Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

Presentación de Giacomo, el Texto Secreto de Joyce

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Americas Society 
New York, Estado Unidos, Febrero 1993.

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Una glosa enamorada
Por María Negroni

Trieste es una ciudad de imprecisiones, de dialectos mezclados, de sombreros tiroleses y malhumor italiano, una ciudad entre arrogante y esquiva, a orillas del Adriático, sin más separación que el cordón de una vereda. Quiero decir, un sitio mágico. A comienzos de la década del '10 ' cuando todavía formaba parte del Imperio Austro-Húngaro y por un breve período de tiempo coinciden en ella tres de los más grandes escritores del siglo: Rilke, Italo Svevo y James Joyce.
De 1912 es el verso inicial de Elegías de Duino, verso que Rilke "recibió" (según cuenta la princesa Marie Von Thürn) mientras la visitaba en su castillo, a menos de 20 kilómetros de la ciudad. Italo Svevo había publicado Una vida y Senilidad y concebía ahora su obra mayor, La conciencia de Zeno. En cuanto a Joyce, sabemos que vivía con su esposa e hijos, que daba clases de inglés en el Instituto Berlitz y que aprovechaba el lujo de la distancia o, como él dijera, las armas del silencio, el exilio y la astucia; para rumiar sobre sus obsesiones. El amor, o acaso un deseo agudo y descarriado, lo sorprendió en tales maquinaciones, regalándole esa brillante confusión que hoy conocemos bajo el título de Giacomo Joyce.
"¿Quién? Un pálido rostro rodeado de pesadas pieles olorosas. Sus movimientos son tímidos y nerviosos. Cali grafía de telaraña trazada larga y finamente con desdén silencioso y resignación." Así presenta Joyce a Amalia Popper, la señorita judía que fue su alumna por cuatro años (entre 1907 y 1911) y cuya belleza esbelta le pareció, desde el principio, un verdadero "privilegio del infierno". Para entonces, Joyce había escrito y publicado Dublineses, los poemas de Música de Cámara, y partes del Retrato del artista. ¿Cómo se escribe esto que le ocurre ahora?
La historia del Giacomo  no es sólo la historia de un  amor. Es la historia de un amor escrito. Es decir, la historia de una fusión imposible, el dibujo de una elipsis desde  y hacia un vacío, sin nombre, el que provoca todo deseo intenso ocurrido en la madurez de una vida, en la madurez de una escritura, cuando la confrontación es inevitable, la ceguera urgente y perspicaz.
Con frecuencia, el Giacomo ha sido equiparado a las 40 Epifanías que Joyce escribió en Dublín, entre 1901 y  1904. Ambos textos, se dice, cumplen la función de puentes, ambos se quedaron sin publicar, ambos contienen hallazgos escénicos o conceptuales que fueron "reciclados" después en obras posteriores.
La decisión de no publicar (el ocultamiento) le sirve a Joyce como un acto de aprendizaje, como cuando jugamos de niños a ver desaparecer a mamá detrás de una servilleta. Es un gesto que funciona por repetición y cifra acaso una pizca de venganza para el otro jugador. Frente al terror de confrontar el vacío al que arroja el espejo abismal del deseo, Joyce repite el gesto que lo aterra, pero esta vez creándolo él mismo: abre en el interior de su propia obra un punto ciego, un espacio virtual, un, pseudo-foco. Y, de esta forma, nos coloca frente a Amalia Popper.
Esta relojería de pasiones es la materia sobre la que trabajan Liliana Heer y J. C. Martini Real en Giacomo: El texto secreto de Joyce. También ellos giran en torno a un enigma, apuntan a ese espacio de sombras que Joyce reservó al Giacomo, y en el cual este pequeño texto permanece de algún modo más allá de su ulterior publicación. Visto desde su función detectivesca, sin embargo, el trabajo de Heer y Martini Real evidencia una peculiaridad: más que importarle el enigma, le importan las preguntas sobre el "misterio" del Giacomo en una suerte de festival de conjeturas que constituye -dicho sea de paso- una de las mayores alegrías del libro. La idea es glosar sí, pero sin abandonar lo que está ausente, como quien lee el esqueleto de un sueño. Una ficción amorosa (la ficción amorosa que representa toda verdadera literatura) es siempre un gesto hasta un objeto inalcanzable, un hueco que se aleja a medida que se escribe, como las manzanas de Tántalo. El texto secreto lo sabe. Sabe también que para captar ese movimiento, no son suficientes la mera contabilidad erudita, la cita intelectual o el adoctrinamiento académico. Es necesario, también, comprometerse en una suerte de lectura fetichista que traduzca el vaivén emocional entre lo bello y lo efímero, la escisión y la forma, el artificio y el duelo.
En el sistema que construyen ambos libros, así, la fascinación es primordial. Es también movediza y reversible. Movediza, porque su blanco se mueve. Reversible, porque el lenguaje que pretende atrapar al objeto de la fascinación, como una telaraña a su presa, acaba atrapando a quien escribe. Hay aquí como un juego de espejos enfrentados. En el Giacomo: Joyce a la caza de Amalia Popper, pero también del símbolo que esconde a Amalia Popper como un talismán o una clave. En la glosa: Heer y Martini Real, abocados a explorar el "misterio" pero fundidos en un tono, una erótica textual reiterativa de la música interna del texto de Joyce.

Texto publicado en el Diario La Capital, Mar del Plata, enero de 1994.

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El mayor de los deseos de Joyce
Por Tomás Eloy Martínez

Como toda obra destinada (o condenada) a permanecer, esta versión del Giacomo cuyo prólogo y comentarios compusieron cuatro manos Liliana Heer y J.C. Martini Real, es un manantial desprendido de muchos libros y alimento de otros, quién sabe de cuántos. El prólogo se articula como un fragmento de novela; los comentarios, como las páginas sueltas de una Enciclopedia. Entre esas dos tensiones, está, vivo todavía, el deseo de Joyce. ¿Qué clase de deseo, me pregunto? Un deseo primordial de Joyce era encontrar a un lector excluyente: un lector capaz de nutrirse de un solo autor y no necesitar a ningún otro. Ciertos creadores eligen cuidadosamente esa clase de víctimas. Mozart, como se sabe, tuvo la fortuna (y el infortunio) de encontrar a Constanza Weber y a la hermana de Constanza, Luise Lange. Constanza devoró a Mozart mientras él vivía: Mozart devoró a Constanza y a Luise después de la muerte. Otro caso curioso es el de Kafka que enfermaba de celos cuando sorprendía a su novia Felice Bauer interesándose en ficciones que él no había escrito. Kafka rompió su compromiso con Felice usando el pretexto de su enfermedad, la tisis. Pero adentro de sí había roto hacía ya mucho, como lo advierte Elías Canetti. La gran desilusión de Kafka fue sorprender a Felice leyendo textos de Flaubert y de Martin Buber. ¿Cómo perder el tiempo con otros reinos de la imaginación cuando él, Kafka, le había servido en bandeja su propio reino?
Durante el fértil exilio de Trieste, que le deparó la amistad de Italo Svevo, Joyce también estuvo a la caza de un lector absoluto. Creyó encontrarlo en las alumnas que asistían a sus lecciones informales en casa de Paulo Chuza. Pronto centró su atención en sólo una de ellas, Amalia Popper, a la que consagrará el Giacomo. Aunque Giacomo es un texto de complejidad extrema, un vasto delta que desembocará en Ulysses y en Finnegans Wake, la obra de Liliana Heer y de Martini Real despeja muchas de sus luminosas oscuridades en las cincuenta proposiciones finales del prólogo. Esas cincuenta frases que caben en poco menos de tres páginas reescriben el libro del mismo modo, podría decirse, en que Flaubert's Parrot, de Julian Barnes, reescribe a Flaubert. No estoy de acuerdo con algunas de sus conclusiones. No puedo (más bien no quiero) imaginar que Amalia Popper acabó acostándose con Joyce y que luego fue obligada por su marido Michele Risolo a negar que ella fuera el modelo de la historia. Prefiero creer que, en la sombría y burguesa Trieste, la historia se desarrolló de un modo también sombrío y burgués. Veo a Amalia negándose púdicamente al asedio del profesor, reteniendo heroicamente su virginidad (para poder ofrendársela más tarde a Risolo) y pensando luego en Joyce como en una asignatura pendiente de la vida, al que le pedirá, como único don, permiso para traducir Dubliners, veinte años después de que todo haya pasado. En la biografía de Ellmann, hay una conmovedora nota al pie que dice: "En 1933 la signorina Popper, convertida en signora Risolo, pidió y recibió autorización para traducir Dubliners al italiano; éste fue el único favor que otorgó a Joyce". La frase resume, como pocas, la sensación de pérdida que debió atormentar a Joyce mientras escribía el Giacomo: la idea de la declinación sexual, de la juventud que se desvanecía, de su inutilidad para conquistar a una adolescente. Giacomo, el Casanova, deja de ser Giacomo. En ese instante se convierte en Joyce. Amalia Popper no será ya la lectora absoluta; en  su lugar, aparecerá Nora, a la que Joyce invoca tras un grito de espanto. "A starry snake has kissed me: a cold nightsnake. I am lost! -Nora!-" Nora no quedará indiferente. Se ha negado a leer, hasta ese momento, todo lo que escribe Joyce salvo, tal vez; salvo, sin duda, las cartas que Giacomo o Jim le escribe: cartas de una extrema lascivia, como se sabe. Pero Nora leerá Giacomo: va a pasar por alto el Ulysses y Exiles, pero no Giacomo, quizá para verificar si Joyce ha conseguido ser, con otra, más lascivo que con ella misma.

En la época del Giacomo, Joyce casi no tiene lectores. Las tendrá inmediatamente después, cuando Pound y Harriet Weaver se conviertan en sus protectores y difusores. No tiene quien lo lea. Y sin embargo, en un sentido caligráfico al menos, el Giacomo alcanzará el extremo de la legibilidad. La letra es de una pulcritud extrema, casi colegial. Ellmann supone que ese rasgo se debe a que el manuscrito fue destruido y reescrito. Liliana Heer y Martini Real apuntan más lejos: el relato, afirman, se ha ido escribiendo por sí solo, es "el esqueleto encarnado de un amor sin nombre, al borde de Nora". Lo que Joyce apunta allí, entonces, es el silencio, la cesura, el corte: escribe lo que no es. Se trata como se sabe, de un texto privado. Y sin embargo aquí, como lo hicieron antes Stanislaus Joyce y Richard Ellmann, y más tarde Liliana Heer y Martini Real, aquí, entre todos, estamos extremando su condición de texto público, violentando a sabiendas su pudor. ¿Hasta qué punto, me pregunto, hay violencia al revelar el pudor de alguien que, como Joyce, era escrupulosamente impúdico? Ese era el otro deseo de Joyce que sigue vivo: el deseo de ser desenmascarado, descubierto, desvelado.
La ceremonia de presentar este libro es una ceremonia de trasgresión y de traición. Estamos arrojando luz sobre un texto secreto, impidiéndole que sea segregado. En el origen de la palabra secreto está, como se sabe, la palabra cautela, la exigencia de precaución, el temor a la imprudencia. Tenemos que vernos a nosotros mismos, entonces como confabulados, cómplices de un saber prohibido y, también, como testigos imprudentes. El mayor de los deseos de Joyce al componer Giacomo era que estuviéramos aquí, leyéndolo, oyéndolo, negándonos a su destrucción. Al final del prólogo, Liliana Heer y Martini Real lo enuncian admirablemente: "Giacomo estuvo siempre entre sus papeles, (Joyce) lo recordaba de memoria, pero no se animó a destruirlo."

Texto publicado en la Revista Espacios, Universidad de Buenos Aires, julio de 1993.


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