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Presentación de Ángeles
de Vidrio --- La risa de Leonor en Ángeles de
vidrio "Ella no va a contar la historia de un loco.
Vivió tantos años con él que poco le
agregaría. No va a contar la historia pero empieza
a hacerlo." Así comienza Liliana Heer sus Ángeles
de vidrio con una negación, una suave
desconfianza y una conjunción adversativa. Es, sin
duda, una promesa extraña. ¿Va a ocurrir o no lo
que se anuncia con tanta reticencia?
¿Cuándo? ¿En qué
lugar? ¿Quién vivirá para
contar la historia o contará lo que vivió para
buscar ‘eso’ que aún no ha sucedido? Vinculada a una gestación, un acto de violencia y una atracción sexual, la narración emprende así el rodeo de aquello que, de otro modo, no se podría contar: olfatea, cerca, desmembra, da vueltas a su alrededor como si fuera, ella misma; un giroscopio, un mundo con y sin apoyatura a la vez, porque lo que interesa no es estilizar sino “exasperar las ocurrencias, darles el ritmo de una pesadilla, expandir cada idea hasta convertirla en obsesión”. Una topografía indecidible de nombres y lugares sirve, mientras tanto, de telón de fondo para desplegar una trama de enigmas y una galería de personajes improbables: a Leonor y a Iván, se suman una prostituta, un ex estudiante de medicina, tres gordos, un seminarista convertido en asesino serial, un legista y un niño emblemático que, entre implacable y ávido, se lleva todo a la boca, como la escritura. Y un poco más atrás todavía, como en un teatro de sombras donde estaría ocurriendo lo que importa, ese entramado de escenas, recuerdos y referencias que constituyen la estructura estrábica del deseo: Iván, de niño, viajando con su padre a un archipiélago fabuloso donde se aprende el insomnio; el mendigo de la bragueta abierta; el rostro de Jeanne Moreau en el óvalo espejado de un film de Truffaut; Leonor como Eloísa del cura perverso y como lectora de una biblia pornográfica; los planos obsesivos de Alfred Kubin; el idealismo y los crímenes por envenenamiento y, sobre todo, como un ave de rapiña planeando sobre el resto, el cuerpo, ese personaje que "además de tener sabiduría y memoria de esclavo, es un tirano". Hay, en Ángeles de Vidrio,
me parece, una suerte de thriller del
inconsciente en clave de film; una doble partida (en el
sentido de juego y de viaje) que bordea el delirio sin
quitarse nunca los guantes fríos de la
jugada maestra; un lirismo un poco
sórdido, atento a las metonimias y las Roto el vidrio del espejo, roto el engranaje idea-palabra-efecto, rota la convención que presume la utilidad de narrar, Liliana Heer escribe como si se tratara, no de curar (“no se cura la vida", dijo Artaud) sino de "exorcizar lo que seremos", no de responder sino de preguntar “allí donde no hay nexo que sustente el devenir”. Así, contra la jaula del lenguaje, explaya un ritmo paradojalmente medido. Contra la necesidad de discernir, una concepción del tiempo bergsoniana que permite la filmación lentísima de un cuerpo femenino en todos sus horizontes. Contra los muros de lo real, el espacio propio de la no elección, la perspectiva del detalle, la incansable corrección de aquello que se percibe siempre de un modo engañoso y parcial. Hay un estallido contra el espejo de un bar. Leonor, la camarera, ríe. Acaso la risa es, vista desde el final, la fuerza que lanza la botella. En el estallido de los vidrios de las palabras de Iván, el amante, el loco, el director de teatro, la autora del libro urde un desatino, su poética; avanza en espiral, sabiendo acaso que sólo una conciencia de la deriva puede rescatar al mundo del discurso plano e intolerante. Jules et Jim y Jeanne Moreau. Los Gordos. Los Rojas de Ricardo Garabito. Siempre la duplicación resbalando hacia la Trinidad que atañe también a la trinidad de la escritura: tinta-tiniebla-sentido. Siempre la indetenible rotura de los vidrios, la nave rota del cuerpo dando lugar, en su desdoblamiento sin fin que es también su indefectible carestía de sentido, al más fecundo botín de ficciones. "Miles de órdenes -dice Iván- son necesarias hasta que el instrumento se incruste en la marioneta humana." La historia que no se va a contar se cuenta con el detallismo de una caligrafía Por eso, tal vez, punzante. Y así, en escena, la autora manipula su galería de muñecos, suavemente adversativa, mientras de su voz vuelven a surgir órdenes que son palabras que son proyectiles como la botella contra el espejo, cayendo de punta sobre ese vacío que somos los seres humanos. Y después, explicablemente, otra vez, la risa. Porque una vez que el espejo se hizo añicos es posible escribir (y leer), como una ciega, lo que la escritura Braille oculta, esas marcas de la añoranza de un nombre propio que a lo mejor se arrastran en la trinchera de los lapsus. Leído en el contexto de la literatura
argentina del fin de siglo, Ángeles de vidrio constituye
un afiebrado alegato contra el realismo y contra la
supresión del sujeto. Igualmente feliz e igualmente
incómodo es también, podría
decirse, su posicionamiento dentro de la escritura de las
mujeres. Así, en la escena final en que Leonor concibe una
estrategia para maquillarse, leo una inscripción
sutilmente desmarcada: "Pensar en otra mujer, escoger un
rasgo, adulterarlo. Corregir ese pensamiento; cavar
un túnel en medio del gineceo, hurtar la dote, hacer con la
dote una fogata, seguir sin rumbo, estar dispuesta a
desviarse, a perderse." Texto publicado en el Diario La capital de Mar del Plata, en febrero de 1999. --- Por Jorge Monteleone Alguien acecha, alguien obstinadamente ha previsto los
pasos, alguien está a punto de tender una trampa mortal. El
tiempo de pronto se ha detenido o, mejor, se bifurca, se
desvía de la hora habitual y de lo acostumbrado para
precipitarse en un ritmo incierto, peligroso y agónico. La
víctima sabe, con la precisión de la pesadilla o
con la falsa seguridad del sonambulismo, que todo lo que ve y siente
es, acaso, falso. Y sin embargo debe continuar hasta el final aunque
los primeros indicios le aseguren que nada será como
esperaba, que todo sea incierto, que su confianza se verá
frustrada por una mente criminal que dará, sin duda, el
primer golpe. Esta mente criminal, si me permiten decirlo, es la que
gobierna la voz narrativa de esta novela. Como todo asesino ha dejado
pistas en la escena del crimen y la obligación del
crítico es ordenar las razones del móvil. Confieso que esa imagen teórica, por llamarla de algún modo, y las que siguen, me la proporcionó el mismo texto de Liliana Heer. O' Connor es un asesino serial que aparece en Ángeles de vidrio. Es un falso cura, sólo lee la Biblia y conoce varios pasajes de memoria, incluso puede alcanzar el éxtasis sexual al escuchar el texto sagrado y envenena siguiendo un ritual, la lógica propiciatoria de los crímenes seriales, con la convicción de que solo los buenos estómagos digieren veneno. Así obra la mente criminal que gobierna esta narración: conoce bien los relatos sacralizados y los repite, en pedazos, como en una alucinación privada; disuelve la teología del sentido autoral, trascendente, y lo transforma en el evangelio apócrifo de las falsas atribuciones; envenena al lector distraído y sólo el atento, el enamorado del detalle, el de buen estómago digerirá ese relato deletéreo. Así como en el comienzo del texto se anuncia
que ella no va a contar una historia pero empieza a contarla, yo mismo
no voy a narrar el argumento de la novela pero aludiré a
él. La primera escena comienza con un espejo roto en un bar
y la risa de Leonor. La escena del último
capítulo muestra a Leonor frente a otro espejo, que viste su
cuerpo y se maquilla. En el primer capítulo Leonor
está encinta, en el último ya ha sido madre. Todo
indica que la cronología se ha cumplido. Pero comprendemos
oscuramente que en verdad ese espejo roto del comienzo es como un
símbolo, un símbolo final de aquello que a lo
largo del texto se proyecta: el anulamiento del personaje, la identidad
dispersa en múltiples fragmentos del espejo que estalla al
mismo tiempo que la risa. Esa imagen nos dice que toda
teoría del reflejo mimético se rompe y que la
constitución misma del personaje, como verosímil
narrativo y referencial, es una criatura irrisoria. El personaje,
parece decirnos Ángeles de vidrio, es
un cuerpo textual disgregado en sensaciones o en imágenes
superpuestas, un cuerpo disperso que se viste y se maquilla con los
encantos frágiles de la mímesis y que imitan lo
real para fracasar sin remedio. El modelo de personaje parece definirse
a sí mismo en la página 82: es como una antesala
muda y hueca que renace al reír a carcajadas cuando ve los
cristales caer. Esa risa rompe, a la vez la cadena de supuestos y la
cadena temporal. Es por ello que esta novela no sólo
destrona la ley de causalidad del relato clásico, sino que
además suplanta toda similitud por un ejercicio de
simulación. El personaje no es un referente, sino una
duplicación, un disfraz. Veamos un pequeño ejemplo del modo en que se
despliega el relato en Ángeles de vidrio.
Ejemplo de la página 50: Kevin no aparta sus ojos de la botella, mirándola se queda dormido. Cuando aprenda a hablar, va a pedirle a Iván que cante la canción de la bailarina y como Iván es un experto en contar historias inventará una letra para esa canción.” Continuación en la página 122: Formaba parte de la tradición de su abuelo el rechazo hacia lo que no fuese humano. Sólo para entretenerse, había tallado en un cuerno de marfil una mujer bailando. El abuelo decía que esa aparente distracción lo condujo a la música. Todo había empezado con un presentimiento. La bailarina convertida en talismán. De un extremo a otro del día obsesionado por el temor de perderla; esa creencia lo llevó a inventar un mecanismo de relojería. Hizo que la mujer se moviera sin apuro al compás de su propia obstinación. Goteo de certezas. La campana adentro de la cual la estatuilla se movía funcionaba de lupa, milimétricas diferencias de grado en el cristal aumentaban el efecto de cautiverio.” Yo diría entonces que la lógica que gobierna esta narración es la lógica de los espacios excluyentes obligados a coexistir y que recorre una y otra vez la narrativa de Liliana Heer: una lógica cultural donde todo parece inteligible, cotidiano, reconocido y sancionado y una lógica del deseo, onírica, pertinaz, rabiosa, que obliga a vivir una pesadilla lúcida en la narración, donde nada es seguro, donde el caos es posible y donde las intermitencias del cuerpo, bajo la forma de metáforas carnales y reverberantes, nos cuentan otra vez los cuentos del horror que nadie quiere oír de nuevo bajo la forma extravagante de relatos alucinados. Como en los thrillers el asesino serial espera, agazapado, en el espacio off de la pantalla, en el fuera de campo de nuestros días, sereno y con un deseo interminable.
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