Liliana Heer

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Premio Boris Vian 1984
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Liliana Heer

Reseñas de Bloyd

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Tras los rastros de una historia
Por Maite Alvarado
Revista Espacios
Universidad de Buenos Aires, 1985

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El relato es el gran protagonista de la novela de Liliana Heer, texto laberíntico que habla de un mundo en el que la subsistencia y el poder se rigen por el intercambio de relatos ("Bloyd ejerce sobre Madame una autoridad singular. Todos los amaneceres, en su presencia, con el pretexto de exorcizar a las pupilas, desliza por unos instantes sus manos debajo de las sábanas y relata diferentes historias intentando incorporar sus palabras a los sueños"). Bloyd, en efecto, desea poblar con sus historias el imaginario de las pupilas. Así, desde la primera página, las historias se van desgranando, tenues, espiraladas, carentes de límites, una contra otra, hacia otra, dentro de otra. Esas historias, que a veces introduce el estilo indirecto señalando a quien enuncia, terminan indefectiblemente por independizarse del enunciado o del relato que las contiene.

Mientras avanzaba en la lectura de Bloyd, tenía la sensación de estar ante un microscopio, observando los diminutos mundos que encierra cada mundo: "Tampoco podría acariciarla ni ver la muñeca vestida de tul dar vueltas en puntas de pie. La había comprado en la ciudad mintiendo, como si se tratase de algo común comprar una bailarina dentro de una botella. Ahora estaba por la mitad, con la mitad del contenido que no era el original. A ella le gustaba beber y acordarse de los buenos momentos..." Esa bailarina, cuya infidelidad es castigada con el descuartizamiento, protagoniza el primer relato de Bloyd. Y de Bloyd. Porque Bloyd y Bloyd cuentan historias. Tal vez siempre cuenten la misma, cambiando sólo el orden de las secuencias ("No hay una secuencia idéntica cada vez que llevado por el dolor cae en el olvido") y los detalles omitidos ("Bloyd no precisaba detalles... "). Pero ¿cuál es esa historia? Velada por las recurrencias, las catálisis, el quiebre de la linealidad, la historia se despedaza hasta el punto de volverse improbable ("...tibios restos para que despedacen los pájaros mayores carcomiendo a sabiendas aquello que se conserva y persiste").

El lector, cuyas expectativas de revelación se ven inmediatamente frustradas por el juego de un discurso autocomplaciente, se abandona entones al murmullo del lenguaje, a la cadencia de las frases, monstruosamente extendidas a lo largo de los renglones hasta deformarse como una víbora que hubiera devorado un elefante. Y sin embargo, hay un momento en el que el embeleso cede paso a una curiosidad repentina: la irrupción de un indicio reaviva el interés por la anécdota, tentando irresistiblemente al lector que, en el fondo, lo que más desea es descubrir una hendija por donde espiar esa historia que se le retacea ("Sería una confesión, y en cada historia, alguna de las frases, quizás aquella que dejaba inconclusa, pertenecía al acertijo como la nervadura del hierro a los vitrales"). Frases inconclusas, detalles omitidos, elipses, grietas donde el discurso se carga de sentido. No es casual que los pronombres, formas vacías, proliferen a lo largo del relato, confundiendo y borrando el lugar de la enunciación. Pronombres ambiguamente usados, que tienen el poder de provocar distintas historias según  la lectura que de ellos se haga. Juntamente con el modo potencial y la coordinación disyuntiva ("Lo despiertan y se repiten algunas combinaciones, o no pueden despertarlo, o parece dormir y hace tiempo que ha vuelto a ese mismo día sin la esperanza de reconstruir nada"), son puntos de inflexión del misterio, encrucijadas discursivas que se abren en distintas direcciones. El pronombre, en especial, permite registrar -en su a veces dudosa identificación del referente- la influencia de las técnicas narrativas contemporáneas en la conformación de un código de lectura. Así, cuando, en pág. 11, leemos: "En la pequeña prisión, cubierta la única ventana por un paño oscuro, custodiada por el alcalde, bebía ron la bailarina mientras escuchaba la música de una botella. Él había prometido salvarla, convertirla en su esposa", ese "Él" se torna ambiguo porque, más allá del hombre que da vueltas en su lecho algunas frases más arriba, último sujeto masculino, al que, por lógica, parece remitir el pronombre, asoma la sombra -o el eco- del que cuenta la historia, Bloyd, quien "solía narrar la ejecución de una condena". Lectores desconfiados tras innumerables páginas de entrenamiento, sospechamos del antecedente más próximo, y hasta nos ocurre pensar que Bloyd podría ser el hombre que da vueltas en su lecho, que ambos podrían ser un solo personaje, reunidos en esa forma vacía: "Él".

Si cada modalidad verbal alude a una mundo posible, el predominio potencial de este relato habla de la vacilación y el deseo. Vacilación de una historia que, como la reminiscencia proustiana, está en permanente fuga, tiene la virtud de diluirse cuando empezaba a tomar cuerpo. Fugacidad que acicatea el deseo, cuyo objeto es esa historia siempre inalcanzable por el juego de una escritura que la deja entrever volviéndola inaprehensible en un mismo gesto. ("No fue casual el movimiento de la túnica en contraste al saciado estatismo, el contraste que en esa mujer tornaba el sentido imposible, anulándolo, convirtiendo en un instante la distancia que marca un vacío en el eje que constituye la hipérbole, la inclinó a cubrir, contar, suponer que moriría y, por fin, a desear su contacto bajo el sudario.")


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