eso es lo que una espera de una novela. No, ya no, la narración de lo que podría haber sido, y ni siquiera de aquello que jamás quisieran que fuera, sino la enorme posibilidad, casi infinita, de tener entre las manos todo lo que ya se ha escrito, porque ¿qué otra cosa podría ser?, pero escrito de otra manera, de esa manera en la que los ojos van viendo el mundo desde el carrousel que no deja de girar, trastocando el valor de las palabras de siempre que se siguen unas a otras como siempre y que ya jamás serán las mismas, haciéndolas pesadas y transparentes como los leones rampantes de una genealogía implícita en la imaginación.

Texto publicado en la revista La Pecera, número 7, 2004


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