Liliana Heer

Contratapa
Prólogo
Giacomo Joyce
Versión anotada
Cronología de Joyce
Presentación
Reseñas

<




©2003
Liliana Heer

Reseñas de Giacomo, el Texto Secreto de Joyce

---------------------------------------------------------------
                                     Menú
---------------------------------------------------------------




Del enigma de la mujer al acto de escritura en Joyce
Por Liliana Heer
Revista Enlaces, Ateneo de Investigación (ICF - ICBA)
Buenos Aires, junio de 2000

---

Voy a hacer un recorrido arbitrario del tratamiento que Joyce da a sus personajes femeninos en busca de una posible respuesta al interrogante de Freud: Qué quiere una mujer.
Con caligrafía de telaraña hablaré del nombre mujer, pretendiendo huir aprisa de cualquier búsqueda u obsesión de sentido, en un intento por suspender mediante el símbolo los tentadores esbozos de imaginería y equivalencia universal.

Hablaré del nombre mujer en términos del nombre de un enigma: ese personaje femenino, un concepto vital en la obra joyceana, que, sin impugnar explícitamente la dialéctica del intercambio fálico, remite al no-todo.
Hay un texto que Joyce elige ocultar, Giacomo. El Texto Secreto de Joyce. Un libro que escribí en coautoría con J. C. Martini Real, da cuenta de la función de ese escrito. Giacomo es una ficción donde Joyce narra el romance entre un profesor de inglés y su joven alumna. Varios indicios la identifican con Amalia Popper, pero Joyce nunca la nombra. Luego, en Ulises será Molly Bloom –monólogo, decir incesante que hace pensar en el sujeto en los primeros tiempos de un tratamiento analítico, hablando de sí mismo a nadie– y Anna Livia Plurabelle en Finnegans Wake. Sabiduría de la naturaleza y naturaleza sabia, respectivamente. Ambas, instancias de corte, unión, no fusión, separación, personaje que responde a otra lógica.
En Retrato del artista adolescente, al igual que en Giacomo, esa mujer a quien el protagonista alma, es un pronombre: Ella. Dije “alma” refiriéndome a la conjugación que Lacan enuncia en Encore. Acaso sea el alma en efecto del amor donde el sexo queda excluido. ¿Ese sería el costo?
También Gabriel, el protagonista de “Los muertos”, último relato de Dublineses, se pregunta qué símbolo representa una mujer en las sombras de las escaleras escuchando música distante, e imagina que si hubiera sido pintor pintaría ese enigma. Ante la imagen conmovedora de una mujer extraña en un primer momento y que reconoce al acercarse como su propia mujer, a Gabriel, periodista, no le alcanzan las palabras, necesita otro arte, ser hacedor de imágenes, tener un don para apresarla, inmortalizar el gesto: la pasión suspendida, sublimada.

Se podría pensar en el nombre mujer como nombre de un enigma que evoca al ser y vuelve la respuesta un acto.
Esta es la razón que me condujo a elegir justamente un texto que Joyce decidió ocultar.
Giacomo empieza con la pregunta por el “quién” de una mujer y termina desplazando esa pregunta al imperativo de la escritura. La primera frase es: “¿Quién? Un pálido rostro rodeado de pesadas pieles olorosas. Sus movimientos son tímidos y nerviosos. Usa impertinentes. Sí: una breve sílaba, una breve risa. Un breve batir de pestañas”.
Pregunta sobre el sujeto perdido y buscado que origina el oleaje del texto, su violencia metonímica, a partir de una breve sílaba que se funde como imagen.
Ella es pura, frágil, impalpable, adolece de natural distinción, es simple y orgullosa, con iris de terciopelo, inmaculada de sangre y violencia, una criatura apacible, su risa es breve, escucha, virgen prudentísima, inaccesible como el decir del deseo en su perpetua adjetivación.
Mujer: reino del anhelo y de la tentación, falta y perpetuo señuelo. Cabalgar a través del día, a través de la noche, reescribir El canto de amor y muerte del Corneta Cristóbal Rilke una vez, una vez más, “como si hubiera una sola madre...” El poder de ser afectado no es constante sino en los límites extremos.
Joyce la hace hablar, a ella, en un italiano vienés, comienza el trasvasamiento de lenguas que luego culminará en la subversión de la lengua inglesa, contaminando su pulcritud autosuficiente.
La mujer, pura diferencia, paralelo de lo irlandés y lo judío: Nora y Miss Popper están juntas en el mismo texto, sin embargo, lo biográfico quedará inscripto bajo el nombre de La mujer: Nora, por única vez en su obra.

Irlanda y Nora Barnacle responden a una misma tradición que conserva los paisajes de la oralidad recuperada, deuda y apaciguamiento de una existencia en exilio.
Desde una primera persona que se dice James, Joyce queda expuesto en Giacomo como un narrador que no puede tomar distancia, resquebrajando la ilusión desenvuelta en su relato. Por eso lo descarta como literatura y pone en suspenso dejándolo en forma de texto vedado que no dará a conocer en vida: un punto ciego en su obra: una rémora, una barnacle, esos pequeños moluscos que se adosan a la proa de los barcos, como dijera Joyce jugando con uno de los significados del apellido de Nora, su mujer.
Una mujer es mirada. Joyce la descubre mientras la escribe, por fragmentos, como si la diera a luz y quedara cegado.
Ella entra y sale de ese cono de sombra, el sol miente.
De un párrafo a otro, responde al llamado de su maestro de inglés.
Vive en la ciudad de Trieste, donde él está exiliado por su voluntad de aislamiento con respecto a Irlanda.
Así Joyce funde los tiempos del recuerdo: Nora en Dublín, en París y en Trieste. También en Trieste Amalia Popper, esa criatura de calidad que representa la pureza de una raza. Lo increado por no nacido, en espera de un salvador, o exento de carne: sin pecado concebido. Acaso, en el vértice de la reacción anticartesiana de Spinoza: devolver a la Naturaleza su forma de actuar y de sufrir, pero sin recaer en una visión pagana del mundo, en una idolatría de la Naturaleza.
En los escenarios, con un trasfondo de diversos decorados, James, Jamesy, Jim, va hacia ella. La busca por el muelle, cerca del mar, en la iglesia, entre los vendedores de frutas, cruzando la piazza, colina abajo, en el camino de las tierras claras, a la salida del bar Tommaseo, en la tabaquería, dentro de su habitación, contra la ventana, junto al piano, en el teatro, bajo el crepúsculo gris, por las escaleras, allí donde un hombre y una mujer pueden hablar en medio tono.
Ella es una cita perpetua, en el doble sentido de frase y encuentro, el recorrido de una imagen en la que todas las hebras del relato bordean la voluptuosidad del deseo. Se busca un cuerpo para encontrar un tono.
En Giacomo, la mujer, algo más que una libra de carne, dudosa mercancía, se transforma en virgen, casada, adúltera, madre, ramera o cadáver, una a una, partes: semblantes, velo o túnica negra, al decir de Joyce. Vías, modalidades del infinito.
Paradójicamente su alma contiene a la épica Penélope, no en actitud de espera sino de pecado y tentación, reminiscencia de ese ars dicendi que deviene de su enseñanza jesuítica.
Hasta Giacomo incluso, el lugar de la mujer era el Ella impersonal, esa figura bendita que sólo había sido tratada como algo inalcanzable. Tendrá que prostituirla primero, para poder llegar a Molly Bloom y apropiarse de su voz.
Si el protagonista de Giacomo se atuviera a las reglas del amor cortés, el que narra conservaría a su dama como prenda. Joyce pervierte ese modelo y cínicamente vuelca lo sentimental sobre sí mismo. Somete el acontecimiento a varias operaciones. La posesión: “Sus ojos han bebido mis pensamientos: y mi alma, disolviéndose, ha derramado y vertido e inundado un líquido, una abundante simiente, en la húmeda tibia pronta acogedora oscuridad de su feminidad... ¡Que la posea ahora quien quiera!...”
Y, ante la adherencia de esa pasión, frente al afecto incontrolable que lo lleva a repetir la desnudez de su historia: “En la vaga niebla de sonidos antiguos surge un punto de luz: el lenguaje del alma está por ser oído. La juventud tiene un fin: el fin está aquí. Nunca será. Bien lo sabes. ¿Entonces qué? ¡Escríbelo, carajo, escríbelo! ¿Es que sirves para otra cosa?”
También ante la proximidad del adulterio, Joyce apela al hombre de todos los tiempos, al que desde la edad de piedra habitó este mundo, “atezados de tenebrosidad, desnudos como el cuerpo del Señor, los clérigos yacen postrados en rezos débiles. La voz de un lector invisible se levanta entonando la lección de Oseas: Haec dicit Dominus: in tribulatione sua mane consurgent ad me. Venite et revertamur ad Dominum.” En castellano: Esta (oración) dice el Señor: una tribulación a causa del espíritu se levanta hacia mí. Ven y volvamos al reino.
Lacan y Joyce parecen, en un punto, hacer el mismo recorrido. Introducen a Oseas para referirse a la diferencia.
La diferencia no es una prenda, no da derechos, obliga a desplazar. Ambos apelan a la lección de Oseas quien habla de un saber sobre el sexo. Tiene, Oseas, un saber –en contrapunto a la pasión del Dios Yahvé por la ignorancia. Es quien enuncia la metáfora conyugal por primera vez en La Santa Biblia, quien propicia la alegoría del “Cantar de los cantares”, esa alianza entre lo visible y lo invisible que Shakespeare retomará no sólo en The Tempest sino también en Hamlet.
Para Lacan, Oseas apunta a algo que se produce en una relación que mezcla instancias sobrenaturales con la naturaleza misma, la cual, de alguna manera depende de ellas.
En el párrafo siguiente a Oseas, Joyce cuasi matematizando la imposibilidad escribe: “Le explico Shakespeare al joven Trieste: Hamlet, cito, quien es muy cortés para los simples y apacibles, es rudo con Polonio...”
La lección de Oseas en Joyce es aquella que por la diferencia, plantea una estructura de distribución de goce, no el amor imposible, sino la imposibilidad amorosa que conduce en primer lugar a interrogarse, a repetir la pregunta sobre el símbolo, y luego, al acto: de escritura. La respuesta ante la pregunta parece tener un registro de otra instancia. Desde el momento en que la fusión estaría interdicta: ¡Escríbelo, carajo, escríbelo!


---