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 Liliana Heer 
Contratapa 
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©2003 
Liliana Heer 
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   Reseñas de La tercera mitad  
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Cuando la palabra  visita el lenguaje  
  Por Pablo Ingberg  Diario La Capital, Rosario,  1989 
   
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  “Lo que me parece hermoso, yo quisiera hacer es un libro sobre nada. Un  libro sin atadura externa, que se sostuviera por sí mismo, por la fuerza  interna de su estilo, como el polvo se   sostiene en el aire sin que lo sostengan...”, escribe, no Liliana Heer,  autora de La tercera mitad, sino el 16 de enero de 1852, en plena gestación de Madame Bovary, Gustave Flaubert a una  amiga. Aunque bien podría haberlo dicho Heer, como lo indican tanto su libro  de reciente aparición como el anterior, Bloyd. Un lector que desconociera ese verdadero postulado del arte del siglo XX  percibido visionariamente por Flaubert y su presencia posterior en las más  grandes obras literarias, podría preguntarse, ante  La tercera mitad, de qué género se trata.  Habiendo quedado  los  géneros como material para el diseño de  modas, podría uno conformarse de todos modos, con solapas y contratapa del  libro, que parecen definirlo como novela. Pero quien se transforme de curioso  en lector, se sentirá tan encorsetado en esa definición como Octavio Paz cuando  afirma: “El poeta pone en libertad su materia. El prosista la aprisiona”. Lejos de instituirse en carcelera, Heer abre  las puertas de su ficción con una prosa que (si Raúl Gustavo Aguirre me perdona  la contradicción en los términos) podría calificarse de poética (o mejor: se  percibe poética), sin olvidar los aportes del ensayo, el teatro y otros  incestos a que nos tienen acostumbrados las grandes obras del siglo.  Convengamos, por una simple comodidad (que tiene más que ver con los catálogos  que con la literatura y a la que nos cuesta tanto sustraernos), que se trata de  una novela. 
  La frase de Flaubert citada al principio continúa así: “Un libro que casi no tuviera asunto”. ¿Cuál es el asunto o casi asunto de La tercera mitad? Podrían dedicarse a él varias páginas o ninguna. Hay ciertos acontecimientos que sirven de excusa central para entrelazar el texto (algún encuentro cuya acción fundamental es contar historias que en el mismo texto no se cuentan sino que se eluden, describen, refieren: una caída por las escaleras; un dibujo realizado en la catedral; la violación de un cuarto de inquilinato y el consiguiente robo del dibujo: un crimen con descuartizamiento incluido, la escritura de una biografía y el agregado de notas a un cuaderno que llegan a fundirse en un texto único, el texto, etcétera); hay personajes que los ejecutan o sufren (Blas  –con resonancia a  Bach, nombrado en la contratapa–, traductor, biógrafo, huérfano; Nora, cosedora  –rima incluida– de cadáveres en la morgue del Convento Vogelfrei, huérfana; Leopoldo, asistente de la morgue; un dibujante y profesante del culto hereje cuyo nombre no aparece en el texto; Von Grau, pintor con ecos no sólo sonoros a Van Gogh; Grau, hijo que denuncia y hace encerrar a su padre en un hospicio; Regis, abogado descuartizador biografiado, etcétera); pero describir esta obra en tales términos resulta tan superfluo como hacerlo por la tapa. Si tiene un protagonista, es el estilo, y los personajes no son más que  sus distintas problemáticas o   “personalidades”, una  “deriva”  que no conduce al encierro sino a múltiples vías de escape a la lógica binaria  del  “sentido común”. Los  acontecimientos, tanto como las palabras y la sintaxis, no son más que material  “de costura”. Y si existe una trama, el entrelazamiento se produce más por acumulación  minuciosa que por eslabonamiento de hechos (“La historia no tiene comienzo ni  fin”, puede leerse, y también  “... la  necesidad de presentar simultáneamente una realidad condenada a la sucesión”,  aunque dista de tratarse de la simultaneidad cubista, producida por  superposición de acontecimientos; antes bien se trata de un suceder no lineal o  de un suceder donde el suceso no es más que una excusa para construir el  artificio de la ficción). Desde la primera frase, La tercera mitad (título matemáticamente  fantasmal para la contratapa y obra literariamente fantasmal para el lector), a  la par de construirse, se va teorizando a sí misma. Esto es: no teoriza, en  principio, sobre algo externo a ella (la “realidad”, la literatura) sino sobre  su propio irse construyendo. Y no lo hace a través de la irrupción del  narrador, que produciría un efecto de distanciamiento. La sintaxis y el  vocabulario siguen siendo los mismos (y viene a cuento recordar lo que dijera  Haroldo de Campos sobre Paradiso:  “Un cocinero o una dueña de casa, en Lezama,  se expresan de la misma manera que un estudiante universitario o un doctor –se  refiere a que todos lo hacen al mejor estilo gongorino–, como si el autor,  superpoetizando su prosa, replicase, así, a la introducción de lo  conversacional en la poesía moderna”)  y  todo surge tan naturalmente que cualquier cambio de tema resulta casi  imperceptible.  Uno se siente tentado de citar fragmentos que demuestren esta afirmación, pero al momento de extraerlos del contexto se encuentra con frases devaluadas, que pueden resultar desde seductoras (“Toda palabra es un prejuicio”) hasta casi triviales (“Ella ingresa en la página una mañana”), porque han perdido la riqueza de su ocurrir en relación, su brillo de perla en el collar. El lector puede encontrar en esas frases referencias a algo externo a la obra (de hecho “toda palabra es un prejuicio” las tiene), pero antes que nada son puntadas exactas de la “cosedora”. Y pretender que a través de algunas citas puedan representarse sus procedimientos sería tan ilusorio como pretender representar con un trozo de músculo seco al hombre que supo llevarlo en vida. Ahora bien: como queda dicho, esta autorreferencia permanente del texto no lo invalida para referirse a aquello que, en un sentido estricto, le es ajeno. Cualquier procedimiento particular es contrastable con otros procedimientos. La escritura, el trabajo de la escritura, resuena en los rasgos de los personajes (Blas, traductor y biógrafo, y Nora, cosedora de cadáveres; ambos huérfanos, como quien ha tenido padres pero carece de ellos al ejecutar la acción), en los materiales con que ellos trabajan (vidas, lenguas, cadáveres descuartizados), en su ubicación predilecta (casi todos eligen las ventanas, con ese final donde “Blas... baja las escaleras, no mira por encima de sus anteojos con esa mirada de hombre que envejece, avanza sin sugestión en el raro equilibrio del que forma parte” –el subrayado me pertenece–), en algunas alusiones más específicas (“Guíase el artista con mapas inconexos y otras ayudas falsas: sabe que siempre se pierde....” y “... los orientales, aprecian no dos sino cuatrocientos ritmos cardíacos. Esa diversidad pretende incorporar Blas a las biografías” ) y aun en ciertas referencias al fuego (“... huir de ese enorme incendio de pasto seco. Las palabras”, o “...describir el fuego a lo largo del cual otro fuego existe entre sus llamas”). El contraste entre los cadáveres y el fuego podría considerarse uno de los paradigmas de la obra, que no llegan a juntarse en el lugar posible: los hornos crematorios. Y entonces, yendo aún más lejos, las frases en alemán (por qué no en relación con la foto de tapa: detalle de un monumento a las víctimas del holocausto), las botas, capotes, marchas marciales y otros términos del sociolecto militar, la habitación violada, la morgue, la letanía final en cortejo fúnebre, dan qué pensar en este país y en esta época. Podrá el lector cambiar o agregar connotaciones porque, si se lee en la ya tantas veces citada contratapa: “Un pez no puede visitar su acuario, pero aquí las palabras visitan el lenguaje”, puede decirse también: “Un personaje no puede visitar su trama pero aquí los lectores se visitan a sí mismos”
 
 
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